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UN BALANCE PROVISIONAL SOBRE LA CALIDAD EN EDUCACIÓN:
EFICACIA ESCOLAR Y MEJORA DE LA ESCUELA {*}

Mercedes Muñoz-Repiso y F. Javier Murillo

 

La palabra calidad es ambigua, por eso es preciso comenzar por delimitar sus ámbitos de referencia y los dos planos incluidos en el concepto: el de los fines y el de los medios. Los fines pertenecen al mundo de los valores y en cambio los medios o procesos deben basarse en el conocimiento adquirido por la investigación y la práctica. Para la educación en este momento es fundamental replantearse los “porqués”  y no solo las cuestiones instrumentales. En cuanto a los medios o procesos para lograr una mayor calidad, dos tradiciones investigadoras, las de eficacia y mejora escolar, aportan evidencias acerca de cuáles son los factores que inciden más en los logros de los alumnos y por qué procesos se llevan a cabo los cambios. Estas tradiciones han ido haciéndose más complejas con el tiempo y mejorando sus teorías al ser contrastadas con evidencias empíricas, de modo que pueden proporcionar valiosas aportaciones a la práctica educativa.

 1. CAUTELAS PARA UN BALANCE

De la calidad se puede decir lo que San Agustín en sus Confesiones decía del tiempo: “cuando no me preguntan, sé lo que es; cuando me preguntan, no lo sé”. Es ese tipo de términos al que todos nos referimos, dando por supuesto de qué se trata, y cuyo sentido, sin embargo, pocas veces hacemos explícito. Por eso da cierto reparo volver a usar estapalabra, manida donde las haya, que no se nos ha caído de la boca (o de la tecla del ordenador) en los últimos diez o quince años. En todos los ámbitos de la vida se habla de calidad y uno está tentado de recordar el refrán “dime de qué presumes y te diré de qué careces”, porque, a veces, lo que se nos ofrece como calidad de vida o como producto de calidad está a bastante distancia del arquetipo de una y otro que algunos tenemos en mente. Ironías aparte, éste es un buen ejemplo de que no se trata de un concepto en absoluto unívoco, sino que se usa en muy diferentes sentidos y para nombrar realidades y aspiraciones tan distintas que pueden ser incluso contradictorias entre sí. Estas contradicciones internas pueden surgir en cualquier ámbito, incluso en el aparentemente sencillo de la producción de bienes, donde parece estar claro que calidad es la conformidad del producto con las necesidades expresadas por los clientes (Stora y Montaigne, 1986). Pongámonos en el caso de la fabricación de una gama de productos que van de lo objetivamente mediocre en su composición a lo nocivo para la salud del usuario o, más allá, a objetos concebidos directamente para hacer daño; pero, eso sí, cumpliendo todos ellos con creces las condiciones de gestión de calidad y logro de objetivos, de satisfacer al cliente y proporcionar una posición altamente competitiva en el mercado a la empresa productora. ¿Qué significa en estos casos la palabra calidad? ¿Puede darse el certificado de excelencia a refrescos basura, piensos de origen animal o minas antipersona, por mucho que hagan felices a sus compradores? ¿Puede ignorarse la referencia a valores intrínsecos, sociales o éticos para definir la calidad?

Si aún en casos tan simples como la fabricación de productos materiales, en los que la satisfacción del cliente podría considerarse sin más el referente supremo, aparecen interrogantes en cuanto se reflexiona un poco, pensemos qué ocurrirá cuando aplicamos la palabra calidad a un fenómeno tan extremadamente complejo como la educación, donde no está nada claro quién es el agente, cuál es el producto y quién es el cliente, ni mucho menos resulta admisible que la satisfacción de éste pueda considerarse la norma de calidad. ¿Se refieren a lo mismo la UNESCO cuando lanzó al mundo el desafío de una “educación de calidad para todos” en la década de los 80, la OCDE al decidir, en su reunión de Ministros de 1984, iniciar una serie de importantes actividades acerca de la calidad de la enseñanza, el Banco Mundial (1996) al incluir entre sus estrategias la elevación de la calidad educativa, el título cuarto de la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (1990) que trata de la calidad de la enseñanza, el Ministerio de Educación y Ciencia (1994) en su documento “Centros educativos y calidad de la enseñanza”, la Ministra de Educación, Cultura y Deporte al afirmar recientemente en los medios que “el reto de la educación es la calidad”, el profesor de secundaria que se queja de las dificultades para impartir una enseñanza de calidad, o los padres de familia cuando reclaman calidad educativa para sus hijos?. Y éstos son sólo algunos ejemplos de diferente alcance.

La respuesta sería seguramente sí y no a la vez. En todas estas declaraciones, afirmaciones o aspiraciones hay, sin duda, un substrato común: el deseo de mejora y el énfasis sobre los aspectos “cualitativos” de la educación más que sobre los cuantitativos (bien porque éstos se dan por supuestos o superados, bien porque no interesan o no conciernen al declarante). Pero, por otro lado, bajo la palabra calidad se esconden conceptos muy distintos y, fuera de ese vago y hasta tautológico elemento común, el qué, para qué, para quién y cómo contenidos en el mismo término difieren diametralmente de unos casos a otros; porque “calidad significa cosas diferentes para distintos observadores y grupos de interés” (OCDE, 1991). Es decir, no se trata en ningún caso de una palabra neutra y prueba de ello son las consecuencias o concreciones prácticas derivadas de un mismo enunciado según de donde parta.

Por eso, quizá no venga mal detenerse brevemente y desmenuzar algunos aspectos importantes que integran el concepto de calidad. Sin ningún ánimo de “sentar cátedra”. Y sabiendo que no es ni la primera ni la última palabra sobre el tema, pretendiendo tan sólo establecer unas mínimas bases de claridad acerca de lo que estamos hablando, para entendernos más allá de los tópicos y los pre-juicios; evitando por igual dos posturas extremas: el secuestro de la palabra calidad desde una determinada óptica, más preocupada por los niveles de excelencia en lo académico y la rentabilidad de las inversiones en lo económico, y las reticencias a la sistematización del logro de la calidad porque pueda sonar a elitismo, a competitividad y a eficiencia. Las fuentes de ambigüedad en los planteamientos y en la búsqueda de la calidad en educación son muy diversas, entre otras, además del punto de vista del emisor ya señalado, la mezcla de los planos de análisis de la cuestión, de los enfoques conceptuales y de los ámbitos de referencia. Aclarar mínimamente todo esto puede ser un buen comienzo para adentrarse de nuevo en este controvertido tema.

En primer lugar es necesario distinguir dos planos de análisis: el de los fines (para qué y para quién se educa, qué tipo de resultados se quiere lograr) y el de los procesos o medios (cómo y con qué recursos se lleva a cabo la educación), porque ambos están implicados en una educación de calidad (Muñoz-Repiso, 2000). El primero se sitúa legítimamente en un terreno ideológico, pertenece al mundo de los valores, mientras que el segundo es (o debe ser) un plano técnico, profesional, regido por el saber que la investigación y la praxis educativa han ido construyendo. De unos y otros intentaremos decir algo, pero teniendo a su vez en cuenta que el tema de la calidad, tanto en relación a los fines como a los medios y procesos, se puede enfocar desde diversos ámbitos. Hay una vertiente que concierne al ámbito amplio del contexto, sistema educativo o políticas educativas en su conjunto; otra, referida a las instituciones o centros docentes; y, por último, el ámbito más restringido en el que se da la relación de enseñanza-aprendizaje, que son las aulas en su práctica cotidiana. En los tres ámbitos es necesario repensar fines y medios en conjunto cuando de avanzar hacia una mayor calidad se trata. Con conciencia de que mejorar alguno de los elementos del proceso educativo sin precisar cuál es la finalidad que se pretende alcanzar (más allá de la alusión genérica a la “calidad”) ni cuáles son sus repercusiones en el conjunto de los procesos y medios es, en el mejor de los casos, inútil y, en el peor, contraproducente.

 2. LA CALIDAD REFERIDA A LOS FINES DE LA EDUCACIÓN

Postman (1999) pone el dedo en la llaga al señalar que casi todo el discurso educativo actual se refiere a los medios (cuáles deben ser los currículos, cómo utilizar las nuevas tecnologías, si hay que evaluar los niveles académicos, cuánta debe ser la financiación pública de los centros, etc.) evadiendo la cuestión fundamental: “para qué se educa”. Y, jugando con el doble sentido de la palabra, vaticina el fin de la educación si seguimos sin hacer un replanteamiento de fondo del fin de la educación. También el Informe a la UNESCO de Delors et al. (1996) advertía de la necesidad de trascender una visión puramente instrumental y centrarse en “asignar finalidades nuevas a la educación y, por tanto, cambiar la idea de su utilidad”. Porque los enormes cambios sociales y tecnológicos han conmocionado de tal forma las bases de los sistemas educativos, de las escuelas y de sus actores que no es suficiente con un lavado de fachada para proporcionar una educación de calidad. El Informe sobre la educación en el mundo de la UNESCO (2000) titula uno de sus capítulos “Un interés renovado por las metas de la educación”, y en él vuelve a insistir en la necesidad de abrir un debate universal, pero también en cada país, sobre este tema. No hacer este ejercicio supone el riesgo de aceptar como aséptica e incuestionable la visión de la educación impuesta por el pensamiento único, como consecuencia inevitable de la globalización, sin caer en la cuenta que es tan producto de una ideología como cualquier otra (Burbules y Torres, 2000).

La pertenencia de los fines al mundo de los valores, como se ha señalado, hace que un estudio a fondo del tema exceda de las posibilidades de un artículo como éste. Y, además, no tiene ningún sentido hacer un planteamiento general de contenido válido para todo contexto, porque las finalidades educativas deben ser establecidas por cada sociedad sobre la base de sus ideologías dominantes, sus metas colectivas, sus coordenadas éticas, sus condicionantes culturales, etc. Sólo pretendemos tomar conciencia de que, según la perspectiva que se adopte (en función de las finalidades explícita y/o implícitamente asignadas a la educación), la noción de calidad puede ser muy distinta. El Informe mundial sobre la educación (UNESCO, 1998) alerta sobre la radicalización de enfoques que de hecho se está produciendo, porque algunos países han tendido a examinar la pertinencia de la educación esencialmente por el grado en que contribuye a alcanzar metas y objetivos económicos, mientras otros, en cambio, se han planteado un abanico más amplio de objetivos, incluyendo la humanización de sectores de la población no económicamente “rentables”. Una visión superficial podría tender a identificar el primer enfoque con la priorización de la calidad y el segundo con la de la equidad. Pero el problema es más complejo y habría que hablar más bien de nociones contrapuestas de calidad, según el grado en que entren en ellas una serie de ingredientes básicos.

Para intentar explicar los elementos de esta confrontación de enfoques podemos utilizar los conceptos que Levin (1991) aplica al análisis de las políticas sobre financiación de la enseñanza, para hacer una evaluación rigurosa de las diferentes opciones basada en criterios sociales, además de los meramente económicos. Es un esquema sugerente y aplicable a la reflexión sobre la calidad de la educación en el plano de sus finalidades. El debate social en torno a los enfoques de las políticas educativas gira implícitamente en torno a cuatro valores a los que se suele dar prioridad según la ideología dominante: libertad, eficiencia, equidad y cohesión social. El concepto de libertad en educación alude a aspectos tales como la posibilidad de elección de centro escolar, la autonomía de las instituciones, la descentralización del currículo, la existencia de un abanico amplio de opciones, la ampliación de las oportunidades privadas, etc. La eficiencia se refiere al rendimiento del sistema con relación a los recursos invertidos para lograrlo y, a su vez, puede considerarse desde el punto de vista individual o social; es algo así como la relación coste-beneficio. La equidad significa igualdad en la distribución de recursos, oportunidades y beneficios educativos entre todos, sin discriminación por razón de sexo, clase social, hábitat, cultura o capacidad personal. Por último, la cohesión social hace referencia a la necesidad de proporcionar a todos los alumnos una experiencia común respecto a valores, currículo y socialización, que les genere sentido de pertenencia a una comunidad integradora de las diferencias individuales, y una “narrativa común” que les ayude a construir su identidad como ciudadanos, comprender el presente y afrontar el futuro.

Este esquema conceptual puede resultar esclarecedor para situar las diversas posturas en cuanto a los fines perseguidos por la educación en una especie de sistema de coordenadas, donde cada eje une los cuatro conceptos dos a dos y cada postura se sitúa más o menos centrada o desplazada hacia un cuadrante según la prioridad concedida a cada categoría. Está claro que primar en exceso la libertad puede poner en peligro la cohesión social y viceversa (pensemos, por ejemplo, en el equilibrio o la tensión centralización/descentralización del currículo o entre integración cultural/diferencias individuales); por otro lado, una orientación prioritariamente eficientista va en contra de la equidad, pero, a la inversa, el logro de la equidad no puede ignorar la necesidad de la mayor eficiencia posible en la gestión del sistema, porque los recursos no son ilimitados. Simplificando, diríamos que una política de corte social perseguirá ante todo la equidad y la cohesión social, mientras una orientación más liberal dará prioridad al ejercicio de la libertad y a la eficiencia. Sin embargo, en la realidad las cosas no son tan simples y caben multitud de posturas intermedias. Naturalmente, los cuatro conceptos o valores no se excluyen entre sí y el ideal sería una equilibrada tensión entre todos ellos. Una circunferencia equidistante del centro marcado por el punto en que se cortaran ordenadas y abscisas representaría bien aquello a lo que llamamos calidad desde el punto de vista de los fines, mayor o menor según el grado en que cumpliera las cuatro condiciones, pero sin olvidar ninguna de ellas.

Pero no hay que pensar que este es un terreno reservado a las grandes decisiones. Las discrepancias en el enfoque acerca de las finalidades no sólo existen en el ámbito general de los sistemas y políticas educativas, sino también en el de los centros escolares y en el del aula. Ahí también coexisten las dos lógicas contradictorias que rigen las prácticas educativas, de selección de los mejores o de formación de todos, de buscar el éxito de una minoría o el de todos y cada uno de los alumnos, de discriminar o de compartir, que se traducen en el día a día hasta en el modo de plantear las actividades didácticas, formar los grupos de alumnos o evaluar (Meirieu, 1998). De modo que lo que un profesor o un centro educativo entienda por calidad será totalmente diferente según cuál sea su meta prioritaria. El centro escolar ideal saca el mejor partido de todos sus alumnos (eficiencia+equidad), aun de los menos dotados o motivados (y sobre todo de éstos, que son los más necesitados de educación, como los enfermos necesitan más de la medicina que los sanos), intentando que cada uno de ellos desarrolle sus capacidades individuales y se socialice al mismo tiempo en los valores comunes (libertad+cohesión social). Pero, por desgracia, en muchos casos la meta es seleccionar a los mejores y dedicarse a ellos excluyendo a los que no llegan al “nivel” (eficiencia), fomentando una educación de calidad sólo accesible a los que pueden elegirla y mantenerse en ella (libertad). Igualmente injusto y alejado del logro de la deseable calidad es el enfoque paternalista consistente en “bajar el listón” y utilizar para todos el mínimo rasero (equidad), olvidándose de la exigencia de mejorar (eficiencia), criticado por Simon (2001) al afirmar que mantener un alto nivel de exigencia para los alumnos, incluso los que están en situación de mayor dificultad, es lo único que puede mejorar la situación, buscando los métodos adecuados pero sin concesiones a la facilidad.

 3. DOS TRADICIONES INVESTIGADORES DE LA CALIDAD: EFICACIA ESCOLAR Y MEJORA DE LA ESCUELA

El segundo plano de análisis de la cuestión de la calidad podría denominarse “técnico” o “científico”, porque se basa en evidencias procedentes de la investigación y de la práctica educativa. También lo hemos denominado "plano de los medios o de los procesos”, para distinguirlo del de los fines. En él se busca dar respuesta a dos de las preguntas que tradicionalmente han inquietado a docentes, directivos, responsables administrativo e investigadores: ¿Cuáles de las actividades que llevamos a cabo y de las decisiones que tomamos en la escuela y en el aula benefician más a los alumnos? y ¿cómo podemos hacer nuestro centro docente mejor de lo que es ahora? (Stoll, 1996). Es decir, desde este segundo plano de análisis de la calidad las preocupaciones se centran en conocer, a partir de resultados de la investigación, la práctica, cuáles son los factores relacionados con la calidad y cómo incrementar dicha calidad.

Si dos son las preguntas que orientan esta perspectiva, dos son los movimientos teórico-prácticos que desde hace más de treinta años agrupan a los docentes e investigadores que vienen trabajando para aportar algo de luz en su respuesta. Son los movimientos de Eficacia Escolar y de Mejora de la Escuela.

El movimiento teórico-práctico de Eficacia Escolar se preocupa por conocer los factores que caracterizan y definen la escuela eficaz, entendiendo como tal aquella que promueve de forma duradera el desarrollo global de todos y cada uno de sus alumnos más allá de lo que sería esperable teniendo en cuenta sus condiciones previas, al mismo tiempo que fomenta el desarrollo de la comunidad educativa. Si analizamos esta definición desde el marco propuesto por Levin (1991), comprobamos que en ella se formula, de forma explícita, que una escuela es eficaz si posee los valores de equidad y de eficiencia y, de forma implícita, de cohesión y libertad, dado que busca el desarrollo global del alumno (es decir, tanto personal como social).

Las investigaciones llevadas a cabo bajo este paraguas nos han aportado un mayor y mejor conocimiento de los factores de la escuela relacionados con el desarrollo de los alumnos. Así, en una revisión realizada recientemente por Scheerens y Bosker (1997) sobre estudios modélicos, encontraron 719 elementos relacionados con la eficacia, agrupados en 13 factores generales. Estos hallazgos nos han hecho prestar atención a algunos elementos clave para el funcionamiento de los centros, tales como el clima de la escuela (entendido como las relaciones entre los distintos miembros de la comunidad educativa), la cultura escolar (valores y metas compartidos en el centro), el liderazgo, la participación de la comunidad educativa o las altas expectativas (Sammons, Hillman y Mortimore, 1998).

Pero es de justicia no limitarse las aportaciones de las miles de investigaciones realizadas en todo el mundo a una simple lista más o menos larga de factores escolares. Durante la década de los noventa se han propuesto diversos modelos comprensivos de Eficacia Escolar que reúnen, en un marco globalizador, los elementos que inciden en el desarrollo de los alumnos y, en ocasiones, criterios para su análisis (Scheerens, 1992; Creemers, 1994; Teddlie y Reynolds, 2000). Estos modelos se caracterizan por poseer una concepción sistémica de la educación agrupando los factores en los niveles de contexto escolar (sistema educativo), escuela, aula y el propio alumnado (Reynolds et al., 1997) y distinguiendo los factores de contexto, entrada, proceso y producto.

De esta forma, se puede afirmar que el movimiento de Eficacia Escolar está siendo de gran utilidad para la toma de decisiones tanto por parte de los responsables políticos como por docentes y directivos, ampliando además nuestra base de conocimientos sobre la práctica educativa.

Sin embargo, no seríamos ecuánimes si no hiciéramos una referencia, aunque sea breve, a las críticas que ha recibido este movimiento a lo largo de su historia, entendidas como el necesario contrapeso en el devenir dialéctico del desarrollo de esta línea. Así, se ha argumentado que es una mezcla de diferentes ideologías y que incorpora elementos de teorías burocráticas, sistémicas, del capital humano, etc. sin un claro marco teórico (Morley y Rassool, 1999); o que su obsesión por lo medible hace que se dé una supersimplificación de lo que es una escuela y de cuáles son los factores que inciden en su calidad, generándose lo que Grace (1998) ha denominado “reduccionismo contextual”; o que sus resultados han sido utilizados de forma perversa por parte de los políticos (Rea y Weiner, 1997), especialmente en países en desarrollo (Pennycuick 1993). Aunque, siendo más realistas, en nuestro contexto gran parte de las críticas surgen por simple desconocimiento, prejuicios o, en ocasiones, por partir de visiones integristas de la educación y su mejora. Sea como fuere, y como afirma Fernando Hernández (1999), en la actualidad la noción de eficacia escolar es muy diferente de aquella sobre la que surgió dado que, por ejemplo, incorpora el concepto de equidad: “buscar que una escuela sea eficaz es como una línea en el horizonte, muy útil para encauzar el debate sobre lo que acontece en los centros de Secundaria y abrirlo en los de Primaria” (Hernández, 1999:11).

La segunda de las preguntas señaladas se centra en el proceso de cambio escolar que lleva al incremento de su calidad: es la preocupación de la línea teórico-práctica de Mejora de la Escuela. Este movimiento, frente al de Eficacia Escolar, tiene un enfoque radicalmente diferente; de entrada hay que afirmar que su orientación es claramente práctica, está liderado por docentes y directivos escolares y busca cambiar el centro educativo o, como su propio nombre indica, mejorarlo. Su interés se dirige, fundamentalmente, a transformar la realidad de una escuela (más que a conocer cómo es o debe ser tal transformación), aunque al mismo tiempo ha ido dejando un poso de conocimientos que está conformando una sólida base de saberes para el cambio educativo (Hargreaves, 1998).
El concepto de “mejora de la escuela”, a pesar de su larga tradición e influencia en países de nuestro entorno, apenas ha calado en nuestro sistema educativo. Sin embargo, determinadas iniciativas promovidas por las Administraciones tales como los Planes Anuales de Mejora (Murillo, 2001) y la reciente publicación de algunos trabajos en castellano dedicados monográficamente al tema (p.e. Bolívar, 1999; Brighouse y Woods, 2001) están haciendo que el nivel de escuela se vaya configurando en la mente de los docentes como el elemento básico para la optimización de la calidad educativa y, como consecuencia, se estén comenzando a desarrollar procesos de cambio en los centros docentes.

Y es ahí donde radica el interés del movimiento de Mejora de la Escuela: ayudar a las escuelas con conocimientos obtenidos a partir de estudios científicamente validados y de experiencias llevadas a cabo por otros centros para poner en marcha y desarrollar con éxito procesos de cambio que les permitan conseguir mejor sus objetivos. Eso no significa, en ningún caso, realizar una aplicación acrítica de modelos o enfoques importados de otras realidades; significa, simplemente, contar con más datos para la toma de decisiones.

Este movimiento nos ha enseñado la necesidad de tener en cuenta ciertos aspectos a la hora de poner en marcha procesos de cambio en el sistema educativo, el centro y el aula (Fullan, 1991). Así, por ejemplo, conocemos cuáles son las fases que ha de tener un proceso de cambio, o qué estrategias han resultado más y menos exitosas en estos procesos y por qué. Igualmente, hemos aprendido a diferenciar algunos de los elementos que favorecen el cambio de otros que lo dificultan, destacando entre aquéllos la autonomía escolar, la existencia una cultura para el cambio, las experiencias previas, el compromiso e implicación de la comunidad educativa o el liderazgo educativo, y entre éstos la inestabilidad de las plantillas o la falta de apoyos externos. También nos ha traído conceptos tales como aprendizaje organizativo, que responde a la capacidad que las organizaciones educativas tienen para aprender, y que se está poniendo tan de moda (p.e. Villa, 2000; Santos Guerra, 2000).

Hemos visto que ambos movimientos nos están ayudando a conocer, por un lado, cuáles son los elementos sobre los que hay que trabajar para conseguir optimizar los niveles de calidad y, por otro, cómo hay que hacerlo. De la unión de ambas ideas, de la necesidad de sumar esfuerzos, está naciendo una nueva iniciativa de carácter teórico-práctico: la Mejora de la Eficacia Escolar. Este nuevo movimiento pretende conocer cómo puede una escuela llevar a cabo procesos satisfactorios de cambio que incrementen el desarrollo de todos los alumnos mediante la optimización de los procesos de enseñanza y aprendizaje y de las estructuras organizativas del centro, y aplicar ese conocimiento a una mejora real de la escuela. Este enfoque muestra, por tanto, "dónde ir y cómo ir", y su objetivo es eminentemente práctico: ayudar a los centros docentes a cambiar para conseguir sus objetivos educativos de forma más eficaz. La falta de espacio nos impide extendernos más en esta propuesta, pero los lectores interesados pueden encontrar más información sobre los planteamientos generales en Murillo (2001) y sobre su aplicación a nuestro contexto en Muñoz-Repiso et al. (2000). Para los que prefieran lo último de lo último, hasta el momento se localiza en MacBeath y Mortimore (2001).

 4. UNA MIRADA AL HORIZONTE

La búsqueda de la calidad en la educación ha de ser como la búsqueda del saber: una tarea inacabada e inacabable. Si analizamos la posición actual de nuestro sistema educativo, hemos de reconocer que hemos avanzado, pero estas pequeñas conquistas también nos muestran todo lo que nos queda por delante y, por qué no, nos alertan sobre el peligro de desandar lo caminado. El trabajo por una educación mejor para todos ha de constituirse en tarea prioritaria para la sociedad, puesto que toda ella es la responsable de su situación.

Como tradicionalmente ha ocurrido con el término “eficacia escolar”, vivimos perplejos una situación en la que estamos permitiendo que el concepto “calidad” sea monopolizado por defensores de determinadas opciones técnicas e ideológicas. Ante tal circunstancia, hay que reivindicar con fuerza un concepto de calidad que combine la equidad y la eficiencia, la cohesión social y la libertad, que defienda una escuela de todos y para todos, democrática en su gestión y funcionamiento y en la que estén activamente implicados profesores, familias y alumnos. Pero también una escuela viva, rigurosa y exigente, con una actitud de constante búsqueda de la mejora.

En este artículo hemos defendido que, si queremos optimizar la calidad de la educación, es necesario tener en cuenta una doble perspectiva: un planteamiento ideológico y otro técnico. Desde el primero hemos de reflexionar acerca del modelo de sociedad, persona y escuela que tenemos y queremos y, en consecuencia, marcarnos unos fines. Desde el segundo hemos de tomar las decisiones adecuadas para alcanzarlos y ponernos a trabajar, y los movimientos de Eficacia Escolar y Mejora de la Escuela son dos herramientas que, desde nuestro punto de vista, pueden aportar útiles informaciones para ello. Los que no es conveniente es mezclar las perspectivas, bien rechazando conocimientos prácticos útiles en nombre de la ideología, bien  imponer enfoques ideológicos bajo la capa de soluciones técnicas. El respeto a la compleja y rica realidad de la educación exige a todos un esfuerzo para ofrecer una calidad digna de ella.

 

Referencias bibliográficas

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{*} Referencia original: Muñoz-Repiso, M. y Murillo, F.J. (2001). Un balance provisional sobre la calidad en educación: eficacia escolar y mejora de la escuela. Organización y Gestión Educativa, 9(4), pp. 3-9.