.2008 - Volumen 1, Número 3 (e)
 
       
       
   
Evaluación del Profesorado en Universidades Públicas.
Una Aproximación a la Situación en Colombia {1}
 
       
    José Gregorio Rodríguez  
       
   

La educación en Colombia se orientó, durante más de un siglo, por las directrices de la Constitución de 1886 que se caracterizaba por imponer un currículo centralizado, basado en el supuesto de una cultura nacional única, una única lengua y una religión oficial: la católica, que era obligatoria en cumplimiento del Concordato con la Santa Sede. Sólo en 1991, con la nueva Constitución, se reconoce la diversidad étnica, cultural, lingüística y religiosa del país y es en 1992, con la expedición de la Ley 30 por la cual se organiza el servicio público de la educación superior. En 1994 con la expedición de la Ley General de Educación, se abren posibilidades de incorporar las diferencias regionales y culturales en los proyectos educativos para que contribuyan, de manera eficaz, en la construcción de una nación diversa a su interior y abierta al mundo. Sin embargo, desde la década del noventa, los gobiernos han aplicado, cada vez con mayor rigor, las políticas neoliberales que orientan la educación a la formación de capital humano, desconociendo las otras funciones históricas que competen a la escuela y a la universidad.

Como afirma la historiadora Aline Helg:

En el caso colombiano, hay una historia central que abarca a los dirigentes y a las élites que viven al ritmo de los rápidos avances de los Estados Unidos y de Europa y que intentan aplicarlos a Colombia. Y hay historias periféricas, las de la inmensa mayoría de los colombianos, que viven aislados de las grandes transformaciones mundiales, sometidos a un lento ritmo. Entre esos mundos y esos dos tiempos las concordancias son raras. Escribir la historia colombiana, es escribir la historia de esta incomunicación. Las élites, poco informadas del contexto real en que se mueven montan ambiciosos proyectos de reforma escolar que nunca se realizan. La historia de la educación se convierte en la historia de una serie de fracasos desesperantes (1987:13).

Quizá pueda argumentarse que en los veinte años transcurridos desde la publicación de este estudio, los acontecimientos mundiales y nacionales han sido muchos y también los cambios. Aceptando esa premisa como cierta, una intención de este texto consiste en rastrear algunos de los cambios sucedidos en la educación superior colombiana, a partir de la promulgación de la Constitución de 1991, tomando como eje de análisis el terreno específico de la evaluación del profesorado para identificar si los proyectos impulsados han contribuido a fomentar la comunicación entre los colombianos o si, por el contrario, las condiciones actuales indican que las distancias han aumentado y los proyectos continúan como “una serie de fracasos desesperantes”.

Colombia, con 1 millón 138 mil 924 kilómetros cuadrados, un poco más de la mitad del territorio mexicano, está ubicada estratégicamente en la esquina que une a América del Sur con América Central, sobre el eje del Ecuador por lo cual cuenta con todos los climas, desde las nieves perpetuas (que cada vez son menos) hasta aquellos de 40°C de temperatura promedio. Posee mil quinientos kilómetros de costa sobre el Océano Pacífico y el Mar Caribe y en sus tierras, asociadas a la Cordillera de Los Andes y a una gran planicie sobre la codiciada Amazonía, posee ricos yacimientos de los más variados minerales y puede cultivar prácticamente todas las especies de origen vegetal y animal.

Sus casi 44 millones de habitantes se concentran cada vez más en las ciudades, no sólo por la atracción que ellas ejercen en todo el planeta, sino porque una violencia secular no cesa de perseguir a quienes menos tienen en el campo para concentrar cada vez más las tierras en pocas manos, con fines lucrativos como los de dominar el territorio de producción y circulación del narcotráfico, o tener el control sobre los lugares ricos o productivos en algún recurso de alto valor en el mercado presente o futuro. Hoy son más de cuatro millones de personas desplazadas que la violencia ha dejado entre 1985 y 2007 (CODHES, 2008). Ellas y ellos deben aprender a subsistir en la intemperie, yendo errantes de periferia en periferia, pues la indefensión a que han sido sometidos no les permite echar raíces en lugar alguno, pues en todos son carga indeseable (Duschatzky, 2007:32-33).

La situación insostenible de violencia e ingobernabilidad llevó al país a convocar una Asamblea Nacional Constituyente en 1991 la que plasmó en la nueva Carta un ideal de país, que estaba en mora por más de un siglo. Desde hace sólo diecisiete años, el Estado colombiano ha sido declarado laico y se ha aceptado la diversidad de la nación, aunque en la práctica, la religión católica sigue siendo hegemónica, con gran poder político y las diferencias consagradas se reconocen cada vez menos, como prueba la inequitativa distribución de la riqueza, las persecuciones a pueblos indígenas a quienes se despojan de sus tierras (Emberá-Katíos, Paeces del Cauca…), la ausencia de políticas y acciones concretas para resolver los múltiples problemas de las poblaciones afrodescendientes, el retraso en materia de igualdad entre el hombre y la mujer, o poner freno a la sistemática persecución que se ejerce contra los sindicalistas, como lo denuncia el informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUR) en 2004.{2}

Paralelo con la proclamación de la nueva Constitución, el país aplicó la política de “apertura económica” que acogió las directrices del modelo neoliberal y, desde hace seis años, el gobierno actual ha batallado por todos los medios para firmar un tratado de libre comercio con Estados Unidos de Norteamérica, esfuerzo fallido porque el Congreso estadunidense ha condicionado la firma del tratado al cumplimiento de ciertos compromisos de carácter social, entre otros a poner freno al asesinato y desaparición de los sindicalistas.

El carácter dual de la sociedad colombiana que describía Helg (1987:11), tipificado por “una relativa estabilidad política en la cual dos partidos ‘aristocráticos’ –conservador y liberal–, se alternan el poder sin que un movimiento popular haya logrado crear una amenaza a su total hegemonía; un clima de violencia latente que estalla a veces amenazando en convertirse en guerra civil…”, no ha cambiado en las últimas dos décadas. Por el contrario, las clases dirigentes, apoyadas por varias multinacionales propiciaron la formación de grupos paramilitares que pudieran hacer frente a los embates de la guerrilla. El paramilitarismo, como una estrategia de Estado de carácter criminal y de terror, registra los crímenes más atroces en la historia de nuestra violencia llegando a la alarmante cifra de más de 14 mil víctimas entre el año 1988 y el 2003 (CINEP, 2004). Actualmente, a pesar de su aparente desmantelamiento, existen varios lugares en el país dominandos por el negocio del narcotráfico, sembrando terror y causando mayor número de víctimas y desplazados.

Asimismo, el embate paramilitar surtió efectos de carácter político, pues muchos de los promotores pertenecen a las castas políticas regionales y poco a poco fueron capturando el Estado, desde apartados municipios hasta los órganos centrales de la nación, para ponerlo a su servicio. El estudio La reconfiguración cooptada del Estado: Más allá de la concepción tradicional de captura económica del Estado, dirigido por Luis Jorge Garay (2008: 57) define así la nueva figura:

La Reconfiguración Cooptada del Estado (RCdE) consiste en la acción de organizaciones legales e ilegales que mediante prácticas ilegítimas, no necesariamente ilegales, buscan modificar el régimen político de manera sistémica e influir en la formación, modificación, interpretación y aplicación de reglas de juego y de políticas públicas, con miras a obtener beneficios para su propio provecho y de manera sostenible, así como a lograr que sus intereses sean validados política y legalmente, y legitimados socialmente en el largo plazo, aunque éstos no obedezcan al interés rector del bienestar social.

La declaración de “guerra contra el terrorismo”, desatada en el marco del “Plan Colombia”, que cuenta con financiación y asistencia técnica del gobierno de Estados Unidos y con el esfuerzo nacional (según el Ministerio de Hacienda, 14.94% del presupuesto nacional de 2008 está destinado a “seguridad nacional”) aunado a la cooptación del Estado por parte de lo que se ha denominado la narco-para-política, ha conducido al país a un marasmo institucional que arrebata “de facto” los pocos avances que la Constitución logró, pues el Estado ha sido constreñido a intereses particulares de los grupos más reaccionarios de la dirigencia colombiana que, en calidad de gobernantes, emplean todos los medios –legítimos e ilegítimos– para imponer su voluntad.

Ejemplos como el exterminio de testigos o críticos que puedan aportar pruebas de algún crimen, las sucesivas reformas a la Constitución para adaptarla a sus intereses, el señalamiento de apátridas para quienes critiquen o analicen con rigor los problemas, la criminalización de la protesta y la crítica, la extradición de los grandes jefes paramilitares quienes serán condenados por narcotráfico, pero no por los delitos de lesa humanidad que cometieron en el territorio nacional, el poner en la picota pública a la Corte Suprema de Justicia porque emite fallos que perjudican a la clase política vinculada con el paramilitarismo y promover una ley que limite el campo de acción de la rama judicial, significan que el caso colombiano no puede ser leído como el de otros países de la región en los cuales el neoliberalismo, la globalización, las violencias, la injusticia y la exclusión son parte de la vida de sus pueblos, pero donde el Estado todavía constituye un espacio, aunque cada vez más limitado, para dirimir las diferencias.

El aumento del producto interno bruto como política central del Estado para promover el desarrollo, sin igual consideración para la distribución de la riqueza y el mejoramiento de la calidad de vida de la población, ha hecho avanzar la concentración de la riqueza a través de tácticas diversas como el despojo de tierras de campesinos o alianzas entre los más ricos con los capitalistas extranjeros, los medios de comunicación, el Estado y con la connivencia de otros sectores como las iglesias, llevando al país a una situación donde el 10% más rico concentra el 46.9% de la riqueza y el 20% siguiente concentra el 62.7%, mientras el 10% más pobre accede al 0.7% y 20% sólo alcanza 2.5%. Según las mismas cifras oficiales se admite que el 46.8% de la población vive en condiciones de pobreza, que para el caso colombiano es menor a 125 dólares mensuales de ingreso y el 20.2%, en pobreza extrema (62.5 dólares mensuales) (CEPAL, 2007). El índice Gini es de 58.6 siendo uno de los más altos de toda Latinoamérica, sólo superado por Haití (59.2) y Bolivia (60.1) y, a nivel mundial, ocupa el octavo lugar en inequidad (PNUD, 2007).
En este contexto enmarañado, la universidad pública colombiana ha sido escenario de crímenes y objeto de múltiples embates entre los que está el declarar por los medios, sin prueba alguna, que muchos docentes son “terroristas disfrazados de académicos” o que los estudiantes son unos “fósiles”, “enemigos del desarrollo”, “bandiditos” y “guerrilleros” porque exigen una universidad que tenga pertinencia para la sociedad colombiana, abierta para todos, donde las posibilidades de pensar, inventar y comprometerse en la construcción de una nación posible sean reales y que no sea solamente el lugar que los entrene para ser simples prestadores de servicios rutinarios, servidores personales o analistas simbólicos (Reich, 1993) funcionales a un mercado que cada vez es más estrecho, excluyente e injusto.

1. LA UNIVERSIDAD

Siguiendo la línea de análisis que en 1994 hacía Boaventura de Sousa Santos (2006) según la cual, la multiplicidad de funciones que la sociedad de fines de siglo atribuía a las universidades públicas, generaban algunas contradicciones que tipificaba tres tipos de crisis: de hegemonía, de legitimidad e institucional, considerando que la crisis institucional era la que se había agudizado más en la última década y la concentración en ella “podría llevar a la falsa resolución de las otras dos” (Santos, 2005:27), es posible entender algunos de los problemas que presenta hoy la universidad latinoamericana pero, en forma ejemplar, la universidad pública colombiana que no escapa a la crisis de conflicto y de institucionalidad que vive el país.

La universidad colombiana, hasta mediados de siglo XX, fue relativamente pequeña en su tamaño y servía a clases medias y altas. Para 1960, el país contaba con 32 universidades, 17 estatales y 15 privadas y una matrícula total de 23 mil 13 estudiantes, 60% en las estatales y 40% en las privadas (ICFES, 1979). Con la expansión de la matrícula apareció también una masificación y nuevos actores, algunos procedentes de clases populares. Sin embargo, este fenómeno no conllevó una democratización de la universidad, ni en su composición, ni en sus dinámicas internas. La masificación conllevó a una “popularización” de la universidad pública pues las élites migraron fortaleciendo sus instituciones privadas, algunas confesionales, y creando nuevas opciones que, en sus inicios, tuvieron fuertes vínculos con universidades estadunidenses. Las universidades públicas buscaron modernizarse en su organización académica y administrativa para ser más funcionales al desarrollo{3} y, en este contexto, se crearon algunos programas de ciencias sociales, como el caso de la Sociología en la Universidad Nacional, que permitió a profesores y estudiantes acercarse de manera científica al análisis de las problemáticas de la pobreza, el subdesarrollo y la dependencia. Estos estudios –que llevaron a tomar conciencia de muchos de los problemas sociales y tocaban de cerca a los jóvenes que procedían de las clases populares– aunados al ambiente revolucionario que corría en América Latina en la década de los sesenta, hicieron de la universidad pública un terreno fértil para que desde ella se gestaran no solamente movimientos académicos radicales, sino propuestas de militancia política que, en Colombia, llevaron a muchos jóvenes –profesores y estudiantes– a enrolarse en la guerrilla.{4}

Paralelamente la alianza de los dos partidos tradicionales en el Frente Nacional, que gobernó al país desde 1958 hasta 1974, acrecentaron las distancias entre las élites elegidas legalmente y la intelectualidad comprometida con las condiciones humillantes de su pueblo. En este periodo, el país fue gobernado, la mayoría del tiempo acudiendo al “Estado de excepción”, a través del cual se restringieron los derechos y se ampliaron los poderes del Ejecutivo que fungió de legislador, acusador y juez. La universidad pública se fue convirtiendo en una institución extraña y molesta para las clases dirigentes, e inalcanzable para las clases populares que no podían acceder a ella porque su capacidad no le permitía responder a la demanda de cupos. La solución consistió en crear muchas instituciones “de garaje” o “patito” –como las llaman en México– (Cazés, 2005:7) para atender la creciente demanda con mínima calidad y ocultar así la falta de voluntad que asistió a los gobernantes para responder a la presión por una mayor oferta y para propiciar una educación de calidad, debilitando de paso a la universidad pública.

Pensar la universidad pública como el cerebro de la sociedad (Jaspers, 1965, citado por Santos, 2006) o considerarla como una institución de interés nacional, no caracteriza el pensamiento de los dirigentes colombianos que han orientado sus políticas y acciones hacia una mercantilización de la educación superior, segmentando los mercados y ofreciendo opciones privadas que puedan satisfacer las demandas de diversos sectores de la población: universidades costosas para formar dirigentes y una amplia variedad de instituciones baratas, nocturnas, de tiempo parcial y a distancia que tienen como misión fundamental formar la mano de obra calificada que requiere el sistema de producción globalizado, donde corresponde a los países del Tercer Mundo un papel de reproductores o maquiladores, como los definió el senador y profesor universitario Jorge Enrique Robledo (2005). Así lo confirma la composición de la matrícula que alcanzó a 391 mil 541 estudiantes (30.1%) en 2007 en carreras técnicas y cuyas opciones preferidas son diseño de modas, telecomunicaciones, administración de obras y administración de servicios de turismo y tan sólo a mil 397 estudiantes de doctorado en el 2006 (El tiempo, 25 de febrero de 2008).

Hoy en Colombia, existe una gran diversidad de “instituciones de educación superior”, cuya cifra llega a 279 entre universidades, instituciones universitarias, instituciones tecnológicas y técnicas profesionales. En 2006, la matrícula total fue de un millón trescientos mil estudiantes con una tasa neta de cobertura de 25% y una distribución de 50.53% en instituciones públicas y 49.46% en privadas (SNIES, 2007), fenómeno que se debió a la crisis económica con la que terminó el siglo XX y comenzó el XXI y a la expansión de la matrícula en la educación técnica y tecnológica, sobre todo, el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) que ha sido la institución de mayor crecimiento, que pasó de representar 1.7% de la matrícula de la educación técnica y tecnológica en el año 2000 a 42.2% en 2006 (Múnera, 2008). La expansión se caracteriza por una doble concepción privatizadora: la oferta por parte de instituciones privadas y el financiamiento que se carga al individuo y la familia, pues la falacia según la cual es inequitativo financiar la educación superior pública hace que se avance aceleradamente hacia el modelo de financiación de la demanda y no de la oferta (Miñana y Rodríguez, 2003; Miñana, 2006).

La Ley 30 de 1992 creó el Sistema de Universidades del Estado -SUE- (artículo 81) que actualmente está conformado por 32 universidades, 16 nacionales y 16 territoriales (departamentos, distritos y municipios) y tienen una matrícula de 407 mil 746 estudiantes que alcanza el 49.7% de la universitaria y el 31.4% de la de educación superior en su conjunto (2006). La Ley determinó que el financiamiento de las universidades públicas es deber del Estado y su presupuesto se debe incrementar en consonancia con el incremento del producto interno bruto. Sin embargo, “han sido múltiples los intentos gubernamentales para reducir los aportes de la nación a las universidades públicas” (Bejarano, 2008:11) y como lo demuestran los análisis hechos por este autor, el aporte nacional a la universidad estatal pasó de 4.2% del presupuesto nacional en 1980 a 1.30% en el año 2007 (Bejarano, 2008:19-20). Así, Colombia no sólo ha seguido con rigor las recomendaciones de los organismos internacionales, sino que ha ido mucho más allá, ahogando a la universidad y exigiéndole que con los mismos recursos amplíe la cobertura, en obvio detrimento de la calidad.

De esta forma, la universidad pública colombiana ha venido perdiendo su hegemonía (que nunca fue completa) y la legitimidad, por cuanto el Estado la ataca por ineficiente, los empresarios la ven como inoperante para sus proyectos porque no produce el saber preformativo que necesitan ni entrena a los estudiantes para desempeñarse eficientemente en el mundo del trabajo y la población la considera poco alcanzable, pues sólo puede absorber el 20.8% de las solicitudes o, como en el caso de la Universidad Nacional, solo el 11% en 2006 (Universidad Nacional de Colombia, 2007). En un esfuerzo por legitimarse ante el Estado que demanda cada vez mayores evidencias de su necesidad social para girar los recursos que por ley se han establecido, las universidades públicas colombianas emprenden sucesivas reformas institucionales que logran tener efecto paliativo respecto de la asfixia financiera, pero que las tornan cada vez menos gobernables por la imposibilidad de democratizar la organización interna, ampliar los espacios de participación, responder a las necesidades de los estudiantes que –viniendo de capitales culturales muy diferenciados– requieren alternativas de trabajo académico intensivo para incorporarse de manera efectiva en dinámicas de pensamiento complejo y de formación de intelectuales, y aportar de manera independiente a la solución de los problemas económicos, sociales y culturales de toda la sociedad y no sólo de unos pocos que parece hubieran también cooptado a las universidades, como lo denunciaba Orlando Fals Borda en su último mensaje (2008).

2. LA EVALUACIÓN

Según Santos (2006:262)

Aunque sea efectuada por la propia universidad, tal evaluación [de desempeño] será siempre externa, porque coloca la utilidad social de la universidad en un conjunto más amplio de utilidades sociales, porque involucra, aunque implícitamente, una comparación entre modelos institucionales y sus desempeños. Sea como sea, la exigencia de la evaluación es concomitante con la crisis de hegemonía.

La evaluación del profesorado en la universidad implica al menos tres órdenes de análisis: los significados de la evaluación en el contexto de la sociedad, el sentido de la evaluación en y de la universidad y las dinámicas de la evaluación del profesorado universitario en un contexto dado, en este caso, el colombiano. Los elementos que se presentan a continuación buscan poner en diálogo estos tres órdenes con miras a comprender tanto la situación como sus posibles implicaciones.

En general, la evaluación se relaciona tanto con la prueba misma, como con el significado que tiene para los individuos y las sociedades y en su génesis está, de alguna manera, la legitimación no sólo de las diferencias, sino de las desigualdades, como lo plantea el profesor Carlos Miñana cuando se refiere a la evaluación y la calidad de la educación en Colombia:

La humanidad ha legitimado las desigualdades, los privilegios, las imposiciones y las servidumbres a través de pruebas. En una prueba hombres, grupos e incluso otros seres no humanos se enfrentan, se miden, muestran sus capacidades. Siempre es un asunto de fuerza, pero si en esa confrontación hay una formalización de las reglas y las dos partes enfrentadas consideran que éstas se respetaron, la prueba y su resultado ganan en legitimidad. Es lo que Luc Boltanski ha llamado “grandeza”, que otorga un reconocimiento público no sólo de la fuerza del ganador sino del “carácter justo del orden revelado por la prueba”. Por otra parte, toda prueba, por más “cuidadosamente que esté dispuesta no puede impedir por completo el paso de fuerzas que no entran en su definición” (Boltanski, 2002:78-79) toda vez que no opera en un mundo abstracto sino real (Miñana, 2006: 408).

Son esas reglas de juego las que deben rastrearse cuando se hace un seguimiento a las pruebas y a la evaluación, pues de su legitimidad se desprende en gran medida la posibilidad de hacerlas realidad en el transcurrir diario y de enraizarse en los sujetos y las instituciones.

En el caso de sociedades con altos niveles de exclusión y cuyas élites mantienen unas relaciones clientelares con sus electores y, al mismo tiempo, se pone precio a todo bien y a toda relación, parece más difícil que se construyan y se respeten las pruebas que legitiman las desigualdades y se logren acuerdos acerca de la justicia que conlleva un orden determinado; por lo cual, las normativas, procesos, resultados y consecuencias de los sistemas, dinámicas y prácticas de evaluación que se aplican al profesorado exige siempre lecturas contextualizadas y en diversas claves para que puedan ser comprendidas y también pueda intervenirse en su curso.

2.1. Antecedentes y marco de la evaluación

 “La evaluación dentro de los sistemas escolares cuenta ya con una larga trayectoria” (Rueda, 2006:17). En el caso específico de la educación superior colombiana, el origen de esta trayectoria puede ubicarse en la década de los setenta del siglo pasado. La evaluación, al igual que la planeación, la gestión y el currículo están asociados en el sistema educativo colombiano al auge que tuvo la tecnología educativa en el país a través del Proyecto Multinacional de Tecnología Educativa de la OEA cuyos autores afirmaban que “la transferencia se genera de Estados Unidos a Latinoamérica, mediante la transmisión de teorías y enfoques metodológicos específicos” (MEN/OEA/COLCIENCIAS, 1978:233), el entrenamiento de personal en tecnología educativa y diseño instruccional, o la realización de seminarios como el de “Transferencia de Tecnología Educativa en Colombia” en 1978, donde el Ministerio de Educación planteó que el proyecto Multinacional de Tecnología Educativa busca “la modernización del sistema educativo, mediante la aplicación de tecnología educativa, con el propósito de obtener rendimiento óptimo tanto cualitativo como cuantitativo en la operación de todo el sistema, racionalizando los recursos y reduciendo los costos” (p. 34). En este mismo contexto se desarrolló el Plan Básico para la Educación Superior, que propuso en 1968 la creación del Servicio Nacional de Pruebas que tenía como función “proveer instrumentos confiables para la selección (pruebas de aptitud) y clasificación (exámenes de conocimiento) de los aspirantes a, y los estudiantes de, las universidades del país” (Hernández, Rodríguez y Rocha, 1996:61). La evaluación, en su origen, forma parte de un proyecto externo e impuesto, que busca fundamentalmente la eficiencia, por lo cual generó grandes resistencias entre el profesorado y los sectores más democráticos (Mockus, 1983).

Sucesivamente se han formulado políticas y se han llevado a cabo acciones que centran su atención en la evaluación, principalmente de resultados. El examen de Estado que los jóvenes presentan al finalizar la educación media (grado 11) tiene ya cuatro décadas de tradición y los de la calidad de la educación superior -ecaes- que se realizan al culminar el ciclo de pregrado, van a completar una década. Pero, desde 1998, el país entró en una dinámica de evaluaciones censales de competencias que se iniciaron en Bogotá y luego se ampliaron a toda la nación; estos exámenes se aplican en primaria y secundaria y sus resultados se comunican a las instituciones y profesores cuyos estudiantes participan y se difunden por diversos medios a toda la sociedad.

Como parte de la estrategia mundial de implantación de programas de evaluación con miras a impulsar la “calidad educativa” (Díaz-Barriga, 2007:55), en 1992 el Estado creó en la Ley 30, los Sistemas Nacionales de Acreditación e Información, que han empujado a todas las instituciones de educación superior a entrar en los procesos de acreditación y, por emulación, las de educación básica y media han comenzado a hacerlo. Los resultados positivos los difunden las instituciones (sobre todo las privadas) por los medios a través de publicidad pagada, y los resultados generales los hace públicos el Estado a través del Sistema Nacional de Información de la Educación Superior -SNIES- (o del men para las instituciones de educación básica y media) y de diversos medios de comunicación.

Para el caso concreto de la evaluación relacionada con el personal académico de la educación superior, un antecedente lo constituye el Decreto-Ley 80 de 1980 por el cual se organiza el sistema de educación post-secundaria y establece que el Consejo Superior de las respectivas Instituciones de Educación Superior debe adoptar un estatuto o reglamento del personal docente que regulará lo concerniente a los mecanismos y procedimientos de evaluación, “se ceñirá a lo preceptuado en este Decreto y para su validez requiere la aprobación del Gobierno Nacional” (artículo 120). Igualmente, la evaluación se considera como uno de los medios por excelencia con los que el Estado cuenta para llevar a cabo sus funciones de vigilancia e inspección de la educación superior. El decreto, expedido en una de las épocas de mayor agitación universitaria, busca dar una organización al sistema, que iniciaba su expansión, pero no puede ocultar su carácter intervencionista pues “la acción de las universidades, incluida la autonomía, [adquiría] un carácter subordinado a los lineamientos estatales en educación superior” (Villamil, 2005:222).

La Constitución de 1991 “garantiza la autonomía universitaria” (artículo 69) y en ese marco, la Ley 30 de 1992, cede algunas “de sus anteriores funciones de control administrativo y académico sobre programas e instituciones” (Gómez, 2000:35) generando un proceso de desregulación, aunque el Estado conserva las funciones de inspección y vigilancia. El Estado mantiene un control sobre el reconocimiento de los programas a través del denominado “registro calificado”, proceso obligatorio que consiste en solicitar al Ministerio de Educación Nacional la evaluación, y aprobación para la creación e iniciación de labores, cumpliendo las condiciones mínimas de calidad formuladas en el Decreto 2566 del 10 de septiembre de 2003. La regulación de la calidad posterior se hace cada vez más a través de los procesos de la acreditación y la certificación de calidad por de normas iso, inscritas más en una dinámica de mercado que en una garantía de calidad devenida de las necesidades sociales y del espíritu académico.

La Ley 30 en el artículo 75, hace explícitos los aspectos que debe contener el estatuto del profesor universitario, el cual debe ser expedido por el Consejo Superior de cada universidad y el artículo 123 reitera que el régimen del personal docente de educación superior será el consagrado en los estatutos de cada institución. En ambos artículos se especifican los aspectos que debe considerar tanto el régimen como los estatutos: Requisitos de vinculación, promoción, categorías, retiro y demás situaciones administrativas, sistemas de evaluación y capacitación, categorías, derechos y deberes, distinciones e incentivos y régimen disciplinario.

Al otorgar la categoría de sistema, a la evaluación del desempeño, la norma busca que se reconozca la complejidad del trabajo académico tanto en su diversidad constitutiva como en su dinámica cambiante en la vida de los sujetos y en la historia de las instituciones. Sin embargo, al no hacer alusión alguna a la noción misma del profesor, queda en las instituciones la libertad de definirlo y, por tanto, de privilegiar una u otra dimensión de la práctica profesoral

2.2. La evaluación del desempeño del profesorado universitario en la actual normativa colombiana

Cuando la Ley fue promulgada, ya había entrado en vigencia el Decreto 1444 de 1992 que establece el régimen salarial y prestacional de los empleados públicos docentes de las 16 universidades del orden nacional. Esta norma define los aspectos que se valoran para determinar los puntos que permiten definir el salario, las bonificaciones y demás prestaciones. El Decreto reconoce los títulos, la categoría en el escalafón, la experiencia calificada, la productividad académica y las actividades de dirección académico-administrativas. Sólo diez años después, los decretos 2912 de 2001 y 1279 de 2002, reconocen “el desempeño destacado en las labores de docencia y extensión” y cobijan a los profesores de las 32 universidades estatales.

Como el salario, la estabilidad laboral y los incentivos de carácter económico son la materia de estas normas, terminan por definir en gran parte qué se espera del profesor universitario, qué aspectos se privilegian en su desempeño y evaluación y terminan por estimular unas funciones y debilitar otras. El decreto vigente reconoce que una patente puede otorgar hasta 25 puntos salariales; un libro producto de investigación, o una producción artística original hasta 20; una publicación científica en revista indexada, un libro de ensayo o de texto, la traducción de un libro, una producción técnica o de software hasta 15. Aunque existen topes anuales de puntaje por productividad, las diferencias con el reconocimiento por el desempeño destacado en docencia o extensión solidaria (no-remunerada) son notorias, pues sólo puede llegar hasta 5 puntos anuales para un profesor titular, 4 para un asociado, 3 para un asistente y 2 para un instructor y hasta dos anuales para la “experiencia calificada” (Decreto 1279).

Los puntos se convierten en salario y factores salariales. Sin embargo, la productividad de menor nivel (publicaciones de divulgación o en impresos universitarios) y, según cada Consejo Superior lo defina, el desempeño destacado en la docencia o en la extensión, otorgan puntos para bonificaciones que consisten en reconocer al profesor un estímulo monetario por una sola vez sin constituir salario ni factores salariales.

Los organismos del Ejecutivo que regulan la educación superior colombiana son el Ministerio de Educación que cuenta con un Viceministerio y un Consejo de Educación (CESU), el Consejo Nacional de Acreditación (CNA), el Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior (CFES), entidad que realiza las pruebas y colciencias, que es el organismo de ciencia y tecnología. Todos inciden en la evaluación del profesorado. El Ministerio y colciencias, lo hacen de forma directa: el primero a través de los decretos que ya se analizaron y el segundo reglamentando los criterios de la producción académica. Los demás, de forma indirecta al evaluar los programas y las instituciones para la acreditación, o a través de las pruebas de resultados de los graduandos.

Tal como se ha descrito el panorama, la actividad que está reglamentada y produce efectos laborales y salariales homologables para todos los profesores de las universidades públicas, independiente de su grado en el escalafón, es la productividad académica registrada a través de publicaciones, patentes u obras de arte. La extensión no tiene una forma sistemática y homogénea de ser evaluada pero algunas universidades, como la Nacional, tienen reglamentadas las condiciones de participación en proyectos de consultoría y las formas de recibir estímulos económicos directos por esa participación. La extensión solidaria, no tiene remuneración extra y se acoge a los reconocimientos que por extensión destacada reglamente cada universidad. La dirección académica se rige por los topes que permite la norma nacional. La evaluación de la docencia, que no produce efectos salariales ni bonificaciones sino para los más destacados, se convierte en la actividad de menor estímulo dentro de la carrera profesoral, razón por la cual es la tarea que se debe hacer por obligación, pero de la que no se esperan consecuencias económicas directas.

2.3. La evaluación del profesorado en las universidades públicas colombianas

Como se indicó anteriormente, el Sistema Universitario Estatal (SUE) está conformado por 32 universidades, por tanto, la información que se presenta y analiza se refiere a este ámbito. Una vez que se identificaron las características de las universidades se seleccionaron once para realizar análisis cualitativos. La muestra se constituyó a partir de dos criterios: el tamaño y la ubicación geográfica, buscando que estuvieran representadas tanto universidades “grandes” como “pequeñas” de diferentes regiones del país. Se analizaron los estatutos generales de cada una; los del personal académico, profesoral o docente, según la denominación; los sistemas de evaluación para las universidades que los tenían disponibles en la web; algunos documentos –tanto de web como físicos– que hacían referencia a procesos o experiencias de evaluación en donde se incorporara la evaluación del profesorado; y la producción intelectual que existiera sobre el particular.

Para conocer con mayor detalle algunos aspectos de los procesos internos se conversó con algunos profesores que hubieran tenido cierto liderazgo en evaluación de los académicos, incluyendo directores de departamento, decanos o vicerrectores. Además de identificar los aspectos referidos a la noción del profesor universitario, de su desempeño y evaluación, se tuvo en cuenta la dinámica histórica que permite identificar variaciones referidas a las normas o a las experiencias. Asimismo, los análisis estuvieron siempre referidos a la relación que se encuentra entre las dinámicas internas de cada institución y las demandas externas que hace el Estado a través de sus normativas.{5}

2.3.1. Diversas nociones del profesor universitario

En los estatutos generales de las universidades y en los referidos al profesorado se encuentran las denominaciones: del personal académico, del profesor universitario, profesoral, del profesor, del docente, del personal docente y reglamento del profesor. Las denominaciones “académico”, “profesor” o “docente” conllevan no sólo una distinción semántica, sino que obedecen a ciertos matices de la representación social y de la propia definición que hacen las universidades. Aunque no todas explicitan una definición del profesor universitario, sí se infiere de su misión o funciones.

Todas consideran las cuatro funciones básicas: investigación, docencia, extensión y gestión universitaria. Sin embargo, no todas lo hacen de la misma forma, pues aquellas que lo denominan como “personal académico” ponen las cuatro funciones en un mismo plano de importancia, las que lo definen desde la docencia, enfatizan en su función educadora y, a renglón seguido, mencionan las otras tres funciones. El carácter de universidades “científicas” y “profesionales”, si bien no se formula explícitamente, sí se deriva del análisis de las misiones que cada una define para sí misma y por el énfasis en las definiciones de los profesores. Todas se refieren al papel del profesor en su relación con la misión académica de la universidad, mas no todas hacen explícita la condición de función pública que conlleva tanto el compromiso con el conocimiento como su responsabilidad en la solución de los problemas sociales y la participación en la prestación del servicio público universitario como inherente a la finalidad social del Estado.

2.3.2. Qué es un buen profesor

Esta caracterización, articulada con las funciones de la universidad, permite pensar en forma integral y compleja el ejercicio de la función pública del profesor universitario, abre un camino de solución al histórico debate entre el privilegio de la investigación sobre la docencia y hace posible que una evaluación integral pueda ser llevada a la práctica. Un ejemplo de esta conceptualización integral se puede ver en el Estatuto profesoral de la Universidad de Antioquia, el cual considera al profesor como “un servidor público comprometido con el conocimiento y con la solución de los problemas sociales que, con criterios de excelencia académica y en el marco de la autonomía universitaria, participa en la prestación de un servicio público, cultural, inherente a la finalidad social del Estado”. Asimismo, plantea la investigación como “fuente del saber, soporte del ejercicio docente y parte del currículo”; la docencia, “fundamentada en la investigación”; y la extensión como “una relación permanente y directa con la sociedad” por medio de la cual la universidad “asimila las diversas producciones culturales, y hace de las necesidades sociales objeto de la cátedra y de la investigación; a su vez, la sociedad participa en la producción universitaria y se beneficia de ella” (U. de Antioquia 1996:1-2).

Sin embargo, no todas las universidades consideran de la misma manera esta compleja relación y, por el contrario, consagran una abierta división entre los profesores investigadores y los que son exclusivamente docentes, como el último estatuto de personal académico de la Universidad Nacional que sólo admite profesores de dedicación exclusiva y de cátedra. Los primeros podrán realizar investigación, docencia, extensión y dirección; a los segundos, aunque no se les prohíbe, en la práctica se vinculan sólo para hacer docencia, según las horas contratadas. Esta abierta discriminación, llevará en poco tiempo a establecer odiosas desigualdades y a empobrecer la docencia (sobre todo la de pregrado) que será realizada por los catedráticos y los estudiantes de posgrado, pues los profesores de dedicación exclusiva estarán muy ocupados en adelantar investigaciones y consultoría, actividades más rentables.{6}

Si se enfoca la mirada en la práctica pedagógica, aparecen también aproximaciones diversas para definir un “buen profesor”. Reconocer “la versatilidad y complejidad de la enseñanza” constituye el punto de arranque para adelantar procesos de evaluación de la docencia (Rueda, 2006:30). Si el problema se complejiza ubicándolo en las crisis de nuestras sociedades en rápida transición, la crisis de la educación actual y las crisis de las universidades, se hace muy difícil llegar a acuerdos solamente desde una perspectiva del “deber ser”, como lo hacen los estatutos y los sistemas de evaluación consultados. La investigación empírica puede aportar algunas luces. En esta dirección, el estudio realizado en la Universidad Nacional en 1992, que se preguntó, desde una perspectiva pragmática, “por qué los profesores buenos son buenos”, tiene pertinencia. El estudio no partió de una predefinición de un “buen profesor”, sino que indagó en la historia de los últimos dos años cuáles habían sido los más nominados por los graduandos como sus mejores profesores durante toda su carrera, pues uno de los trámites para la titulación consiste en diligenciar la encuesta en la cual cada estudiante nomina hasta tres profesores. Se seleccionaron sólo siete que tuvieron las más altas recurrencias de nominación, así la noción de calidad de la docencia, asociada con un “buen profesor”, no era unívoca ni predefinida: era construida individual y colectivamente en el proceso histórico de cada estudiante y de las diversas carreras, pues en la muestra se incluyeron profesores de artes, ciencias, ingeniería y ciencias humanas.

Se observaron varias de sus clases empleando el enfoque cualitativo de etnografía del habla que asume la comunicación en el aula como una conversación espontánea (Hymes, 1974), la cual puede ser analizada como tal. Luego de múltiples observaciones, del análisis sucesivo de los registros de observación, las grabaciones de voz y del currículo de cada una/o de los estudiados se fue encontrando que todos los nominados eran profesores de amplia trayectoria y reconocimiento en su campo y en la universidad, aunque no todos eran mayores. Desde la perspectiva de las estructuras de participación de Goffman (1967, 1981) se concluyó que todas/os en sus clases manifiestan un profundo compromiso con lo que dicen (rol de principal), se revelan como autores de sus ideas (no meros repetidores enciclopédicos), actúan expresándose de manera veraz y sincera (Schiffrin, 1990) y mantienen la continuidad de un tópico durante la sesión de clase con la colaboración de sus estudiantes en la construcción de sentido, recurriendo a estrategias diversas como la clase magistral, el seminario, el trabajo de laboratorio o la realización de un taller artístico (Iriarte y Rodríguez, 1992; Rodríguez, 2006).

El estudio permitió reconocer que, lejos de oponerse la investigación a la docencia, se potencian mutuamente, por cuanto el saber producido a través de la investigación circula en las aulas que constituyen un primer ámbito de validación, el cual permite al investigador reformularse sus procesos de comunicación del saber producido. Parte de las razones por las cuales un estudiante escoge un curso, están asociadas con el reconocimiento del maestro como autor de ideas nuevas y seductor hacia un campo del saber. Asimismo, los profesores que tenían contacto con realidades sociales a través de la extensión recurrían a poner en diálogo los saberes teóricos con las realidades empíricas buscando lecturas complejas de ellas o, inclusive, permitiendo que la teoría fuera interpelada. Estudios empíricos como éstos tienen valor no sólo para construir nociones múltiples, diversas y complejas sobre la práctica pedagó­­gica universitaria, sino que pueden ayudar a concretar tanto las expectativas como los requisitos de la docencia y, obviamente, reorientar las políticas y prácticas de evaluación, buscando aproximar las diversas funciones, en vez de aislarlas y analizarlas separadamente.

2.3.3. Cómo se entiende la evaluación

Las nociones sobre la evaluación difieren entre las universidades y en la mayoría no es explícita una definición. Sin embargo, si se analizan los principios que la rigen, los fines, los objetivos específicos y los aspectos que valoran, se pueden identificar los alcances que se le asignan a la evaluación del profesorado. En las universidades que hacen un planteamiento explícito, éste aparece como un proceso permanente y sistemático y algunas lo amplían a integral y público que forma parte de la evaluación institucional.

Los principios que rigen la evaluación se hacen explícitos de manera detallada solamente en una universidad y en las otras se mencionan algunos o no se mencionan. Los principios que se enuncian son: universalidad, integridad, equidad, idoneidad, responsabilidad, coherencia, transparencia, pertinencia, eficacia, eficiencia, objetividad, imparcialidad, probidad, ética, ser formativa y cumplir con los fines institucionales.

Las universidades, de manera diversa, ponen énfasis en cuatro finalidades de la evaluación del profesorado, una relacionada con la institución y tres con el individuo. El mejoramiento de la calidad académica, expresada como la búsqueda de la excelencia, constituye el énfasis institucional. El acento en el sujeto se plantea como: el desarrollo profesional y humano del profesor que se articula con el mejoramiento continuo de la labor docente; la inclusión, permanencia y promoción dentro de la carrera docente; y el otorgamiento de distinciones y estímulos (esta última, también se encuentra asociada a las sanciones).

Los objetivos más específicos de la evaluación del profesorado hacen referencia a las funciones pragmáticas que se buscan y, de conformidad con las finalidades, se pueden agrupar en los que persiguen que la evaluación sirva más para propósitos institucionales o en los que centran la atención en el profesor, ya sea como sujeto, como académico o como funcionario, aunque esas especificaciones no se encuentran separadas ni de forma excluyente. En relación con el énfasis institucional, algunas universidades consideran entre sus objetivos: “acopiar información valiosa con miras a su acreditación permanente ante las comunidades académicas especializadas y ante la sociedad civil en general” (U. Distrital). O “la evaluación servirá de base para el desarrollo y planeamiento curricular y administrativo de la respectiva Unidad Académica” (uis). O “que la Universidad conozca los niveles de desempeño de los profesores y tome las medidas necesarias para procurar la excelencia” (U. de Antioquia).

Los objetivos más centrados en el profesor pueden clasificarse en tres tipos que tampoco se presentan separados. El primero se asocia más estrechamente con las relaciones que pueden interpretarse como de carácter académico-laboral: la calificación de la actuación, conocer el nivel de desempeño, la comprobación del cumplimiento de sus compromisos y la valoración de la calidad de sus servicios. El segundo, está más centrado en la función formativa de la evaluación: “El objetivo de la evaluación del desempeño del Personal Docente, es en esencia, el mejoramiento continuado del docente, la calidad académica e investigativa y la excelencia institucional” (UPTC). “Con el propósito de diagnosticar las necesidades de actualización, capacitación y perfeccionamiento docente para establecer los planes y programas respectivos y estimular el buen desempeño” (UTP). El tercero, se relaciona más con la carrera docente: “para la inscripción, ascenso y retiro del escalafón y para la renovación de los periodos de estabilidad” (Universidad Distrital) “y un estímulo para la permanencia en el escalafón” (UPTC).

2.3.4. Algunos procesos

Los sistemas de evaluación y los estatutos de personal académico profesoral o docente reglamentan cuatro tipos de evaluación del desempeño que se realizan en las universidades: de ingreso a la carrera docente luego de un periodo de prueba, de desempeño anual o semestral, de renovación de nombramiento (cada tres o cuatro años dependiendo de la categoría en el escalafón y de la universidad) y de promoción a una categoría superior del escalafón. La evaluación para acceder al cargo, que se lleva a cabo a través de concursos públicos, tiene altos niveles de exigencia, pero no fue objeto de análisis en este trabajo por cuanto no constituye evaluación del desempeño propiamente dicha. Existen también múltiples formas de evaluar a los profesores para concederles distinciones o estímulos, mas no se considera en forma separada por cuanto generalmente involucra formas de evaluación tanto sistemáticas como no sistemáticas y se relaciona más con dinámicas de visibilidad y reconocimiento público.

Tanto los estatutos docentes como los sistemas de evaluación plantean que se evalúan todas las actividades que realiza el profesor y, en general, se agrupan en investigación, docencia, extensión, gestión o dirección académica y formación. Sin embargo, como se anotó en el apartado sobre la normativa de la evaluación en el país, la producción intelectual constituye un circuito de evaluación altamente reglamentado por cuanto comporta implicaciones económicas; sin embargo, los procesos de investigación no se consideran objeto de evaluación, pues se estima que es a través de sus resultados que ésta se evalúa. Por el contrario, la evaluación de la extensión no se encuentra igualmente reglada y como mucha de la actividad es propiamente de consultoría y no de extensión solidaria generando ingresos económicos tanto a la universidad como a los profesores, su valoración se regula por el mercado y constituye por sí sola otro circuito de evaluación. Los procesos de formación deben restringirse a exigir el cumplimiento de los tiempos y de los compromisos contraídos con la institución donde se realizan los estudios. Los primeros se satisfacen con el reintegro al cargo en los plazos pactados y los segundos con los certificados de calificaciones o titulación emitidos por la institución receptora del profesor. Asimismo, la evaluación de la gestión tampoco aparece desglosada, salvo en lo concerniente a los responsables y a los puntajes obtenidos. En la práctica, la actividad evaluadora se ejerce sobre la docencia y la universidad termina montando complejos sistemas y dispositivos para evaluarla.

La evaluación es reglamentada por los Consejos Superiores y Académicos de cada universidad y se realiza en las Facultades. Son los Consejos de Facultad los responsables del proceso y de los resultados, aunque no excluye que los mecanismos concretos sean responsabilidad de otras unidades tales como las oficinas de docencia o de programas curriculares que diseñan y aplican los instrumentos y procesan la información. Así, muchas de las dificultades de los sistemas de evaluación del desempeño del profesorado estriban en que se piensan con espíritu sistémico, pero no operan como tales, pues las “partes” no logran formar “todos”, dado que las dificultades de comunicación y el aislamiento con el que se realizan las diversas tareas producen algunas sumatorias, pero no alcanzan a configurar sinergias.

En todas las universidades están definidos quiénes son los evaluadores y los participantes en el proceso y, en la mayoría, se estipulan los mecanismos. Además de los responsables, se establece que el mismo profesor debe participar en los diferentes procesos. Para propósitos de renovación de nombramiento y promoción en el escalafón, se exige la participación de los compañeros y/o los jefes inmediatos o pares académicos internos o externos. En la evaluación de la docencia el acto de evaluar recae en los estudiantes a través de cuestionarios de opinión, que arrojan resultados cuantitativos. Es notoria la ausencia de estrategias de carácter cualitativo.

Sólo cuatro de las once universidades analizadas hacen explícito que los resultados se harán conocer al profesor o se remitirán a la vicerrectoría para que pueda asignar los puntos correspondientes a la “experiencia calificada”. Esta inconsistencia en las normas coloca a la evaluación en una situación de inutilidad y sin sentido para los propósitos definidos de mejoramiento institucional y desarrollo del profesor por cuanto la mayoría de los procesos queda sin rumbo. Sólo producen efectos tangibles la evaluación de productividad, la de renovación de contrato y la de promoción. La evaluación de la docencia y la regular (semestral o anual, según la universidad) parece que no tuvieran los efectos esperados en los fines y objetivos que consagran los estatutos. Es evidente, asimismo, que en la vida real, efectos como los del reconocimiento académico asociado con la excelencia que se da en casos excepcionales también pueden ser efectos de evaluaciones visibles, pero sobre todo de otras que podrían denominarse “invisibles”, que se asocian con las dinámicas de poder y legitimación de las distinciones de toda sociedad.

2.3.5. La evaluación del desempeño como asunto de estudio y de dominio público

Conceptualmente se expresa que la evaluación tiene funciones sociales, culturales, académicas y de legitimación, razones por las cuales se incluyó una búsqueda acerca de la difusión de resultados, los efectos de las evaluaciones y la producción intelectual. En Colombia la producción sobre evaluación en la última década es amplia y diversa, pues la política gubernamental de evaluación censal de competencias y de evaluación y registro de información con fines de control (Miñana, 2006), ha dado lugar a múltiples estudios y publicaciones, tanto de los autores de los proyectos de evaluación como de los críticos. Sin embargo, la información sobre las evaluaciones del desempeño del profesor universitario y la producción sobre este tópico no tienen la misma amplitud ni diversidad.

La información encontrada permite agrupar en cuatro categorías la condición pública de la evaluación del desempeño de los profesores. La primera la constituyen las reflexiones y los ensayos que se publican analizando las normas (Misas, 2002; Gómez y Celis, 2007; Sevilla, 2002). La segunda, los informes de las dependencias encargadas de la aplicación y procesamiento de la encuesta de evaluación de la docencia que reportan el proceso y el número de instrumentos diligenciados sin referirse a los resultados (Universidad Distrital, 2006). La tercera, los análisis institucionales acerca de los procesos y resultados de la evaluación de la docencia, como es el caso de la Universidad Nacional que publicó los resultados obtenidos en las evaluaciones realizadas en el segundo semestre de 2000 y el primero de 2001 (Niño, 2002). La cuarta, las investigaciones que se realizan sobre la evaluación de la docencia (Villavicencio, 2008). En la primera categoría se analizan las implicaciones jurídicas, académicas, económicas y sociales que tienen las normas; en la segunda, se identifica una clara intención de hacer público un proceso; en la tercera, se busca articular el proceso y los resultados de la evaluación de la docencia con las dinámicas de autoevaluación, evaluación general y de acreditación tanto de los programas como de la universidad misma; y en la cuarta existe un interés particular de investigación. Todas hacen pública la evaluación del desempeño, mas en ninguna se analiza qué se hace con la información obtenida y cuáles son sus efectos posteriores.

3. LA EVALUACIÓN DEL DESEMPEÑO DEL PROFESORADO EN LAS UNIVERSIDADES PÚBLICAS COLOMBIANAS: UNA APROXIMACIÓN A SU SITUACIÓN ACTUAL

El recorrido que se ha hecho a través de este texto permite aproximarse a una lectura que sirve apenas para iniciar procesos más sistemáticos de estudio, reflexión y debate. Esa es la intención básica de estas líneas que, de ninguna manera, pretenden ser conclusivas ni comprehensivas, dado que apenas se tiene una mirada parcial de las realidades analizadas, de por sí complejas y diversas, de la evaluación del desempeño del profesorado en las universidades públicas colombianas.

En Colombia, la evaluación ha sido consagrada como parte de la dinámica de las universidades y se propone fortalecer la autonomía y ganar terreno en la legitimidad. Sin embargo, la estricta reglamentación que el Estado ha hecho de la evaluación de la productividad académica, centrada en las publicaciones o en productos de valor universal y asociada casi exclusivamente con los aspectos económicos y laborales del profesor –aunque puede estimular el desarrollo científico tanto del individuo como de la institución y del país– conlleva varios efectos perversos, que no pueden ocultarse tales como el afán lucrativo o la burocratización del intelectual que sólo busca beneficios individuales de dinero o poder con menoscabo de su función pública.

De otra parte, se coloca a las universidades en una encrucijada muy difícil de resolver: por un lado, deben estimular la productividad académica, pues de lo contrario agudizan su crisis de hegemonía y legitimidad por cuanto pierden terreno en el mercado del saber; pero por otro, una productividad muy alta y de buena calidad por parte de los profesores exige un incremento en el gasto que no está compensado por el Estado y, por tanto, deben recurrir a la venta de servicios en un mercado cada vez más competitivo para cubrir los desfases entre lo presupuestado y lo efectivamente gastado. Este desfase se hace más grande cada año y constituye evidentemente uno de los mayores factores de la crisis institucional que debe afrontar la universidad pública. Para ello, debe pasar por un proceso de legitimación ante el Estado y son recurrentes los esfuerzos que hacen los directivos universitarios para desarrollar indicadores que permitan medir con mayor precisión la compleja acción de la universidad, superando los simples indicadores cuantitativos de costo/estudiante, matriculados/graduados, tiempos de graduación, etc., que muchos funcionarios estatales aplican para mostrar la “ineficiencia” de la universidad pública y su responsabilidad en la distribución del ingreso y en la inequidad.

Para la sociedad esta dinámica se convierte en un problema múltiple, pues la calidad de la formación y el compromiso con los sectores excluidos de la población –que más requieren de saberes nuevos para la solución de sus problemas– es inversamente proporcional al éxito que la universidad pública tenga en el mercado y las finanzas, dado que estos triunfos se logran en lo fundamental por la migración de los mejores profesores hacia las labores de investigación y extensión remunerada.

El privilegio de la evaluación de la productividad, aunado a la desregulación de la evaluación de la extensión en el marco de los compromisos históricos y sociales de la universidad pública, terminan por focalizar la acción evaluativa en la docencia. Sin embargo, las evidencias indican que es justamente en el campo en el cual existe una mayor inversión económica, de esfuerzos y de procesos, pero que no producen efectos sobre la vida académica de la institución ni del individuo en la misma proporción que exige su aplicación. Podría afirmarse que la evaluación de la docencia en las universidades públicas ha sido convertida en un fetiche (Granovsky, 2003) por cuanto se usa más como instrumento de información y control que como integrante de procesos de mejoramiento individual, colectivo e institucional.

Los procesos de evaluación del profesorado son altamente exigentes para la incorporación a la carrera académica por cuanto las comunidades disciplinares y profesionales y el cuerpo docente universitario constituyen élites que se cuidan de seleccionar muy bien a sus miembros. Es también exigente, aunque no con el mismo rigor, la evaluación de la productividad académica que se realiza a través de pares externos y la evaluación para la promoción dentro del escalafón. Es bastante laxa para la renovación de nombramiento y puede calificarse de difusa para la actividad permanente (anual o semestral) en la cual, los enmarañados procesos de recolección de información, aunados a las múltiples instancias que la generan, hacen casi imposible que se tengan miradas comprehensivas del desempeño de manera pertinente y oportuna.

Otra característica que se observa en las dinámicas de evaluación del desempeño profesoral en las universidades analizadas es su carácter individualista y poco participativo. Al centrarse principalmente en aspectos laborales y económicos de las relaciones entre las personas naturales y las instituciones, tanto los procesos como los contenidos se orientan hacia una valoración del individuo y, aunque la mayoría de las universidades declaran que una función central de la evaluación del desempeño es su aporte al desarrollo personal e institucional, no se encontraron evidencias que hagan efectiva la articulación de los procesos de evaluación, como tampoco de la información resultante con los proyectos y programas institucionales o con la constitución o consolidación de comunidades. Esta característica que fomenta la competencia (muchas veces malsana en lo que popularmente se ha denominado “la antropofagia académica”) constituye un resorte fundamental de la actual sociedad de mercado y del denominado tercer espíritu del capitalismo (Boltanski y Chiapello, 2002), impide de manera eficaz el fomento de la solidaridad, fundamento del lazo social y ahonda la crisis institucional que denuncia Boaventura de Sousa Santos (2005 y 2006). De otra parte, la poca participación de los profesores en los procesos de diseño, desarrollo, discusión y evaluación de la misma evaluación (Iaies et al., 2003) la convierten en un campo de resistencia que ya viene lastrado desde su origen y se torna cada vez más exógeno, dado que no forma parte dinámica de una construcción de sentidos compartidos, porque se usa básicamente como medio de control.

Hablar de la evaluación de la docencia de forma separada a la evaluación integral de las funciones académicas, institucionales y ciudadanas de los profesores universitarios no contribuye a hacer de la valoración del desempeño un asunto vital para profesores y universidades; sino que, por el contrario, agudiza las segmentaciones que ya de por sí han propiciado el Estado y el mercado y la convierte en un ritual vacío que todos cumplen y ninguno acata. Esta esquizofrenia implícita del actual modelo, demanda que quienes piensan la evaluación interpelen los propios paradigmas desde los cuales la analizan y pongan en diálogo el discurso que se ha estado construyendo con las realidades de nuestras sociedades y nuestras universidades. Asimismo, el establecimiento de unas relaciones más cercanas entre los investigadores y su producción intelectual con los decisores, agentes y agencias de evaluación, contribuirá a complejizar y diversificar el discurso y cualificar las prácticas. De lo contrario, perpetuaremos ese desencuentro que denunciaba Aline Helg (1987) acerca de la educación colombiana y haremos de los nuevos proyectos un capítulo más de la historia de fracasos desesperantes.

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Colombia (1991). Constitución Política de Colombia.

Colombia (1992). Ley 30 de diciembre 28 de 1992 por el cual se organiza el servicio público de la Educación Superior.

Colombia (2007).Ministerio de Hacienda y Crédito Público. Ley 1169 diciembre 5 de 2007 “Por la cual se decreta el presupuesto de rentas y recursos de capital y ley de apropiaciones para la vigencia fiscal del 1o. de enero al 31 de diciembre de 2008”.

Fuentes de las Universidades incluidas en la muestra:

Universidad de Antioquia: http://www.udea.edu.co/

Universidad de Cartagena: http://www.unicartagena.edu.co/

Universidad de Nariño: http://www.udenar.edu.co/

Universidad del Cauca: http://www.unicauca.edu.co/

Universidad del Valle: http://www.univalle.edu.co/estatica/index-desplegables.html

Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Bogotá): http://www.udistrital.edu.co/

Universidad Nacional de Colombia: http://www.unal.edu.co/

Universidad Industrial de Santander (uis): https://www.uis.edu.co/portal/index_uis.html

Universidad Pedagógica Nacional (upn): http://www.pedagogica.edu.co:8080/portal/index.php

Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (uptc): http://www.uptc.edu.co/

Universidad Tecnológica de Pereira (utp): http://www.utp.edu.co/

 


{1} Este trabajo se realizó por solicitud del Comité Organizador del IV Coloquio Iberoamericano sobre la Evaluación de la Docencia Universitaria y contó con el apoyo del Programa de Fortalecimiento de la Capacidad Científica en la Educación Básica y Media, RED y del Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia. La recolección y análisis de la información estuvo a cargo del sociólogo y estudiante de la maestría en educación Vladimir Alejandro Ariza M.; del estudiante de psicología Álvaro Esteban Hoyos O. y del psicólogo Jaime Andrés Piracón F., todos ellos de la Universidad Nacional de Colombia.

{2} Para una documentación más precisa, el lector puede remitirse al documento completo Compilación de observaciones finales del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales sobre países de América Latina y el Caribe (1989-2004). Algunas muestras que corroboran lo dicho:
“El Comité observa con preocupación que persiste un ambiente de violencia en gran escala en Colombia, particularmente en la región de Urabá. Este factor desestabiliza gravemente el país y dificulta los esfuerzos que realiza el Gobierno para garantizar a todos el disfrute pleno de los derechos económicos, sociales y culturales. El Comité observa que esa violencia se debe en parte a las graves desigualdades que existen en la sociedad, tales como las enormes diferencias en la distribución de la riqueza nacional, incluida la propiedad de las tierras
“El Comité observa con pesar que los territorios tradicionales de los pueblos indígenas han sido reducidos u ocupados, sin su consentimiento, por empresas madereras, mineras y petrolíferas, en detrimento de la práctica de la cultura indígena y del equilibrio del ecosistema.
“En particular, el Comité observa con preocupación las negativas consecuencias de la parte militar del Plan Colombia, que ha tenido como efecto nuevos desplazamientos de poblaciones afectadas por la fumigación de cultivos ilícitos.
“El Comité toma nota de que desde 1997 no se han registrado avances, sino más bien retrocesos, en materia de igualdad entre el hombre y la mujer, lo que expone a ésta al riesgo de empobrecimiento general.
“Toma nota con pavor de que de 1991 a 2001 fueron asesinados más de 1.500 sindicalistas, en muchos casos sólo por su afiliación sindical” (pp. 79-82).

{3} El denominado Informe Atcon (2005) que planteaba las directrices para la Universidad Latinoamericana y la Reforma Patiño 1964-1966, en la Universidad Nacional constituyen testimonios de esta tendencia modernizante.

{4} Para un análisis más detallado de las dinámicas de desarrollo y evolución de la educación superior y de las universidades colombianas, pueden consultarse los trabajos de Germán Rama (1970), Gabriel Misas (2004) y Myriam Henao (1999).

{5} Las universidades incluidas en la muestra son: de Antioquia, de Cartagena, de Nariño, del Cauca, del Valle, Distrital Francisco José de Caldas (Bogotá), Nacional de Colombia, Industrial de Santander, Pedagógica Nacional, Pedagógica y Tecnológica de Colombia y Tecnológica de Pereira.

{6} La Universidad Nacional de Colombia ha tenido sucesivas reestructuraciones. El personal académico se regía por el Acuerdo 45 de 1986 que fue parcialmente modificado por el Decreto 1210 de 1993 y luego derogado por el Acuerdo 035 de 2002. En 2005 se expidió el Acuerdo 016 que se aplica al personal académico vinculado a partir de esa fecha.