REICE 2015 - Volumen 13, Número1
MEJORA DE LA ESCUELA: MEDIO SIGLO DE LECCIONES APRENDIDAS

INTRODUCCIÓN

Sin esperanza las escuelas se vuelven lugares imposibles. En ellas se depositan grandes expectativas: se espera que los alumnos aprendan y crezcan como personas, que los docentes innoven y perfeccionen sus prácticas, que se contribuya a la creación de sociedades más justas... Las escuelas son espacios de esperanza y, al mismo tiempo, conviven con un sinfín de reproches y cuestionamientos. Hoy, quizás más que nunca en la historia, son objeto de críticas más y menos informadas, más y menos constructivas. El imperativo de que la escuela debe mejorar la calidad de su propuesta no es una novedad. Sin embargo, las voces que hoy se alzan a favor de una profunda reconversión de la institución escolar son más multifacéticas, impetuosas y lapidarias.

Los discursos sobre cambio educativo a menudo rozan las aristas de la utopía, pecan de romanticismo y caen por el peso de su propia idealización. A los intentos de mejora a veces les falta un principio de realidad, es cierto. Y, al mismo tiempo, muchas veces al pesimismo pedagógico le faltan contraargumentos. ¿Cómo se conjugan entonces las grandes expectativas de mejora con la opacidad de aquellos discursos políticos que atribuyen a la escuela muchas de las problemáticas sociales presentes en la actualidad? ¿Es posible articular una visión optimista de cambio escolar con el desencanto encarnado en las sociedades contemporáneas respecto de las escuelas?

Trabajar desde el Movimiento teórico-práctico de Mejora Escolar supone una cuota de esperanza informada que alimenta una visión optimista sobre el cambio educativo. Se nutre y reflexiona de una serie de experiencias de mejora bien documentadas que evidencian cómo transformar las escuelas y cuál es el camino para hacerlo.

Este artículo pretende difundir el conocimiento que hoy poseemos sobre el cambio educativo y la mejora escolar, destacando los últimos avances en esta materia a partir de las lecciones aprendidas que nos ha dejado el Movimiento de Mejora de la Escuela. Para ello, un primer paso es desarrollar un trazado temporal por las distintas fases que atravesó este movimiento para, a partir de ello, describir algunas factores implicados en los procesos de cambio que hoy se saben determinantes a la hora de emprender cualquier proceso de mejora educativa tanto a nivel local como a gran escala. Una mirada a hacia la finalidad del cambio cierra el artículos.

1. DEL MINISTERIO A LA ESCUELA Y DE LA ESCUELA AL AULA: UN POCO DE HISTORIA

A partir de propuestas anteriores tales como las de Miles y Ekholm (1985), Hopkins, Ainscow y West (1994), Stoll y Fink (1999) o Murillo (2002), podemos entender Mejora de la Escuela como:

Una serie de procesos concurrentes y recurrentes por los cuales una escuela optimiza el desarrollo integral de todos y cada uno de los estudiantes, mediante el incremento de la calidad del centro docente en su conjunto y de los docentes.

Con las siguientes características:

  • Es asumido y coordinado por el centro.
  • Implica, o busca implicar, a la comunidad escolar en su conjunto.
  • Aborda tanto los procesos de enseñanza y aprendizaje, como la organización, y especialmente la cultura del centro.
  • Busca mejorar la capacidad del centro para el cambio.
  • Tiene un enfoque de mejora sostenible.

Con ello, el Movimiento teórico-práctico de Mejora de la Escuela (School Improvement Movement) sería el conjunto de iniciativas de cambio escolar desarrollados en todo el mundo, y los esfuerzos por sistematizar y estudiar dichas iniciativas.

Existe un cierto consenso en considerar el inicio de este movimiento a finales de los años 60, con el fracaso de las iniciativas de innovación caracterizadas por su enfoque de "arriba a abajo". En el medio siglo transcurrido desde entonces ha habido una serie de avances-reformulaciones globales que nos ha ido legando una serie de lecciones aprendidas (Hopkins, Harris, Stoll y Mackay, 2014). Veamos algunos de los hitos en el discurrir de los años, y sus principales características y aportaciones.

1.1. El cambio se impone y la mejora se hace esperar

Como decíamos, el Movimiento de Mejora de la Escuela nace con un fracaso: el fracaso de las grandes reformas curriculares de los años 60 y de las iniciativas de innovación surgidas desde fuera de la escuela y por especialistas al margen de ella (p.e. Fullan, 2002a, 2002b; Hopkins y Reynolds, 2001; Murillo, 2002, 2003, 2004a, 2011).

El contexto histórico de esos años se definió por tres grandes hitos que marcaron el desarrollo de la educación. En primer lugar, un escenario político definido por la Guerra Fría que llevó a los Estados Unidos a establecer una amplia estrategia nacional para superar los avances tecnológicos de la Unión Soviética. En este contexto, se consideraba que una mejor formación permitiría contar con un cuerpo de profesionales más preparados para aventajar al polo contrario en materia de avances científicos. Para ello, resultaba imperativo introducir determinadas modificaciones que se estimaban favorecedoras de una mejora en la calidad de la enseñanza.

El segundo hito, más sociológico, es la extendida convicción de que ese podía alcanzar una sociedad mejor, más justa, y que el camino para lograrla era la Educación. De ahí que asumiera esta década el nombre del "optimismo pedagógico. El planteamiento era que con conocimientos, recursos y un poco de política, tanto en las escuelas como en el sistema educativo, se podría conseguir mejorar la educación y, con ella, una más adecuada redistribución social (Farrell, 1999).

El tercer hito, más pedagógico, era que se consideraba que para mejorar la educación había que hacer cambios en el currículo: en los objetivos, en los contenidos, en la metodología… lo que generó las grandes reformas de carácter curricular de finales de los 60 y principios de los 70 en todo el mundo.

En ese contexto, había una gran fe en el papel de la investigación (los conocimientos que antes decíamos) para mejorar la educación. El planteamiento es que la investigación llevada a cabo por especialistas externos a la escuela era la fuente de las innovaciones que posteriormente debían implantarse en la escuela de mano de los docentes que asumían un papel de meros transmisores (Murillo, 2006).

Los macroproyectos centro-periferia pretendían difundir en las escuelas cambios en el currículum siguiendo una estrategia centralizada y jerarquizada, que también se denomina arriba/abajo, a partir de la producción de materiales curriculares realizados por expertos. (Rodríguez Romero, 2003:55)

No es casual que Fullan (2002c) denominase a esta etapa como la era de la “adopción” de la reforma en cuanto que el objetivo era importar innovaciones e ideas generadas fuera del aula y de la escuela, como si ello fuera garantía suficiente para la mejora educativa. Algunos autores catalogaron a este modelo de mejora como de Investigación-Desarrollo-Difusión-Adopción (IDDA) (Havelock, 1969; House, 1979; Murillo, 2002, 2003), ya que constaba principalmente de cuatro etapas:

  1. Etapa de Investigación: en esta fase se acumulaban conocimientos pertinentes al programa por diseñar.
  2. Etapa de Desarrollo: se procuraba idear, construir y desarrollar soluciones a los problemas identificados.
  3. Etapa de Difusión: una vez definidas las innovaciones se daban a conocer.
  4. Etapa de Adopción: en esta fase se buscaba garantizar que las escuelas incorporen las innovaciones.

Más allá de sus débiles resultados, estas primeras experiencias de reforma han dejado tras de sí un interesante cúmulo de lecciones. Por una parte se observó que los programas curriculares impuestos a las escuelas desde afuera no generaban resultados de aprendizaje más satisfactorios, lo cual arrojó una primera idea sobre cómo opera la imposición del cambio y su escasa incidencia en la mejora real de los centros (Fullan, 1972). Asimismo y según lo manifestó el propio Hopkins (1995) el intento de mejorar el rendimiento de los estudiantes a través de la adopción de materiales curriculares diseñados por expertos fracasó porque los profesores no fueron incluidos en los procesos de producción que acompañaron a estos programas. Desde esta perspectiva, los primeros intentos de reforma no prestaron la suficiente atención al hecho de que la capacidad de innovar y mejorar requiere de procesos de des-aprendizaje y re-aprendizaje por parte del profesorado.

A su vez estos primeros procesos, dirigidos desde el centro a la periferia, de arriba-abajo y de afuera-adentro no tenían en cuenta el contexto de cada escuela o las cualidades de sus docentes. Este primer período de reformas educativas aparece así teñido por ciertas lógicas vinculas a los principios de la universalidad, la regularidad y el progreso, dado que para ese entonces se creía que las reformas debían ser uniformes y homogéneas (Romero, 2007).

De todo ello, la gran lección aprendida de esta fase previa, que podríamos denominar de “pérdida de la inocencia” (o de certificación del fracaso de las reformas curriculares), es que “los cambios impuestos no sirven de nada” (Murillo, 2002).

1.2. Cuando la mejora fue de la escuela

La consecuencia de todo ello es que la escuela dio la espalda a la investigación, generándose una brecha que aún se mantiene (Murillo, 2006). Desde ese momento, el papel protagonista en los procesos de cambio es asumido por centro docente en su conjunto: en el origen del cambio, en la coordinación, en la implicación de la comunidad escolar; ya no hay dos procesos de cambios iguales, depende de los la situación del centro, de sus valores, de sus expectativas… Con ello se inicia el Movimiento de Mejora de la Escuela.

“La escuela debe ser el centro del cambio” es el lema que define esta primera fase (Berman y McLaughlin, 1977). Se caracteriza por la emergencia de iniciativas aisladas y no sistemáticas de mejora escolar, que carecían aun de un enfoque coherente sobre el cambio educativo. Algunos elementos interesantes de esta época son:

  • Dar importancia a los procesos de autoevaluación institucional como forma de iniciar los procesos de cambio.
  • Implicar a toda la comunidad.
  • Fomentar un enfoque participativo.
  • Preocuparse de la organización como complemento a los cambios curriculares.
  • Favorecer el desarrollo del profesorado mediante una formación amplia y adecuada a cada docente.

Frente al modelo IDDA, los cambios educativos realizados comenzaron a seguir una nueva perspectiva. El modelo seguido podría ser algo así:

Iniciación <-> Implantación <-> Continuación <-> Productos

La mejora se empezaba a concebir como un proceso no-lineal, en donde cada centro iniciaba el cambio, aplicaba la innovación u innovaciones y luego se dedicaba a su institucionalización.

Este período arrojó importantes avances en cuanto a la importancia de la autonomía de los establecimientos escolares frente a los procesos de mejora. Lo que, a su vez, permitió enfatizar que las condiciones propias de cada centro deben tenerse muy en cuenta a la hora de diseñar y desarrollar procesos de mejora.

Sin embargo, debe notarse que gran parte de las iniciativas de mejora desarrolladas en esta época consistieron en experiencias escolares aisladas y esporádicas, y por tanto esta etapa tampoco motivó una mejora significativa del sistema educativo en su conjunto. Muchos de los esfuerzos de mejora de esta etapa no estaban explícita y rigurosamente vinculados a la mejora de los resultados de aprendizaje de los alumnos. En sí, eran propuestas de cambio muy fragmentadas y desarticuladas y por ello no tuvieron un fuerte impacto en la práctica de aula (Hopkins y Reynolds, 2001).

También hay que destacar que en esos años nació la línea de investigación sobre las “escuelas eficaces” (Effective Schools), línea que posteriormente tomaría su nombre definitivo de Eficacia Escolar (School Effectiveness) (Murillo, 2005; Teddlie y Reynolds, 2000). Esta línea, en primer lugar, destacó la importancia de la escuela en su conjunto para conseguir que los alumnos aprendan, y en segundo término, empezó a identificar los factores de eficacia escolar. Un excelente sumario es el modelo de 5-factores de Edmons (1979), que resumía lo aprendido en esos primeros años:

  1. Poseer un liderazgo fuerte.
  2. Tener un clima de altas expectativas en rendimiento hacia los estudiantes.
  3. Contar con una atmósfera ordenada sin ser rígida y tranquila sin ser opresiva.
  4. Tener como objetivo prioritario del centro la adquisición de destrezas y habilidades básicas, y a él se supeditan las actividades del mismo.
  5. Contar con una evaluación constante y regular del progreso de los estudiantes.

Estos resultados tuvieron un fuerte impacto y comenzaron a jugar un rol importante en la evolución y demarcación del Movimiento de Mejora Escolar, a causa de la particular retroalimentación gestada entre ambas líneas.

Como resumen critico de esta fase nos sirven las palabras de Hopkins y Reynolds (2001:12) quienes señalaron que la mejora de la escuela estaba “débilmente conceptualizada y con muy poca teoría (under-theorised). No representaba una enfoque sistemático, programado y coherente”.

1.3. Más que cambiar, lo importante es tener la capacidad para hacerlo

A pesar de los avances conseguidos, los procesos de cambio escolar no llegaban a ser completamente exitosos. Resultaba relativamente "fácil" que un centro mejorara el rendimiento de los estudiantes si, por ejemplo, se le dedicaba mayor atención o más recursos a dicha escuela, o si se destinaban más profesionales a la tarea asignada. El problema era que cuando la atención o los recursos disminuían se hacía habitual que los centros volvieran a su situación de partida o incluso que empeoraran. De ahí que en la segunda mitad de los años 80 y la década de los 90, el foco de atención se dirigió a los esfuerzos de cambio. Si en periodos anteriores se buscaba que los centros mejoraran, en esta fase se procuró centrar la atención en que los centros tuviesen la suficiente capacidad para sostener el cambio. A esta segunda época se le llamó la fase de “la gestión del cambio” (Hopkins y Lagerweij, 1997) o “la capacidad para el cambio” (Fullan, 1998).

Esta etapa se caracterizó principalmente por un primer acercamiento entre la línea de investigación sobre Eficacia Escolar y el movimiento de Mejora de la Escuela (Harris y Chrispeels, 2008; Hopkins, 1995; Hopkins y Reynolds, 2001; Murillo, 2005, 2008; Reynolds, Hopkins y Stoll, 1993). Mientras que la Eficacia Escolar identificaba los elementos sobre los que había que incidir para mejorar una escuela, el campo de mejora escolar comenzaba a esbozar los primeros lineamientos y estrategias para implementar cambios lo suficientemente potentes como para ejercer una influencia efectiva dentro de las aulas (Hopkins y Reynolds, 2001).

El intento por entrecruzar las propuestas de ambos planteamientos tuvo como resultado, por lo menos en los Estados Unidos, el auge y desarrollo de modelos comprensivos de reforma escolar pero esta vez para ser adoptados por escuelas individuales. Se trata de enfoques integrales de diseño escolar (whole-school-design) que, producto de la combinación de elementos de la investigación sobre Eficacia Escolar y el movimiento de Mejora de la Escuela, centran la atención tanto en el currículum y la enseñanza, así como también en variables organizativas y de gestión (Harris y Chrispeels, 2008).

Asimismo y como fruto del intercambio entre ambas corrientes, en este período se generaron los primeros intentos por aunar los dos campos en un nuevo movimiento teórico-práctico que se nutre de ambos y recibe aportaciones sustanciales de cada uno de ellos. Este es conocido como la “Mejora de la Eficacia Escolar” (Effectiveness School Improvement -ESI). Dos trabajos importantes en esta línea fueron Improving School Effectiveness (ISEP) desarrollado en Escocia coordinado por John MacBeath y Peter Mortimore (2001), y el Capacity for change and adaptation of school in the case of Effective School Improvement que fue aún más ambicioso (Muñoz-Repiso y Murillo, 2003; Murillo, 2004b; Wikeley y Murillo 2005).

Al mismo tiempo, se multiplicaban las iniciativas que buscaban reestructurar y rediseñar los centros escolares (School Reestructuring) con un énfasis en la gestión basada en la escuela (Bolívar, 1999). Se procuraba así rediseñar los roles y las estructuras organizativas de los centros, situando entonces los esfuerzos del cambio educativo en un nuevo diseño organizativo de las escuelas. Se pretendía identificar qué estructura organizativa podía provocar la mejora de la escuela y a partir de allí, profesionalizar la enseñanza, de potenciar la capacidad en la toma de decisiones, y de alentar un mayor compromiso con el desarrollo institucional y organizativo de los centros.

Tal como lo explica Fullan (1993), los "reestruturacionistas" estaban firmemente convencidos de que el control de los procesos de mejora debían ejercerlos los profesores y sus escuelas. Pero estas experiencias de reestructuración organizativa “basadas en el centro” mostraron una evidente falta de relación con la práctica docente del aula y los resultados en el aprendizaje de los alumnos. Tiempo después se comprobó que, efectivamente, para alcanzar mejores resultados en los aprendizajes de los alumnos, “hay que cambiar la práctica docente y eso es un problema de aprendizaje y no un problema de organización” (Peterson, McCarthey y Elmore, 1996:19).

A pesar de sus buenas intenciones, los cambios efectuados en la organización no demostraron relaciones causales significativas con la mejora de los procesos de enseñanza y aprendizaje, básicamente porque se convirtieron en apelaciones retóricas limitadas a cambios en los diseños curriculares o, como bien explica Bolívar (1999), porque “reestructurar” no es lo mismo que “enculturizar”. El propio Fullan (2002a) explica que los procesos de reestructuración poco tienen que ver con la reculturalización, proceso que apela a cuestionar los supuestos e ideas afianzadas de los maestros de modo que puedan eventualmente cambiar por sí mismos sus propios hábitos y creencias.

En este mismo período diferentes países impulsaron políticas educativas que tendieron a dotar de mayor autonomía a las escuelas para que éstas puedan asumir sus propias decisiones en materia de mejora. Hay que señalar que en esta etapa se desarrollaron muchos de los programas de mejora de la escuela más exitosos y que más influencia han tenido en el desarrollo de este movimiento. Ente ellos destacan el Halton Proyect en Canadá (Stoll y Fink, 1999), el Accelerated Schools Proyect (Levin, 1993), las iniciativas enmarcadas en la línea de la Reestructuración Escolar en USA (Elmore, 1990), el famoso proyecto Improving the Quality of Education for All (IQEA) (Hopkins, Ainscow y West, 1994) así como el denominado Success for All (Slavin, Madden, Dolan, Wasik, Ross, Smith y Dianda, 1996). Pero también el proyecto de Escuelas de Alta Fiabilidad (High Reliability Schools –HRS) en Inglaterra, el Improving School Effectiveness Project en Escocia, el Manitoba School Improvement Project en Canadá y el Dutch National School Improvement Project en Países Bajos (Harris y Young, 2000; Hopkins, 2001; Hopkins, Ainscow y West, 1994; Reynolds et al., 1996).

En cierta medida, podría decirse que el éxito de estos programas se enmarca en los albores de una nueva concepción sobre el proceso de mejora escolar, en el que los niveles de aula y escuela comienzan a interrelacionarse y a enriquecerse a partir de una perspectiva conjunta. No casualmente se denomina a esta etapa como “la fase de la capacidad del cambio” en la que, precisamente, la preocupación por fortalecer los procesos internos de cada institución pasó a ocupar un lugar preponderante en materia de mejora (Fullan, 2002b). Se comprendía que para generar un impacto profundo en la mejora de los aprendizajes debían plantearse estrategias que apuntaran no solo a generar sino también a sostener las innovaciones dentro de las escuelas (Hopkins y Lagerweij, 1997).

Una última visión sobre “qué hemos aprendido en esta época” nos la ofrece Alma Harris (2000). Tras una revisión de los avances en este campo resume en cinco los elementos que, según ella, caracterizan a los mejores programas:

  1. Tener una visión del futuro de la escuela compartida por todo el centro y regularmente reconfirmada a lo largo del proceso de mejora. La visión clara de lo que la escuela puede llegar a ser, junto con un apoyo de alta calidad por parte de los componentes del centro y de la administración educativa, garantiza grandes posibilidades de mejora. Y, a la inversa, la falta de metas claras lleva a confusión, desmoralización y fracaso de los intentos de cambio.
  2. Asumir un nuevo concepto de liderazgo extenso, según el cual tanto los directivos como los docentes juegan de algún modo un papel de líderes, comparten las responsabilidades, toman las decisiones necesarias y asumen los riesgos consecuentes. Se trata de reconceptualizar el liderazgo como una función activa, participativa y colegiada, más que una delegación de arriba-abajo.
  3. Ajustar los programas al contexto. No existe una guía universalmente válida para la mejora de la escuela, porque cada centro tiene sus propias características, su historia, expectativas y necesidades, distintos docentes y directivos, es único y se encuentra en una situación peculiar. Pretender que todas las escuelas sigan un mismo modelo es una apuesta segura para el fracaso; por tanto, lo mejor es que cada centro pueda elegir su propio programa de mejora. Aunque, por supuesto, la experiencia previa propia y ajena le sirva de orientación y apoyo.
  4. Centrarse en los logros específicos de los alumnos, porque la clave del éxito de un programa está en los avances de los alumnos en el terreno académico, personal y social, más que en la innovación por sí misma. Es decir, el centro de una escuela que mejora son los alumnos, no las prácticas de enseñanza, ni el currículo, ni la gestión, que sólo cobran sentido en función del objetivo principal. Esto, que parece obvio, no lo es tanto. Significa aceptar radicalmente a los alumnos de cada centro tal como son y adaptar a ellos el proceso de enseñanza-aprendizaje (no a la inversa), para lograr que sean lo que tienen que ser.
  5. Tener un enfoque multinivel. Si se aspira a que un centro mejore, es imprescindible fomentar procesos de cambio en el nivel de la escuela entera, en el profesorado y en el nivel del aula. Aunque se pueda empezar por un aspecto concreto, la visión de cómo ese aspecto afecta al conjunto y la aspiración al cambio global son consustanciales al logro de la mejora escolar. Se necesitan además promotores del cambio internos y externos, implicados activamente

En síntesis, podría decirse que esta fue una fase de importantes avances en la línea de mejora escolar en tanto supuso por un lado la superación de etapas anteriores en relación al lugar que los centros ocupaban frente a sus procesos de mejora escolar. Las escuelas ya no fueron consideradas necesariamente como objeto de imposición normativa en cuanto al cambio, sino que empezaron a concebirse como germen de proyectos y programas singulares.

1.4. Las grandes reformas, la colaboración y la vuelta al aprendizaje de los estudiantes

Tres ideas caracterizaron los avances en el Movimiento de Mejora de la Escuela en los finales de la década de los 90 (Harris y Chrispeels, 2008): la vuelta a las grandes reformas, especialmente en los países anglosajones, el fomento de la colaboración inter y entre centros, y la preocupación por el aprendizaje de los estudiantes como objetivo de los procesos de cambio.

Efectivamente, la década de los 90 estuvo signada por el retorno de los diseños de enfoque sistémico para alcanzar una reforma a gran escala, en particular en Inglaterra, pero también en Australia y Nueva Zelanda. Las estrategias de mejora y cambio educativo se tornaron así más ambiciosas, más restrictivas, más exigentes y, en consecuencia, más superficiales (Hargreaves, 2009). Los esfuerzos vinculados a establecer nuevos desarrollos curriculares y nuevas estrategias de intervención estaban orientados a lograr una mejora de los resultados en evaluaciones estandarizadas. En algunos casos esto produjo una tendencia a enseñar para la evaluación (teaching to the test) lo cual limitaba, evidentemente, las posibilidades de desarrollar prácticas docentes más satisfactorias e interesantes.

A esta reforma se la suele reconocer también por su “dureza” en tanto que la evidencia comenzó a reemplazar a la experiencia: se pretendía sustituir la intuición y el sentido común por información pura y dura. Las medidas de recolección y análisis de información se fueron sofisticando y pasaron a adoptarse como únicos elementos a considerar.

Al mismo tiempo, en este período emergieron distintos dispositivos destinados a potenciar el trabajo colaborativo entre el profesorado como estrategia ligada a la mejora de la enseñanza y el aprendizaje. Las primeras experiencias de colaboración docente quedaron así plasmadas a través de tres modalidades: (a) la formación de equipos para trabajar sobre datos que pudieran identificar problemas y así poder intervenir sobre ellos (data teams), (b) el desarrollo de nuevas estrategias de enseñanza en el marco de Comunidades Profesionales de Aprendizaje, y (c) la difusión de ideas y recursos entre escuelas a través de redes y grupos de trabajo (Hargreaves y Shirley, 2012). En los últimos años de la década de los 90 empieza a hacerse un lugar el concepto de Comunidad Profesional de Aprendizaje (CPA) que, primeramente, apareció ligado a los esfuerzos de reestructuración escolar. Con el tiempo, la CPA pudo ir despegándose de estos propósitos tan rígidos y centralizados para ocupar un lugar central como estrategia de cambio para el desarrollo de culturas escolares más colaborativas que pudieran incidir, efectivamente, en la mejora educativa (Escudero, 2009; Krichesky, 2013; Krichesky y Murillo, 2011).

En los últimos años de la década de los 90 se puso también el acento en la necesidad de prestar una mayor atención a la mejora de los resultados de aprendizaje de los alumnos (Stoll, Fink y Earl, 2004; Watkins, 2010). Para ello se concebía fundamental, por un lado, adoptar orientaciones metodológicas mixtas que combinaran la información de índole cualitativa con la cuantitativa para evaluar la calidad de los planes de mejora. Y, por otro, desarrollar la capacidad interna de la institución a través de nuevas y mejores instancias de desarrollo profesional y planeamiento estratégico a medio plazo. Se buscaba constatar que estos programas de formación impactaran efectivamente en la capacidad de aprendizaje de los profesores para la mejora de las prácticas de enseñanza.

Los últimos años de la década fueron también testigos del auge de infraestructuras que permitieran constituir una base de conocimiento con experiencias de mejora exitosas para ser compartidas y difundidas. A su vez, emergieron planteamientos que pretendían superar la dicotomía arriba-abajo abajo-arriba buscando combinar la presión externa con el apoyo y la asesoría con la evaluación (Hopkins, 2007).

1.5. La Mejora sistemática y sostenible

Es posible afirmar que el siglo XXI ha traído una nueva etapa en el discurrir de este Movimiento teórico-práctico de Mejora de la Escuela, y quizá estemos aun inmersos en ella (Hargreaves y Shirley, 2009, 2012; Hopkins, 2007; Muijs, 2010). Y si hay que bautizarla, puede ser interesante usar dos de las ideas que más se repiten: la importancia de que la mejora sea sistemática y que sea sostenible. Las tres ideas fuerza que le caracterizan son: aprendizaje, colaboración y ayuda (Bolívar, 2008; Murillo, 2012).

En esencia son seis los factores o condiciones de mejora distintivos de los discursos e iniciativas que permean el campo de la mejora escolar en estos últimos años: la colaboración docente y el trabajo en redes, la implicación de la comunidad, el liderazgo sistémico, la centralidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje, el debate entre la rendición de cuentas y la responsabilidad, y las nuevas relaciones entre la administración pública y las escuelas. Para finalizar, daremos una mirada al para qué del cambio: a la Educación para la Justicia Social. A todo ello les dedicaremos el segundo gran bloque de este artículo.

1.6. Algunas lecciones aprendidas en estos años

Al rastrear los resultados que arrojan estos primeros 40 años de historia de la línea de investigación sobre Mejora Escolar pueden desprenderse una serie de lecciones:

  • De las primeras etapas resulta fundamental recuperar el espíritu de innovación, la flexibilidad y la autonomía como elementos esenciales a la hora de iniciar la mejora de un centro. El cambio impuesto, si no es aceptado y asumido por la escuela y por los docentes, de nada sirve. Es el centro educativo el que ha de coordinar el proceso de cambio para que genere una mejora significativa que afecte al núcleo en el que se dirimen los procesos de enseñanza y aprendizaje, es decir, el aula.
  • Es importante que los centros educativos optimicen su capacidad de aprendizaje en orden a poder desarrollar las condiciones internas que le permitan impulsar y sostener procesos de cambio satisfactorios y sostenibles en el tiempo. De esta forma, cobran especial relevancia la capacidad de liderazgo, el desarrollo de un buen clima (escolar y de aula), el trabajo en equipo, buenos canales de comunicación, etc.
  • Efectivamente, para que los cambios sean eficaces han de afectar a los procesos de enseñanza y aprendizaje y a la organización, pero sobre todo a la cultura escolar. Al conjunto de valores, normas, expectativas, compartidas a la comunidad. A esos elementos que hacen que una escuela sea innovadora, aprenda, trabaje en equipo...
  • La colaboración y apoyo mutuo, las redes profesionales, el aprendizaje permanente, el uso de evidencia, la implicación de las familias y la colaboración de las administraciones educativas son fundamentales frente al desafío de mejorar un sistema educativo en su conjunto (Hargreaves y Shirley, 2009).
  • El objetivo final de los procesos de mejora escolar debe ser el desarrollo integral de todos y cada uno de los estudiantes. Ello implica el aprendizaje en Matemáticas y Lengua, pero también el desarrollo de la autoestima, de la creatividad, de la sensibilidad, del bienestar, del compromiso social… Y, para ello, es necesario que mejore el centro educativo en su conjunto y todos y cada uno de los docentes que en el trabajan.
  • Aunque la finalidad última de los procesos de cambio escolar debe ser la consecución de una sociedad más justa. Y ello se consigue con escuelas que trabajen en Justicia Social y desde la Justicia Social. (Murillo y Hernández-Castilla, 2014).

Todas estas ideas trazan nuevas perspectivas que enriquecen, de cara al futuro, la concepción y naturaleza de los procesos de cambio educativo. A continuación nos adentraremos en los factores y las estrategias que, en años recientes, han demostrado ser especialmente eficaces a la hora de conseguir buenos resultados en términos de mejora escolar.

2. ¿CÓMO SON Y QUÉ HACEN LAS ESCUELAS QUE MEJORAN?

No hay una única estrategia de mejora. Joyce (1991) apunta que la mejor estrategia es usar varias de forma complementaria, que mutuamente se apoyan y refuerzan. Como fruto de las lecciones aprendidas en estos últimos años, sabemos que existen determinados factores y estrategias que prueban tener una incidencia más directa en la mejora de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Es decir, que más allá del foco específico que un plan de mejora asume, se observan ciertas regularidades en los modos en los que operan algunas condiciones para su correcta implementación y sostenibilidad (Murillo y Krichesky, 2012).

Hemos resumido en cinco grandes elementos los que configuran las lecciones aprendidas para hoy de medio siglo de Mejora de la escuela. Vamos con ellas.

2.1. La colaboración y el trabajo en red

Si bien las primeras investigaciones que relacionaban la colaboración docente con la eficacia y la mejora escolar datan de la década de los 90 (Harris y Jones, 2010; Krichesky, 2013), es a partir de la entrada del nuevo milenio que empiezan a cobrar fuerza las nociones de “comunidad profesional”, “cultura escolar colaborativa” y “redes de aprendizaje”. En líneas generales, las investigaciones resaltan la presencia de comunidades docentes sólidas como una constante en todas aquellas escuelas que, o bien denostaban buenos resultados de aprendizaje, o bien habían conseguido desarrollar procesos de cambio eficaces.

En este sentido, los hallazgos encontrados por la investigación determinan que aquellas escuelas con un elevado nivel de colaboración entre docentes potenciaba un buen clima de trabajo, la posibilidad de desprivatizar la práctica y compartir las dificultades de enseñanza con colegas, a la vez que fomentaba una buena predisposición hacia la innovación (¡quién teme arriesgarse con un nuevo proyecto si se cuenta con el apoyo del claustro!), etc.

Estas comunidades docentes (posteriormente referidas como “Comunidades Profesionales de Aprendizaje”) orientan además el trabajo colaborativo entre el profesorado hacia tareas explícita y rigurosamente vinculadas a mejorar los procesos de enseñanza (Krichesky y Murillo, 2012; Stoll y Louis, 2007; Stoll, Bolam, McMahon, Wallace y Thomas, 2006; Vescio, Ross y Adams, 2008). Se difundieron así experiencias colectivas de investigación-acción e indagación sobre la práctica que pretendían identificar y analizar problemas de aprendizaje para, de forma conjunta y compartida, intentar resolverlos. De esta manera, se comenzaron a implementar distintos formatos y modalidades de aprendizaje entre los profesores directamente vinculados a las dificultades particulares de cada contexto. Las necesidades de aprendizaje del alumnado se convertían, en consecuencia, en una necesidad de aprendizaje para el cuerpo docente.

Siguiendo a Krichesky y Murillo (2011), es posible caracterizar las Comunidades Profesionales de Aprendizaje por los siguientes elementos:

  • Una cultura de aprendizaje que impregna la vida del centro.
  • Procesos sistemáticos y rigurosos de análisis y reflexión sobre la práctica docente.
  • Espacios de trabajo colaborativos destinados a mejorar los procesos de aprendizaje tanto de profesores como alumnos.
  • Un fuerte sentido de pertenencia que cimienta las bases de una comunidad educativa sólida y cohesionada.

Junto con estas iniciativas, renace con fuerza la idea de “Redes de Aprendizaje” como una forma de colaboración que trasciende los muros escolares para profundizar aún más en este modelo. De esta forma se pretendía reeditar la colaboración entre docentes en una colaboración entre escuelas (Muijs y Rumyantseva, 2014; Muijs, Ainscow, Chapman y West, 2011). Con esta idea, los miembros de distintas comunidades escolares se nucleaban alrededor de redes mediante las cuales podrían compartir tanto experiencias exitosas como problemáticas pedagógicas comunes, potenciando así la difusión de innovaciones y estrategias de mejora entre los centros. Estas redes de aprendizaje potenciaban así la generalización de buenas prácticas y la diseminación de información útil, facilitando así la transferencia de innovaciones, cuando fuera pertinente y adecuado hacerlo. Pero para que todo esto sea factible, las redes deben desarrollar estructuras y procesos que apoyen la mejora de la enseñanza y el aprendizaje, a la vez que impulsar la voluntad de transformación de los participantes en la misma. Una red debería apuntar así a favorecer el desarrollo de la capacidad de cambio de las escuelas de forma lateral y afectando no solo lo que sucede dentro de cada institución sino incluso llegando a trascender los limites organizacionales.

Hopkins (2002) afirma que las redes pueden también actuar como un nexo clave entre las autoridades de la administración y los profesionales de una escuela en cuanto que permitirían abrir un canal de diálogo entre las necesidades de cada contexto y las demandas de la política educativa más fructífero. Al unir sus esfuerzos y participar ya no como escuela individual sino en conjunto con otros centros, las escuelas tendrían la posibilidad de contar con la red como un interlocutor válido (y más potente) a la hora de establecer negociaciones con la administración pública. De esa manera, la lógica centralizadora y los esfuerzos por conservar cierta autonomía en la toma de decisiones se compensarían siempre y cuando la red funcionara como medio para acordar en la implementación de políticas de forma coherente y consensuada.

En este sentido y velando por una mejora sistémica que afecte a todas y no solo a algunas escuelas, Daniel Muijs (2010) defiende el establecimiento de redes alegando que hoy resulta esencial ampliar la mirada y comenzar a considerar a los esfuerzos de colaboración entre los centros como un elemento clave para la mejora educativa. Así, las redes de aprendizaje y la consecuente colaboración entre instituciones se conforman como estrategias de cambio con el potencial para mejorar las escuelas no solo en términos de estándares de rendimiento, sino también en términos de equidad. Las redes más eficaces son aquellas que incluyen, de manera intencional, escuelas de alto y bajo rendimiento con el objetivo de que puedan coordinarse y apoyarse mutuamente.

Las redes deberían estar intrínsecamente alineadas con la comunidad que las envuelve, enfocadas en resolver las problemáticas propias del contexto. En este sentido, las redes han de tender a alentar la implicación de otras instituciones u organizaciones clave para el desarrollo de las escuelas y sus estudiantes, como ser las universidades y los centros de formación del profesorado, los centros de investigación, ONGDs y otros (Murillo, 2009). Se parte así de la premisa de un sistema interconectado en el que se asume que la mejora del contexto externo le permite a la escuela mejorar hacia adentro, y viceversa.

En síntesis, el desarrollo de Comunidades Profesionales de Aprendizaje dentro de las escuelas y las redes de aprendizaje son dos estrategias colaborativas claramente orientadas a mejorar las prácticas de enseñanza y las experiencias de aprendizaje de los estudiantes. No solo brindan nuevos formatos y modalidades de desarrollo profesional para los profesores sino que además permiten repensar y rediseñar la institución educativa a partir de un clima colaborativo y una cultura de aprendizaje.

2.2. La escuela y la comunidad

Las escuelas no son islas. Están atravesadas por una multiplicidad de factores y condiciones externas que las permean con mayor o menor intensidad (cambios sociodemográficos, una crisis económica, evolución en las composiciones familiares, nuevos hábitos de trabajo). La escuela se ve afectada por su contexto y, a la vez, puede tener un fuerte impacto en la comunidad en la que está inserta. La mejora escolar debe ser entendida como un proceso complejo en el que se entrelazan factores pedagógicos, condicionantes políticos y circunstancias institucionales que afectan e inciden en las prácticas de enseñanza y los procesos de aprendizaje. Por eso es que se vuelve trascendental abordarla desde un enfoque ajustado a la realidad específica de la comunidad para así maximizar las posibilidades de éxito de cualquier emprendimiento de mejora educativa.

La implicación de las escuelas con su comunidad a veces se materializa estableciendo asociaciones con otras instituciones educativas (centros de primaria o secundaria, universidades), con organizaciones sociales (ONGDs, fundaciones) o con entidades político-administrativas (municipios). En otros casos, la comunidad puede “entrar” a la escuela a través de proyectos que invitan a las familias u otros agentes de la comunidad a participar de alguna propuesta o programa en concreto. Hay que señalar que existen algunas experiencias en las que la escuela capacita a padres y madres sobre alguna temática relevante (Silins y Mulford, 2004), o los anima a cumplir una función de asesoría en comisiones de trabajo (Stoll, Fink y Earl, 2004).

Hay mucho escrito sobre la participación de las familias en la escuela como estrategia de mejora (p.e. Epstein, 2011). ¿Pero en qué medida puede la implicación de una escuela en su comunidad favorecer y acompañar un proceso de cambio exitoso?

Implicar no es informar. Desde su acepción etimológica la palabra “implicación” proviene del latín im-plicare y significa “envolverse hacia adentro”. Por otra parte la Real Academia Española define actualmente a la implicación como “participación”. Desde esta doble acepción, una escuela implicada con su entorno sería entonces aquella que participa activamente en la comunidad en la que está inserta pero salvaguardando, al mismo tiempo, una mirada introspectiva que le permite estar en contacto con sus propias necesidades. Así se construye una relación nutrida por el interjuego afuera-adentro que permite:

  • Analizar y comprender las dificultades presentes en el centro escolar a la luz de las coyunturas del contexto.
  • Dar respuesta a las problemáticas sociales, culturales y/o económicas de la comunidad a través de intervenciones escolares específicas (p.e. acciones de Aprendizaje-Servicio).
  • Contar con el apoyo y la ayuda de la comunidad frente al desarrollo de planes o proyectos de mejora escolar.
  • Establecer redes de cooperación para el desarrollo de proyectos en conjunto.

En realidad la implicación de una escuela en su comunidad amplía los márgenes de la mejora escolar. Más que una estrategia de cambio es una forma diferente de pensar la mejora educativa: es un proceso que se teje en el interior de la escuela pero que dialoga con su contexto más inmediato.

Y si en verdad las escuelas necesitan el apoyo de su comunidad es esencial que primero la eduquen: que le ayuden a comprender qué es lo que está haciendo, cómo se la puede ayudar. En un intercambio fluido de reciprocidades mutuas, las escuelas deben saber aprovechar los recursos que el entorno tenga para ofrecerle. Pero al mismo tiempo la escuela debe contemplar en sus planes de mejora acciones que tiendan a enriquecer su comunidad para garantizar así un nivel de desarrollo del que, cíclicamente, la escuela también resulte beneficiada.

Como sugiere Chapman (2012), la implicación con la comunidad significa también comprometerse con las escuelas de cercana localización. Esto conlleva la demarcación de acciones (y actitudes) que velen por la mejora de las condiciones de otros centros educativos, no solo del propio, para procurar conformar una red de mejora aunando así esfuerzos, capacidades y recursos en pos de conseguir optimizar todas y cada una de las instituciones. Esto supone:

  • Promover instancias para que los profesores y demás miembros de las comunidades educativas generen visiones compartidas sobre la relación entre mejora educativa y desarrollo social.
  • Desarrollar políticas coherentes para favorecer prácticas conjuntas entre distintos servicios públicos y las escuelas.
  • Crear un sistema en donde se asuman responsabilidades conjuntas ante todos los alumnos de una misma localidad.
  • Generar estructuras y procesos que favorezcan la capacidad de los jóvenes de comprometerse en experiencias de aprendizaje significativas por fuera del ámbito de la educación formal.
  • Construir una generación de líderes que puedan pensar por fuera de su propia institución y comprender el interjuego entre el sistema educativo y otros servicios u organismos públicos.

La implicación con la comunidad puede pensarse entonces como un factor que acompaña los procesos de mejora escolar para lograr un cambio genuino, duradero y sostenible. En esa dirección, las escuelas podrían encabezar procesos de aprendizaje conjunto con sus comunidades para dirigir esa implicación mutua hacia buen puerto (Kaagan y Headley, 2010).

Algunas experiencias de mejora dan muestras de cómo se pueden construir mecanismos de aprendizaje con la comunidad en sus múltiples vertientes:

  • Aprender de la comunidad: algunas escuelas invitan a padres u otros actores de la comunidad a que compartan sus áreas específicas de conocimiento o experiencias personales con los miembros de la institución escolar.
  • Aprender con la comunidad: se trata de experiencias en las que padres y docentes aprenden conjuntamente sobre un tema. Tuvimos la oportunidad de observar una escuela secundaria en la que familias, docentes y alumnos realizaban un curso sobre mediación escolar en un mismo espacio y en igualdad de condiciones.
  • Aprender para la comunidad: las escuelas son espacios en donde se gesta la formación ciudadana: no solo imparten valores, derechos y deberes, sino también hábitos y actitudes que hacen a una mejor convivencia. Se trata de aprendizajes que inciden directamente en el desarrollo de la comunidad como tal. Desde esa perspectiva algunos centros contemplan programas como “alumnos mentores” (en las que los estudiantes mayores ayudan o acompañan a los más pequeños) o incluso las acciones enmarcadas en tareas de Aprendizaje-Servicio.
  • Aprender como comunidad: Una comunidad que aprende o una comunidad profesional de aprendizaje es aquella en la que todos los aprendizajes están focalizados en un mismo objetivo y bajo un mismo parámetro: mejorar la calidad y los resultados de los aprendizajes de todos los estudiantes. En este caso, cuando los miembros de la comunidad aprenden con los profesionales de una escuela lo hacen en respuesta a las necesidades de aprendizaje de los estudiantes a través de una serie de estrategias de capacitación colaborativas (Krichesky, 2013; Bolívar, 2012).

2.3. Las escuelas que queremos, el liderazgo que necesitamos

La investigación y la experiencia nos han confirmado que todos los procesos de cambio escolar eficaces comparten un mismo rasgo común: un o una líder que promueve y sostiene una cultura de aprendizaje y mejora continua en su centro. La cuestión que se plantea es, ¿es la escuela la que hace al líder o el líder hace a la escuela? Y más allá, ¿es posible que una escuela ponga en marcha un proceso de cambio sin el apoyo de la dirección?

Más allá de la particularidad de cada proceso de mejora, se han detectado ciertas características inherentes a las prácticas de liderazgo que han demostrado resultar especialmente eficaces a la hora de establecer cambios sustanciales en las prácticas educativas. De entre todas las propuestas surgidas en estos años (Murillo, 2006), hay tres que nos han parecido especialmente relevantes para la mejora de la escuela: el liderazgo distribuido, el liderazgo para el aprendizaje y el liderazgo para la Justicia Social (Bolívar, López-Yáñez y Murillo, 2013).

a) Liderazgo distribuido

Desde hace ya varios años está en entredicho la idea de un liderazgo ejercido por un superman/superwoman con múltiples competencias y capacidades, y va tomando fuerza la idea del liderazgo como una tarea compartida. Surge así el liderazgo distribuido es un nuevo marco conceptual para analizar y enfrentar el liderazgo escolar. Supone mucho más que una simple remodelación de tareas; implica un cambio radical en la cultura escolar, que entraña el compromiso y la implicación de todos los miembros de la comunidad escolar en la marcha, el funcionamiento y la gestión de la escuela. El liderazgo distribuido aprovecha las habilidades de los otros en una causa común, de tal forma que el liderazgo se manifiesta a todos los niveles (Harris, 2009; Spillane, 2006).

Este planteamiento supone una profunda redefinición del papel del director quien, en lugar de ser un mero gestor burocrático, pasa a ser un agente de cambio que aprovecha las competencias de los miembros de la comunidad educativa en torno a una misión común. Este ejercicio de dirección como liderazgo se ve como una práctica distribuida, más democrática, “dispersada” en el conjunto de la organización, en lugar de ser algo exclusivo de los líderes formales (equipo directivo) (Bennet, Wise, Woods y Harvey, 2003; Harris, Leithwood, Day, Sammons y Hopkins, 2007; Leithwood, Mascall y Strauss, 2009).

También implica un fuerte impulso al liderazgo del profesorado a partir de la formación basada en el centro, estrategia que permite aprender de los compañeros y de los proyectos puestos en práctica. Los directivos facilitan e impulsan el desarrollo profesional, creando una visión compartida de la escuela. Lo que supone romper con el aislamiento y el individualismo de las prácticas docentes, apoyando que la comunidad se mueva en torno a dicha visión (Crawford, 2005).

Con este planteamiento, el directivo identifica, establece acuerdos y metas deseables, estimulando y desarrollando un clima de colaboración, apertura y confianza, lejos de la competitividad entre las partes. Exige la asunción de un papel más profesional por parte del profesorado, quien asume funciones de liderazgo en sus respectivas áreas y ámbitos (Elmore, 2010). El liderazgo comienza a verse menos como de un individuo y más como de una comunidad, asumido por distintas personas según sus competencias y momentos. En esta nueva visión, la principal tarea del director es menos gestionar y más desarrollar la capacidad de liderazgo de los demás, estimulando el talento y la motivación.

Igualmente esta propuesta implica el aprovechamiento de los conocimientos, las aptitudes, las destrezas, el esfuerzo y la ilusión de la comunidad escolar. Con lo que se consigue u mayor compromiso y refuerzo de la profesionalidad de los y las docentes (Mascall, Leithwood, Strauss y Sacks, 2009). El liderazgo distribuido no consiste en delegar o asignar, desde un lugar central, tareas o responsabilidades a los demás, sino de aprovecharlas capacidades y destrezas de todos, pasando funcionalmente de unos miembros a otros según las actuaciones requeridas en cada caso. Así como una mayor coordinación dentro del colectivo de personas que pertenece a la misma comunidad de trabajo y aprendizaje.

En definitiva, con este nuevo enfoque se genera un incremento de la capacidad de la escuela para crecer, para cambiar, para desarrollar su propio proceso de mejora escolar mediante un cambio organizativo y cultural en el que el compromiso y el liderazgo compartido se alzan como protagonistas (Harris, 2009).

b) Liderazgo para el aprendizaje

Los equipos directivos pueden efectivamente marcar la diferencia en la calidad de la enseñanza impartida mediante la modificación de ciertas condiciones estructurales y organizativas en los centros (p.e. Bolívar, 2010, 2012; McBeath, 2011; Stoll, 2009). Se trata de un liderazgo centrado en mejorar el aprendizaje del alumnado, del profesorado y de la propia escuela como organización (Earl y Fullan, 2003).

Este tipo de liderazgo se posa sobre cinco principios fundamentales para su desarrollo en la práctica: centrarse en el aprendizaje como prioridad de la institución educativa, crear condiciones favorables para su desarrollo, promover un diálogo fructífero sobre las prácticas de liderazgo y su impacto en el aprendizaje, compartir y distribuir el liderazgo, y difundir la responsabilidad compartida ante los resultados académicos (MacBeath y Townsend, 2011).

En línea con lo anteriormente expresado, Leithwood, Day, Sammons, Harris y Hopkins (2006) describen cuatro prácticas de liderazgo que tienen un alto impacto en el aprendizaje de los alumnos. Entre ellas se destacan: (a) el establecer una dirección clara para el centro (visión, expectativas, metas del grupo), (b) el desarrollo profesional del cuerpo docente, (c) el rediseño de la organización, y (d) la gestión los programas de enseñanza y aprendizaje. Esto deja entrever que si el principal objetivo es mejorar los resultados de aprendizaje de los estudiantes, se deben para ello modificar aquellas estructuras y condiciones que hacen posible la mejora en el aula, apoyando y estimulando el trabajo innovador del profesorado dentro de la clase.

En esa dirección, se pueden reconocer cinco estrategias clave:

  • Ofrecer espacios para discutir, establecer y comunicar los objetivos de aprendizaje para docentes y estudiantes.
  • Enmarcar el logro de estos objetivos en la vida de las escuelas asegurando que todas las decisiones sobre materiales y recursos, y la organización de los programas de formación docente fueran coherentes con dichas metas.
  • Articular la relación entre las estrategias de enseñanza y los aprendizajes alcanzados, mediante la distribución de distintos formatos para registrar los aprendizajes, y brindando herramientas para analizar dichos datos.
  • Generar normas de responsabilidad colectiva sobre el desarrollo integral de los estudiantes.
  • Cuestionar la cultura docente dominante, favoreciendo la emergencia de diálogos problemáticos y constructivos, invitando a los profesores a adueñarse de los problemas (evitando así el surgimiento de posturas defensivas); y evaluando cómo las creencias y las prácticas de los miembros de la comunidad están, consciente o inconscientemente, contribuyendo a dicho problema.

c) Liderazgo para la Justicia Social

El liderazgo educativo para la Justicia Social es un modelo de liderazgo que pone su foco de atención en la construcción de una organización educativa que trabaje en contra de las desigualdades y por el desarrollo de una sociedad más justa. Aunque la idea no es nueva, en estos últimos años se están multiplicando las aportaciones teóricas y prácticas para su construcción (p.e. Bogotch y Shields, 2014; Bogotch, Beachum, Blount, Brooks y English, 2008; Bolívar, López-Yáñez y Murillo, 2013; Jean-Marie, 2008; Jean-Marie, Normore y Brooks, 2009; Marshall y Oliva, 2006; Morrison, 2009; Murillo y Hernández-Castilla, 2014; Murillo, Krichesky, Castro y Hernández-Castilla, 2010).

Este nuevo enfoque del liderazgo para la Justicia Social (Murillo, y Hernández-Castilla, 2014) se fundamenta en la idea de que los líderes educativos no sólo tienen la obligación social y moral de fomentar unas prácticas, procesos y resultados escolares más equitativos para estudiantes de diferente procedencia socioeconómica, cultural, étnica, de capacidad, género u orientación sexual, o acabar con cualquier tipo de exclusión o marginación que se de en la escuela, sino que debe trabajar por contribuir a la construcción de una sociedad más justa y equitativa (Murillo, Krichesky, Castro y Hernández-Castilla, 2010).

Este planteamiento parte y se retroalimenta de otras propuestas de las anteriores propuestas de liderazgo distribuido, para el aprendizaje; sin embargo, es importante destacar que estos enfoques, por sí solos, no lleva necesariamente a la Justicia Social y a la equidad. Este proceso no es suficiente, para que esté enfocado a la Justicia Social ha de tener necesariamente “contenidos” vinculados a la justicia, a la equidad, el respeto por la dignidad de los individuos, la participación y el trabajo por el bien común. También es necesario subrayar que el liderazgo para la Justicia Social es más un liderazgo ético que técnico (Dantley y Tillman, 2006; Dotger y Theoharis, 2008). Es un liderazgo más de actitudes y de influencia que de técnicas y gestión de recursos (Cambron-McCabey y McCarthy, 2005; Capper, Theoharis y Sebastian, 2006). De esta forma, lo que caracteriza al liderazgo que trabaja para la Justicia Social es tanto el estilo como las prácticas o los valores que se promueven: el interés y el trabajo por el bien común, por lo colectivo; el trabajo para que todos y cada uno de los estudiantes aprendan, el fomento por la equidad, por la participación, el respeto por el valor y la dignidad de los individuos y sus tradiciones culturales, y la lucha por una sociedad diferente (Frattura y Capper, 2007; Furman, 2012; Hernández-Castilla, Euán e Hidalgo, 2013; Theoharis, 2007).

Algunas de las prácticas de aquellos líderes que fomentan y logran una escuela que trabaje en y para la Justicia Social son las siguientes (Murillo y Hernández-Castilla, 2014):

  1. Soñar una escuela justa y que contribuya a la Justicia Social y ser capaz de entusiasmar a la comunidad escolar y dar los pasos para conseguirlo.
  2. Trabajar en el cambio cultural de la escuela, para lograr una cultura escolar en y para la Justicia Social.
  3. Potenciar el desarrollo personal, social y profesional de todos los miembros de la comunidad escolar.
  4. Favorecer procesos de enseñanza y aprendizaje eficaces y centrados en una educación en Justicia Social.
  5. Potenciar la creación de Comunidades Profesionales de Aprendizaje.
  6. Promover la colaboración entre la escuela y la familia, potenciando el desarrollo de culturas educativas en las familias.
  7. Expandir el capital social de los estudiantes valorizado por las escuelas.

2.4. Foco en la enseñanza y en el aprendizaje

Las escuelas que mejoran lo hacen, fundamentalmente, porque entienden que el aula es el núcleo del cambio (Hargreaves y Fullan, 2014). Los centros que consiguen buenos resultados de aprendizaje poseen una mirada centrada en aspectos netamente pedagógicos y consignan una gran importancia a las prácticas de enseñanza y a los procesos de aprendizaje. De hecho, muchas de las reformas centralizadas no logran optimizar la calidad educativa a gran escala justamente porque la mayor parte de las veces no logran impactar en aquello que sucede dentro del aula de clases en todas y cada una de las escuelas.

En esa línea, Elmore (2010) argumenta que las políticas de mejora tienen éxito o fracasan en la medida que saben o no desarrollar la capacidad de las escuelas para tomar control de su práctica pedagógica y construir una organización cohesionada en torno a ideas robustas relacionadas con el aprendizaje. De lo contrario y como suele ocurrir, la grandilocuencia del discurso político resta lugar a la practicidad en el aula.

Sabemos también, gracias a la investigación sobre Eficacia Escolar, que lo que más incide en los resultados de aprendizaje del alumnado es aquello que sucede dentro del aula (Murillo, 2005, 2007; Murillo, Martínez-Garrido y Hernández-Castilla, 2011). Paradójicamente, son pocas las experiencias de mejora que han registrado transformaciones significativas en las prácticas docentes como estrategias de cambio exitosas.

Ante este escenario se torna esencial clarificar cuáles son los caminos que conducen a una mejora sustancial de la enseñanza en detenimiento del desarrollo de todos los estudiantes.

En primer lugar, conviene recordar que hoy la mejora escolar no puede deslindarse de un fuerte sentido de autonomía institucional. Es decir, que es importante que cada escuela, atendiendo a sus propias necesidades y consciente de sus fortalezas, emprenda un proceso de mejora fuertemente arraigado a su realidad y sus posibilidades. Eso no significa que cada escuela opera de forma aislada o desconectada de su entorno, todo lo contrario. Pensar en la escuela como centro del cambio significa que a su alrededor orbitan muchas otras instituciones que deben estar al servicio de sus demandas.

Ahora bien, si la escuela es el centro del cambio, el aula ha de erigirse como el núcleo de su mejora. Esto implica que, de la misma manera en la que la escuela ha de dialogar con otras organizaciones de la comunidad desde una posición bien céntrica, las distintas dimensiones del ámbito escolar deben estar al servicio de enriquecer y acompañar aquello que sucede dentro del aula. En otras palabras, es importante que existan relaciones recíprocas entre el afuera y el adentro del aula, y siempre al servicio de mejorar la experiencia educativa del alumnado.

Desde esta perspectiva la mejora de la escuela descansa sobre la base de ciertas condiciones escolares que permitan a todos los estudiantes sacar el máximo provecho de la experiencia áulica. Chapman (2012) explica así que la mejora escolar debe apuntar entonces a la optimización de estructuras y procesos que apoyan la enseñanza eficaz y el aprendizaje sostenible. Entre algunas de las principales estrategias destaca:

  • El desarrollo de altas expectativas y normas culturales compartidas entre los miembros de la comunidad escolar
  • El uso de datos para identificar fortalezas y debilidades organizativas y así tomar decisiones bien informadas
  • Invertir en el desarrollo personal y profesional de las personas
  • Generar un buen clima escolar y garantizar un buen clima de aula
  • Aplicar mecanismos de rendición de cuentas apropiados
  • Utilizar un buen criterio para seleccionar y adaptar las presiones de reforma que provienen de la administración pública.

2.5. Entre la rendición de cuentas y la responsabilidad

Hace ya unos años que el foco en los aprendizajes del alumnado ha alcanzado dimensiones casi inauditas a merced del llamado movimiento a favor de la rendición de cuentas (accountability). En las últimas décadas los ministerios de Educación han procurado hacer un seguimiento de los resultados de aprendizaje de cada una de las escuelas a través de la implementación de sofisticados sistemas de exámenes externos, tanto a escala local como nacional e internacional. A través de estos instrumentos se han configurado políticas de rendición de cuentas muy enfocadas en la cuestión de la performance y el uso de estándares de rendimiento. La primera de ellas, en tanto mecanismo de supervisión, se instrumentó particularmente a partir de las inspecciones, la evaluación de los centros por parte del gobierno, y el desarrollo de tablas comparativas en relación a los resultados obtenidos en cada escuela. Por otra parte, el uso de estándares se vio representado por el establecimiento de objetivos, altas expectativas de logro y un monitoreo constante en esa dirección. Estos dos componentes se han solidificado en estos últimos años y hay quienes arguyen que han dominado en gran medida el panorama educativo (Harris y Chrispeels, 2008).

Según Elmore (2010), la política educativa define a la rendición de cuentas entre los márgenes de cuatro ideas esenciales: (a) la escuela es la unidad básica a cargo de la educación y, por ende, el lugar donde los profesores y directivos deben rendir cuentas; (b) las escuelas deben rendir cuentas por el rendimiento de los alumnos, generalmente definido como el desempeño en diferentes pruebas de contenidos académicos; (c) el desempeño de los alumnos de cada escuela se mide en términos de un conjunto de estándares externos que definen los niveles aceptables de rendimiento exigidos por los diferentes estados; y (d) la evaluación del desempeño de la escuela suele ir acompañada de un sistema de recompensas, castigos, y/o estrategias de intervención, orientados a recompensar a las escuelas exitosas y a intervenir o cerrar aquellas con bajo rendimiento.

Los sistemas de rendición de cuentas externos han despertado no pocas tensiones. Las problemáticas que surgen a partir de ellas son resultado de la inconsistencia entre los valores individuales, las expectativas compartidas, y los mecanismos a través de los cuales los miembros de una comunidad escolar rinden cuentas por lo que hacen (Elmore, 2003). En otras palabras, existen algunas posiciones aparentemente enfrentadas o contradictorias entre lo que un colectivo docente considera que es una “buena práctica de enseñanza”, generalmente situada en un determinado contexto, y la forma en la que la administración pública monitorea los resultados de dicha práctica bajo controles estandarizados.

Elmore propone algunas ideas interesantes en relación a cómo superar las tensiones que generan las culturas de rendición de cuentas externas al interior de los centros docentes, de cara a aprovechar estos nuevos mecanismos como insumo de mejora. Empieza por remitirse a un principio de reciprocidad que define a través de una simple expresión: “por cada unidad de desempeño que requiero de ti te debo una unidad de capacidad para producir ese resultado” (Elmore, 2010:87). Con ello, Elmore intenta explicar que cualquier persona o sistema que demande ciertos resultados a terceros, debe primero garantizar todas las condiciones necesarias para desarrollar las capacidades que puedan generar efectivamente esos resultados. Desde esta perspectiva, cualquier proceso que implique rendir cuentas debe comenzar por brindar todos los recursos necesarios para que quienes deban afrontarlas cuenten con las herramientas y capacidades necesarias para alcanzar buenos resultados.

Por otra parte, Elmore (2003, 2005) defiende la importancia de desarrollar procesos de rendición internos. Según el autor, para que las escuelas puedan responder adecuadamente a los requerimientos de una rendición de cuentas externa, primero deben desarrollar buenos sistemas de rendición internos. Es decir que las escuelas deben primero contener un amplio abanico de soluciones al problema de cómo responder a los requisitos externos, dependiendo de las soluciones que se hayan encontrado al interior de la escuela. Dicho en otros términos, las escuelas que ya cuenten con culturas de evaluación y rendición internas estarán mejor preparadas para responder a las presiones políticas provenientes de la administración pública u otros organismos.

A su vez, las escuelas que tienen sólidos sistemas internos de rendición de cuentas también suelen poseer un gran nivel de acuerdo entre los miembros de la organización respecto de las normas, valores y expectativas que conforman su trabajo. En esta dirección, la existencia de un sólido sistema de rendición de cuentas interno es condición para una respuesta efectiva de la escuela ante las exigencias externas (Elmore, 2010).

Desde una línea muy similar, Hopkins (2007) aboga por construir “sistemas de rendición de cuentas inteligentes” en las que exista un cierto equilibrio entre las demandas externas y la capacidad interna de los profesionales de cada escuela para responder a ellas. Con ello, este autor británico defiende la necesidad de incrementar el sentimiento de responsabilidad de los profesores frente a los resultados de aprendizaje de sus estudiantes mediante una serie de estrategias tales como: a) estimular el uso de una evaluación docente sistemática, b) concordar objetivos o metas de abajo-arriba, c) establecer medidas de valor agregado con respecto a la actuación del centro, y d) incentivar a que cada centro haga público su perfil de fortalezas y debilidades a su comunidad escolar brindando así una imagen más clara de su actuación y desempeño como institución educativa. Estas acciones pretenden, en definitiva, profesionalizar el trabajo docente a través del compromiso y la implicación en la evaluación global del centro en el que trabajan.

Rendir cuentas por los resultados de aprendizaje del alumnado es un acto de responsabilidad y es fundamental que las estrategias de enseñanza sean objeto de análisis y reflexión constante para poder hacer cada vez más visibles los procesos que provocan dichos resultados. Para que eso efectivamente suceda, se requieren ciertas condiciones que de forma simultánea promuevan:

  • un mayor sentido de responsabilidad docente ante procesos de aprendizaje, es decir, no culpabilizar al alumnado por sus fracasos,
  • generar valores y expectativas compartidas para acordar sobre cuáles serán los estándares de desempeño esperados,
  • sistematizar rutinas para realizar un buen seguimiento de la evolución de los aprendizajes, e
  • internalizar la presión por mejorar para desarrollar culturas de aprendizaje docente.

Tal como afirma Elmore (2010:150), “la presión creciente para que las escuelas rindan cuentas por el rendimiento escolar y por la calidad de la educación es un sello distintivo de la etapa actual de la reforma educacional”. El grado de equilibrio que cada escuela logre alcanzar entre la presión externa por visibilizar sus resultados y la mejora interna de sus procesos, es lo que le permitirá sostenerse en una posición firmemente arraigada en un cambio focalizado en la mejora de los aprendizajes.

2.6. Niveles de mejora y conversaciones inteligentes

En estos últimos años y sobre la base de las problemáticas detectadas en etapas anteriores, se han elaborado nuevas premisas sobre la forma de encarar los procesos de cambio en las escuelas. Por un lado, la idea de que "la escuela es el centro de cambio", es actualmente objeto de matización y reajuste (Murillo, 2009). Esto se debe a la ineficacia y la inequidad del enfoque que en su momento generó este planteamiento: el diseño de las reformas de abajo hacia arriba, que da por supuesto que cualquier escuela en cualquier escenario es capaz de encabezar procesos de cambio por su propia iniciativa y por sus propios medios. Según el autor, esta idea resulta “no sólo excesivamente optimista, sino irreal” (Murillo, 2009:2) en tanto no todas las escuelas cuentan con la misma capacidad interna para organizarse y concretar un plan de mejora.

Hoy se mantiene la idea de que la escuela es el centro del cambio pero sin por ello desestimar los esfuerzos y el acompañamiento que las administraciones públicas deben aportar a los procesos de mejora impulsados por los centros (Murillo, 2009). Dicho de otra forma, si la escuela es el centro del cambio, es posible asumir que existen otros organismos a su alrededor que deben acompañarla y apoyar sus esfuerzos de mejora con asesoramiento y formación, entre otros.

Desde esta perspectiva, como señala Murillo (2011), el papel de la Administración educativa consistiría en promover los recursos y servicios necesarios para que cada escuela pueda generar y sostener sus propios procesos de cambio. Pero también intervenir directamente en aquellos centros que así lo requieran. Se trata de establecer un “contrato diferencial” entre la Administración y las escuelas, de tal forma que aquellas con una mayor capacidad para poner en marcha procesos de cambio por sí solas, tengan una mayor autonomía; mientras que las que tienen dificultades para iniciar y mantener procesos de transformación exitosos, reciban un mayor apoyo por parte de las administraciones.

De esta forma, la escuela continuará siendo el centro del cambio pero esta vez en estrecha colaboración con la administración pública y otras organizaciones. Se torna para ello indispensable desarrollar una relación horizontal entre el sistema y las unidades que lo componen, considerando diferentes tipos de apoyos según la situación particular de cada escuela. Así, se resalta la necesidad de una diálogo "inteligente" entre las escuelas y el contexto político, administrativo, social y educativo en el que éstas se desenvuelven (Bolívar, 2008, 2012; Hopkins, 2007; Murillo, 2012).

Se plantea así la necesidad de pensar la mejora escolar por medio de acciones y respuestas más amplias y mejor coordinadas, abordadas desde un enfoque sistémico que implique un apoyo mutuo entre el afuera y el adentro de las escuelas. Para que cada centro logre convertirse en una excelente escuela se requiere de una relación lateral y recíproca entre las escuelas y la administración pública, en la que ésta última brinde un nivel de presión y apoyo óptimos para impulsar y colaborar en los procesos de mejora de los centros educativos.

En este marco, el objetivo principal de este planteamiento consiste en minimizar las notorias desigualdades en los resultados académicos de modo que todos los estudiantes desarrollen su potencial en su paso por la escuela. En línea con esta argumentación, asumir una perspectiva de Justicia Social frente a la tarea educativa implica una negación rotunda por aceptar que el contexto resulte un factor determinante en el logro académico y social de los alumnos (Hopkins, 2007). Para que esto pueda concretarse, es decir, para que toda escuela logre ser una buena escuela es necesario:

  • Establecer un equilibrio inteligente entre las iniciativas de cambio locales y las exigencias de mejora centralizadas.
  • Desarrollar la capacidad local de los centros.
  • Diseñar el sistema educativo de forma tal que los centros cuenten con la suficiente independencia para innovar y ser selectivos a la hora de adaptar los cambios externos para sus propios propósitos internos.
  • Centrarse en lo que acontece en las aula.
  • Prestar particular atención a cómo se organizan los recursos disponibles en el centro de cara a los procesos de mejora.
  • Contar con una cultura positiva hacia el aprendizaje y la enseñanza.
  • Desarrollar liderazgos sistémicos que se preocupen por y trabajen para el éxito no solo de su escuela sino también de muchas otras (Hopkins, 2007).

Se requiere así de una “tensión creativa” entre los cambios de abajo-arriba y de arriba-abajo que conjugue, como decíamos en el apartado anterior, la rendición de cuentas externa con los procesos de evaluación internos de cada escuela. Es decir, que cada centro pueda simultáneamente atender a las demandas del estado o la sociedad a la vez que concienciarse y asumir sus propias fortalezas y debilidades como institución educativa. La profesora Linda Darling-Hammond (2001) expresa esto con claridad al instar a los gobiernos a que desarrollen políticas que mantengan el frágil equilibrio entre los estándares externos que estimulan la mejora y la autonomía escolar que constituye el motor del cambio interno.

Desde esta perspectiva y para que toda escuela sea una buena escuela resulta indispensable que el sistema educativo traslade el foco de atención desde la prescripción nacional hacia la profesionalización, estimulando que sean los propios centros los que lideren la mejora, a través del desarrollo de su capacidad interna plasmada en el incremento de su capital social, organizacional e intelectual. Las claves para conseguirlo descansarían sobre la base del aprendizaje personalizado, la enseñanza profesional, las redes, la colaboración y una rendición de cuentas inteligente, todo ello moldeado a través del ejercicio responsable de un liderazgo sistémico (Hopkins, 2007).

3. ¿MEJORA DE LA ESCUELA PARA QUÉ? HACIA UNA EDUCACIÓN PARA LA JUSTICIA SOCIAL

La mejora de la escuela no puede constituirse como un fin, sino como un medio para un cambio real de la sociedad. Trabajar desde la escuela para una sociedad más justa es, hoy por hoy, una necesidad (Murillo y Hernández-Castilla, 2014).

Podemos partir de la provocativa premisa (Murillo y Hernández-Castilla, 2014) de que sólo si un centro educativo se plantea explícitamente luchar contra las desigualdades estará trabajando por una sociedad más justa; en caso contrario, seguramente estará contribuyendo a la reproducción de las desigualdades sociales. Con ello es posible postular la importancia de que la lucha de las desigualdades y a favor de una mayor Justicia Social debería formar parte de los proyectos educativos, de los objetivos que se plantean y, por supuesto, de las acciones que se llevan a cabo.

Pero trabajar para la Justicia Social solo puede hacerse si se combina un trabajo en Justicia Social junto con un funcionamiento desde la Justicia Social. La idea es sencilla, para construir una sociedad más justa es necesario que los alumnos conozcan esos elementos y tengan competencias y capacidades para modificar la situación, pero también mediante una escuela justa. Para entender esa idea podemos recurrir a la analogía de la educación para la democracia, si queremos una educación que contribuya a una sociedad más democrática necesitamos, en primer lugar, que los estudiantes conozcan cauces institucionales de participación, pero también que sepan expresarse en público para defender las ideas propias, así como actitudes favorables a la participación… entre otras cosas. Pero estaremos de acuerdo que no puede enseñarse democracia con instituciones autoritarias, por lo que es condición sine qua non que las escuelas sean democráticas, que funcionen desde la democracia.

Si se quiere colaborar en la construcción de una sociedad más justa es necesario, en primer lugar, “cambiar las personas”, como decía Freire, hacer de los estudiantes agentes de cambio social. Y, para ello, es necesario incluir en el curriculum temas de Justicia Social desde una perspectiva que parte de las experiencias de los estudiantes y poco a poco va profundizando hacia una perspectiva crítica de lo que le rodea, y hacia una acción directa enfocada al cambio social (Adams, Bell y Griffin, 2007; Cipolle, 2010, Schniedewind y Davidson, 2006; Zajda, Majhanovich y Rust, 2006). Así, solo a modo de mínima orientación, una educación en Justicia Social necesita un proceso que contenga estos elementos:

  1. Autoconocimiento y autoestima. Se fomenta que los estudiantes aprendan acerca de quiénes son y de dónde vienen. En el aula se cuida la dignidad de su cultura, capital social, capacidad, etnia, religión, color de piel, género, orientación sexual, etc. Los estudiantes aprenden sobre diferentes aspectos de su identidad y su historia. Se trabaja sobre los estereotipos negativos asociados a las identidades de los estudiantes.
  2. Respeto por los otros. Se pretende que los estudiantes compartan con sus compañeros sus conocimientos sobre su propio contexto cultural. El objetivo es crear un clima de respeto a la diversidad, donde los estudiantes aprenden a escuchar con interés, cercanía y empatía las experiencias de sus compañeros. Los estudiantes “derriban” los estereotipos sobre las identidades de sus compañeros.
  3. Abordan aspectos sobre la injusticia social. De "celebrar la diversidad" a analizar cómo ésta ha impactado de manera desigual en los diversos colectivos de personas. Los estudiantes aprenden sobre la historia del racismo, el sexismo, el clasismo, la homofobia, la intolerancia religiosa, etc., y cómo estas formas de opresión han afectado a las diferentes comunidades. Buscan relaciones que muestren cómo las raíces históricas de la opresión impactan en las experiencias vitales y en las condiciones materiales de las personas en la actualidad.
  4. Movimientos sociales y cambio social. Se trabajan ejemplos de acciones en contra de los problemas sociales actuales llevados a cabo tanto por personas emblemáticas como por movimientos sociales. La idea es pasar a contrarrestar el desánimo y pasividad, de manera que entiendan que el trabajo conjunto de gente corriente puede generar cambio.
  5. Despertar la conciencia. Se proporcionan oportunidades para que los estudiantes enseñen a otros acerca de lo que han aprendido sobre estos temas. Esto permite que se apasionen con estos temas y se conviertan en defensores mediante la sensibilización de otros estudiantes, docentes, familiares y miembros de la comunidad. Es importante reconocer que, si bien la sensibilización es un precursor necesario e importante para la acción, por sí misma no se traduce en el cambio.
  6. Pasar a la Acción Social. Se facilitan ocasiones para tomar medidas sobre aspectos que afectan a los estudiantes y sus comunidades. Los estudiantes identifican los problemas sobre los que sientan pasión y adquieren las competencias para comenzar a cambiarlos.

Son ideas heredadas de Freire cuando defendía que para que el hombre se educara, se liberara, necesitaba reflexionar sobre lo que es y sobre su situación de tal forma que le lleve a “emergerse” de la realidad para transformarla, realizar y proyectar su esencia sobre ella: humanizarla” (Freire, 1972).

Pero eso no es solo necesario, es imprescindible que las escuelas sean justas. Su funcionamiento organización y cultura sean socialmente justas y fomenta la Justicia Social.

Partiendo de una concepción multidimensional de Justicia Social conformada por tres elementos: Redistribución, Reconocimiento y Representación (o Participación) (ver Murillo y Hernandez-Castilla, 2011), vamos a hacer una propuesta de factores a considerar en esas escuelas que trabajan desde la Justicia Social (Murillo y Hernández-Castilla, 2014).

a) A partir de la idea de Justicia Social como Redistribución, una escuela justa se define por una serie de elementos agrupados en tres grandes bloques: su cultura, el compromiso de todos por seguir aprendiendo, y el desarrollo de procesos de enseñanza y aprendizaje justos. Veámoslos brevemente.

El primer elemento que caracteriza y define las escuelas justas es tener una cultura escolar para la Justicia Social. Esto se concreta en:

  • Poseen unos objetivos explícitos, conocidos y compartidos por la comunidad, centrados en el conseguir el máximo desarrollo de todos los estudiantes y la lucha por la Justicia Social.
  • Comparten valores, actitudes y normas que fomentan la inclusión y el aprendizaje de todos y cada uno, evitando toda forma de exclusión, marginación y discriminación.
  • Participan de una cultura de apoyo diferencial, de tal forma que gocen de más soporte aquellos que por “azares de la naturaleza” tengan mayores dificultades para conseguir el máximo desarrollo, bien sea por capacidad, nivel socio-económico y cultural de la familia, conocimientos previos, cultura, lengua materna…
  • Mantienen altas expectativas hacia los estudiantes, hacia los docentes y hacia las familias conforman la marca definitoria de la cultura de ese centro. Se nos hace difícil imaginar un centro que trabaje por una educación para todos y con todos, no confiando en que todos pueden aprender. Y si tiene altas expectativas, ofreces todos las oportunidades para que los niños, niñas y adolescentes se desarrollen al máximo,
  • Trabajan en equipo como forma cultural del centro: “aquí hacemos las cosas juntos, acertamos y nos equivocamos juntos”. La acción solitaria, por muy bien intencionada que sea, difícilmente puede construir una sociedad solidaria y de apoyo mutuo.
  • Se comprometen y tienen sentido de pertenencia. Los y las docentes están fuertemente comprometidos con sus estudiantes, con la comunidad en la que se inserta el centro, con la educación, con la sociedad. Sienten el centro como suyo y trabajan duro para mejorarlo.

La segunda característica encontrada en las escuelas justas es el compromiso de toda la comunidad de aprender partiendo de los principios de aprendizaje de todos, apoyo y colaboración. Así encontramos:

  • Múltiples muestras de apoyo entre docentes y con otras instancias internas y externas al centro. Los profesores piden y dan ayuda constantemente, como muestra de un compromiso colectivo, sobre la forma de abordar un contenido, una metodología, una dificultad, una estrategia para mejorar…
  • El Aprendizaje de todos como una estrategia de dar una adecuada respuesta al reto que supone enfrentarse (ponerse frente a) cada nuevo día a estudiantes diferentes. La idea es sencilla, sólo seremos capaces de conseguir que todos los estudiantes aprendan si todos aprendemos.
  • Una actitud explícita, en palabras y hechos, hacia la innovación, hacia el abordaje de nuevos desafíos mediante nuevas respuestas. Si la autocomplacencia es un pecado para cualquier docente, en el caso que se trabaja ante el reto de lograr una sociedad más justa, lo es mortal.

La tercera es el desarrollo de procesos de enseñanza justos. Ello implica elementos tales:

  • La consideración de que la finalidad es el desarrollo integral de los estudiantes, lo que incluye no solo su desarrollo cognitivo, afectivo y psicomotor.
  • Cuida el desarrollo de la creatividad y la innovación estética de todos los estudiantes.
  • Propicia el pensamiento crítico y el desarrollo de valores radicalmente democráticos en fines y medios.
  • Ocuparse muy especialmente de la autoestima y del bienestar de los estudiantes. Como vimos en la educación en Justica Social el primer paso es que los alumnos se valoren, porque solo así puedes buscar metas más altas y pueden buscar la valoración del otro.
  • Hacer que la atención a la diversidad sea un hecho, con de tal forma que la enseñanza y su evaluación se adapte a las características, estilos, expectativas, capacidades, situación previa y necesidades de cada estudiante. Nada hay más injusto que un trato igual para personas diferentes.
  • Tener un currículo centrado en la educación de la persona como miembro de una comunidad socialmente cohesionada e incluye en él, como parte visible en todos su elementos, asuntos relacionados con el género, la cultura, la equidad y la etnia.

b) Desde la consideración de Justicia Social como Reconocimiento se nos muestra una escuela que busca un cambio cultural en la sociedad: un cambio de valores que suponga la reevaluación ascendente de las identidades no respetadas o sus productos culturales. De esta forma se reconocen, valoran y respetan las diferencias por género, clase social, cultura, etnia, orientación sexual. Algunas de las características de las escuelas que trabajan por la Justicia Social partiendo de esta dimensión de reconocimiento son:

  • Los y las docentes son conscientes de la importancia de las diferencias por clase social, cultura, género y sexualidad, y la complejidad en lo relativo a valoración de sus representaciones y complejas luchas por el reconocimiento que implican.
  • Se trabaja por construir un currículo multicultural que contribuya a transformar las condiciones sociales, culturales y estructuras institucionales que generan esas representaciones. Se valoran las diferentes tradiciones de conocimiento sin menospreciar ninguna de ellas.
  • Se fomenta el pensamiento crítico, el razonamiento ético y la denuncia de las situaciones actuales. Como antes decíamos, se pasa de “celebrar la diversidad” a analizarla en su contexto. Se respetan las diferencias pero no se esencializan.
  • La cultura escolar se fundamenta en la solidaridad en la diferencia. De esta forma, se empodera a los estudiantes analizar y entender los diferentes puntos de vista y los valores diferentes sociales existentes. De manera que se fomenta la idea de interdependencia y de responsabilidad individual y colectiva por la sociedad y su destino.
  • Se estiman los aspectos culturales, lingüísticos, y las experiencias que los alumnos y las familias traen consigo a la escuela. Se valoran y constituyen un material apreciado para trabajar en la clase.
  • La estrecha colaboración escuela-hogar es una de las características definitorias. Se trabaja, con humildad y persistencia, por lograr que la escuela y el hogar compartan una misma cultura educativa. Pero no imponiendo la superioridad de una sobre otra, sino conociéndose y construyendo juntos.

c) Desde la consideración de la Justicia Social como Participación y Representación, una escuela socialmente justa trabaja para fomentar el compromiso y la participación de toda la comunidad escolar tanto en aspectos curriculares como en la organización y funcionamiento de las aulas y la escuela en su conjunto, de tal forma que implica una modificación de la escuela en su concepción tradicional. Algunas notas características son las siguientes:

  • Existe una cultura de respeto a todos los estudiantes como personas responsables de su futuro y que participan activamente en su formación.
  • Se cuida la participación de todos y todas, fomentando muy especialmente la implicación y representación de colectivos tradicionalmente marginados.
  • Las aulas se organizan democráticamente, con asambleas, donde se discuten todas las decisiones que afectan a su aprendizaje; por ejemplo  la forma de organizarse, los contendidos a tratar, las estrategias didácticas o la manera de evaluar.
  • La escuela en su organización y funcionamiento se basa en las decisiones de la comunidad escolar en su conjunto: docentes familias, estudiantes, personal no docente. Se potencia que haya reuniones abiertas de forma periódica, de tal forma que no se restrinja a la participación en órganos tales como el consejo escolar o el claustro.
  • Se trabaja por conseguir un liderazgo distribuido. Aunque este punto se abordará más adelante, estas escuelas trabajan por fomentar el liderazgo de los docentes y de la comunidad, de tal forma que las decisiones y responsabilidades se reparten y comparten.
  • Apertura al entorno es otra de las características. La escuela trabaja con asociaciones locales, potencia el desarrollo de su comunidad, se implica en eventos del barrio, con el barrio y para el barrio…

4. EL OPTIMISMO COMO LECCIÓN APRENDIDA

Las escuelas no pueden ser, al mismo tiempo, la causa del fracaso y la fuente del éxito educativo. Presionar a las escuelas para que cambien sin recursos y apoyos que les permitan efectivamente modificar las condiciones pedagógicas e institucionales que sostienen, por ejemplo, prácticas de enseñanza empobrecidas, es sencillamente una atrocidad. Y cuando hablamos de recursos, nos referimos no solo –que también– a recursos económicos o a condiciones dignas de trabajo de los docentes, hablamos de apoyo, de conocimientos, de confianza, de compromiso… En tiempos en los que la escuela se convierte en un blanco predilecto por parte de buena parte de la crítica política y social, se requieren de nuevos formatos para repensar el cambio educativo y la mejora escolar.

En el panorama internacional conviven actualmente distintas formas de encarar el cambio en educación. Persisten, por un lado, reformas que promueven la mejora de manera estandarizada a través de la imposición de estándares, diseños curriculares uniformes y evaluaciones externas. Existen también políticas que responden a una lógica de mercado, apelando a la competencia como motor de mejora y a los incentivos económicos como instrumento de presión. Otras reformas se basan, en cambio, en la dotación de niveles equilibrados de presión y apoyo por parte de la administración pública en la que coexisten evaluaciones externas estandarizadas, por ejemplo, con estrategias de apoyo focalizadas y específicas para satisfacer las necesidades propias de cada escuela (Hargreaves y Shirley, 2012).

Si para cambiar hay que aprender a hacer las cosas de forma diferente, para mejorar es imprescindible una dosis de esperanza y optimismo. Los esfuerzos por innovar en la enseñanza no solo deben estar bien argumentados y fuertemente arraigados a los aprendizajes de los estudiantes, sino que además deben embeberse de una firme creencia de que es posible conseguir mejores escuelas para todos.

Porque esa debe ser la gran lección aprendida de este medio siglo de ímprobos esfuerzos: es posible mejorar las escuelas, la educación. Cierto es que la tarea resulta en extremo compleja, tanto que algunos centros se sienten incapaces de encararla. Aunque quizás habría que defender que, más que posible cambiar, es necesario hacerlo. Necesitamos una mejor educación para conseguir una mejor sociedad, una sociedad más justa.

En estas hojas hemos intentado tímidamente reflejar qué hemos aprendido, qué se sabe para mejorar las escuelas. Seguramente en unos años habrá que reescribir el artículo insistiendo de nuevo en qué fallos hubo y cuáles son los nuevos caminos. Pero si este texto ayuda a que un solo docente de una única escuela tenga información que le ayude a tomar mejores decisiones, el esfuerzo sin duda habrá merecido la pena.

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