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.2010 - Volumen 3, Número 1 (e).
 
       
       
   
Panel 1
 
       
    Lidia Fernández  
       
   

 

  • La evaluación de la docencia: plataformas, nuevas agendas y caminos alternativos. Edith Litwin (Universidad de Buenos Aires) Argentina.
  • La evaluación de la docencia en las universidades públicas mexicanas: un diagnóstico para su comprensión y mejora Mario Rueda Beltrán y Benilde García Cabrero (Universidad Nacional Autónoma de México); Edna Luna Serrano (Universidad Autónoma de Baja California) y Javier Loredo Enríquez (Universidad Iberoamericana) México.
  • Evaluación de competencias docentes: una experiencia en tres posgrados en educación. Isabel Guzmán  y Rigoberto Marín Uribe (Universidad Autónoma de Chihuahua)  y Ana María González Ortiz (Centro de Investigación y Docencia de los seech) México.
  • La evaluación de la docencia universitaria desde un abordaje institucional. Norberto Fernández Lamarra y Natalia Coppola (Universidad Nacional de Tres de Febrero) Argentina.

 1. Comentarios Panel 1

Agradezco desde ya haber sido invitada por los organizadores  a comentar este panel que, siendo el primero, se propuso resultar útil al planteo de los ejes que va a trabajar el coloquio. Dado el tiempo disponible, 10 minutos que quisiera respetar, he procurado ceñirme a cuestiones que creo centrales. Así, voy a concentrarme por una parte en la posición con que este panel encara el problema de la evaluación de los docentes  Por otra en el desafío que plantea al Coloquio como espacio de expresión política.

La exposición va a tomar la forma de una argumentación a lo largo de la cual voy a ir citando puntos especiales de cada una de las ponencias que aquí se han expuesto. Por concurrencia de planteos más que por coincidencia sustantiva en todos los casos, las presentaciones de este panel sostienen una posición clara que no resulta superfluo reiterar:

La evaluación de la docencia y más aún la de la docencia universitaria, se enfrenta con una tarea desafiada por dos cuestiones centrales: por la complejidad intrínseca del proceso que se propone a evaluación, sin duda. Pero también, por el uso abusivo que se ha hecho de la evaluación como disimulo de formas no explícitas de control.

Voy a lo primero, la índole compleja del proceso.

La docencia en general es un ejercicio complejo –por consiguiente poblado de contradicciones que desafían las lógicas convencionales y formales–, influido por modelos históricos en especial  por las condiciones que impone la división del trabajo, tanto la internacional a los países como la propia de cada organización a los grupos y sujetos. Se trata de un ejercicio afectado  por la situación moral y laboral general, por el conocimiento del oficio y sus secretos, por la identidad profesional y el particular uso de ideologías: las generales y aquellas que funcionan como ideologías colectivas de carácter defensivo.

En el caso de los profesores universitarios, el tema nos ubica  frente a personas con alta experticia en un campo profesional (la selección que las universidades hacen de sus profesores es dura y difícil y comienza en los primeros escalones de la escolaridad), personas que han desarrollado conocimientos sobre la manera de facilitar la formación para ese campo, en parte basado en su profundo conocimiento del desempeño profesional de que se trate, en parte basado en los propios modelos biográficos. Se trata de personas que además transitan campos institucionales atravesados por múltiples demandas y actualmente impactados por una transición en los modelos universitarios que ha penetrado a través de formas de control “vestidas” de evaluación.

Edith Litwin muestra la complejidad de la tarea de los profesores en aquello que es el núcleo de su sentido: el impacto formativo que puede tener sobre el trayecto de los estudiantes. Lo hace de un modo sutil refiriéndose a la diversidad casi imponderable de este impacto y al modo en que, en incontables ocasiones, se asocia con comportamientos que el profesor tiene en los márgenes de su desempeño. Allí en donde lo sacude lo insólito, o donde los hechos provocan su mayor compromiso como profesional o como formador, o donde los desafíos ponen en movimiento su  creatividad, su expresión de posición, su violencia moral.

En coincidencia con Bachelard, Edith subtiende a su exposición una pregunta: ¿Cuántas veces las “huellas del maestro”, aquello que muchos años más tarde –y a la vista reflexiva de nuestra trayectoria, reconocemos como su impacto–, está asociado a lo insólito de estos comportamientos del margen? ¿Cómo evaluarlos?, sobre todo ¿cuándo evaluarlos? ¿Cuál puede ser el instrumento capaz de  captar lo que es casi materia de la experiencia intersubjetiva, del contacto emocional entre inteligencias, de la identificación en la pasión por el saber y por saber, del compartir espacios de producción en los que inadvertidamente se van cincelando las identidades?

Aparentando sencilla inocencia, Norberto Fernández Lamarra y Natalia Coppola, llaman la atención sobre la docencia como función institucional y la dejan relacionada, por consiguiente, con el  intenso y extenso claro oscuro de la trama de condiciones y procesos que constituyen la vida institucional.

No es poco como desafío: ¿desde cuántos códigos y contextos de significado puede hacerse entonces la lectura del comportamiento docente? Los que enseñan a los estudiantes son también sujetos de la gestión, de la producción de  conocimiento y de la transferencia en la comunidad, se ocupan de identificar y formar a  los que van a garantizar continuidad y renovación de la vida institucional. Son los mismos que pelean  por cuotas de poder para sostenerse y sostener su tarea, para  proteger o cambiar un proyecto institucional, los que enfrentan cotidianamente la tentación de la conducta desviada… Los que, como si todo eso fuera poco, sufren en sí el entrecruzamiento imprevisible de todo esto con su extracción de clase, con su género, con su etnia, con las propias y singulares líneas de su biografía.

Para nuestro caso –y para el de otros varios países a los que históricamente nos parecemos– estos profesores tramitan un recambio generacional por demás significativo.

Se retira de las universidades públicas argentinas a la generación que hizo la normalización universitaria después de la dictadura y lo hace a sabiendas de que el legado que procuró transmitir está cuestionado o ha sido declarado obsoleto. Debe asumir los liderazgos una generación que se formó en este legado pero se ve demandada de “ser práctica y realista” para adaptarse a las nuevas reglas. Efectivamente nuestros profesores universitarios no viven situaciones fáciles y en ellas el asunto de la evaluación, y su traducción en reconocimiento o exclusión, adquiere un sentido álgido.

¿Cuáles pueden ser los indicadores precisos, medibles, contables de esta trama apenas vislumbrada? ¿Con qué instrumento sencillo, fácilmente administrable, válido y confiable se la puede captar sin ejercer sobre ella una inevitable simplificación?

La cita de la experiencia Argentina con la evaluación institucional muestra  tanto el  descreimiento  de los autores de esta ponencia  respecto de cualquiera de esas pretensiones, como el minucioso cuidado con el que el diseño de los encuadres utilizados atendieron, en su momento, a garantizar un análisis de las cuestiones en el marco de su propia situación institucional. Un análisis respetuoso de lo local, un análisis clínico. Por supuesto que esto nos pone frente a la necesidad de estudios con consulta a los diferentes actores y suficientemente extendidos en el tiempo. Nada que se parezca a la sola administración de un instrumento.

Por otra vía, el trabajo presentado por Isabel Guzmán, Rigoberto Marín Uribe y Ana María González Ortiz muestra la misma opción por un análisis situado en el marco de proyectos y modelos institucionales. Con un rigor metodológico que ofrece pocas dudas sobre el cuidado puesto en la construcción del instrumento, los autores construyen un cuestionario destinado a evaluar tres competencias docentes consideradas de importancia central.

El relato muestra esto y muestra también la tarea titánica, ¿tal vez imposible?, de captar la dinámica profunda de procesos aludidos por esas competencias o de producir lo mismo con referencia a procesos de la práctica evitando la reducción y la simplificación de su complejidad.
De lo que se trata, como muestra la exposición de principios de este trabajo es de captar esa complejidad. El asunto es si tal propósito es posible con herramientas de encuesta como parecen suponer a veces las oficinas responsables de evaluar y, muchas más veces, las empresas que buscan vender a las universidades su garantía de objetividad y sus certificados de calidad.  O si sólo lo es con un abordaje clínico –en el sentido de trabajo a la par del sujeto caso– que supone los recursos del acompañamiento, la entrevista, la observación, el diálogo y, sobre todo, la confianza sostenida a través del tiempo.

Tanto la ponencia de Edith Litwin como la de Mario Rueda Beltrán, Edna Luna Serrano, Benidle García Cabrero y Javier Loredo Enríquez, aportan datos sobre la reticencia y la desconfianza existente en los profesores de nuestras universidades frente a la evaluación de los noventa. ¿Cómo instalar entonces, desde las organizaciones administrativamente dedicadas a ella, el setting, la puesta en escena y el encuadre de un acompañamiento clínico? Parece imposible.

Y es esto lo que el panel señala directa o indirectamente como fuente que añade complicación institucional a un objeto de por sí altamente complejo. Me refiero a la utilización que se ha hecho de la evaluación para disimular formas no explícitas de control. En este punto la investigación del grupo encabezado por Rueda Beltrán es la que aporta a mi juicio consideraciones clave.

Los resultados presentados muestran con amplitud, también lo citados por Fernández Lamarra para un área más restringida, que la evaluación que comienza a instalarse en nuestras universidades en los noventa está estrechamente vinculada con formas de control ligadas a la asignación diferencial de salarios y de recursos.

Por supuesto, que el hecho adquiere mayor significación si se advierte –como lo advierten muchos profesores y estudiantes– que esta estrategia deriva a su vez no sólo o no principalmente de propósitos orientados hacia el  mejoramiento de calidad, sino de la limitación de presupuestos, el acotamiento de libertad en la decisión sobre recursos, la introducción de criterios para asignarlos según propuestas derivadas en el mejor de los casos, de políticas del sector y en la mayoría de los casos de orientaciones internacionales y decisiones técnicas de escritorio. Un hecho reiteradamente señalado por la investigación de los autores y por información diversa que da el panel: la mayoría de las universidades sólo incorpora el cuestionario a estudiantes a título de este tipo de evaluación.

Si bien se trata de un hecho que tal vez requiera un análisis institucional en profundidad, sin duda es plausible conjeturar que estamos frente a una fuerte expresión de resistencia a tomar efectivamente como responsabilidad esta evaluación. Es un modo de hacer/ cumplir /sin hacer. De por sí la resistencia institucional no es mala –muchas obras y valores se resguardaron a través de la historia gracias a ella– el problema es que así planteada, en forma evitativa, se convierte en  una vía regia para mantener oculto el problema obligando a los estudiantes a una tarea de resultados inciertos. Por lo menos a una tarea que, en muchas ocasiones, compromete la salud de las relaciones pedagógicas.

Si esto es así, no resulta extraño que estas estimaciones no tengan impacto sobre el mejoramiento de la calidad de enseñanza. Tampoco debiera asombrar que en épocas de debilitamiento de las referencias, se registren casos de desvío organizacional graves: negociaciones entre profesores y estudiantes, casos de manipulación de la opinión, uso de resultados para fines espurios –ascensos, despidos– tráfico de influencias…

Sería mágico que estos desvíos no hubieran aumentado la reticencia y la desconfianza frente a los abordajes presentados como evaluación y frente a cualquier otro acercamiento de investigación que se les pudiera asemejar. Más aún es posible pensar que la amplia gama de modos de evaluaciones formales y cotidianas que señala Edith Litwin como parte de las prácticas de nuestra universidad, las líneas de  innovación que plantean estos autores y los proyectos en marcha que van a relatarse en el resto de los paneles pudieran sufrir en el campo de práctica la “contaminación” con estas formas de control que se han vestido de evaluación.

Anuncié al principio que mi comentario iba a referirse centralmente a dos de los aportes que hace a mi juicio este panel al Coloquio. He desarrollado el primero: el que hace a una propuesta de posición epistemológica e  histórica para considerar el objeto –la tarea de los profesores– tal como hoy se presenta al intento de ser evaluado. Voy ahora al segundo de los aportes en que decidí centrar el comentario. Se trata del  desafío que plantea el panel al Coloquio como espacio de expresión política.

Los ejes temáticos del Coloquio vinculan estrechamente calidad, tarea de los profesores e investigación de la evaluación y de las prácticas de enseñanza. Los han vinculado los autores  y todo dice que así están en su influencia recíproca  en el ámbito de la práctica. Lo presentado en este panel, a mi juicio, hace al Coloquio lo que parece ser un planteo de opción: ¿Qué va a producir este Coloquio ante el avance de los resultados disponibles: una llamada de atención decisiva y decidida sobre los hechos aludidos o la invitación a una nueva apuesta por los criterios y expectativas de los noventa?

Por lo que hemos escuchado, una llamada de atención decisiva sobre los hechos obliga a decir que:

Las que se están llamando evaluaciones son formas solapadas de control sin  impacto sobre el mejoramiento y con real poder para obstaculizar las formas habituales y las formas innovadoras de evaluación.

  • Si queremos tener impacto de mejora debemos aclarar esta confusión, insistir en que el control corra por vías separadas de la evaluación y que, por una parte, se consideren las innovaciones que hacen los profesores en el nivel de sus prácticas –se hagan visibles, se conviertan en motivo de análisis e intercambio– y, por otra, se intensifiquen, se afinen, se diversifiquen los dispositivos aptos para acompañar el quehacer cotidiano en un ejercicio reflexivo de la profesión docente.
  • Será imposible negar, además, que habrá cuestiones de calidad vinculadas a condiciones sociales, económicas e institucionales que afectan la calidad de los espacios de formación y de los desempeños docentes que no se modificarán en tanto ellas no se modifiquen. O, por lo menos, no se modificarán en forma amplia y general. O sólo se modificarán y en modo insignificante, contando con el desgaste  que supone la sobre implicación.

Realmente, resulta mucho más sencilla una nueva apuesta al modelo de los noventa. Sólo requiere una convocatoria a mejorar las herramientas, sosteniendo que está en ellas un camino posible para hallar la buena relación entre evaluación y mejoramiento de la calidad. Claro que esto nos exige poner nuestra energía en una re-negación.

Ante la decisión, argumentos de inevitabilidad disponibles hay muchos, porque plantear las cuestiones como inevitables es parte de la ideología que propone y difunde  la globalización. Resignarse a que algo que definimos posible de evaluar es imposible de este modo, o que estamos equivocando los términos o que hemos caído presos en las trampas de la ilusión o que hemos preferido no ver, tampoco es sencillo de reconocer y de sostener para nosotros los intelectuales y especialistas. Requiere una renuncia íntima que tensa nuestra mayor valentía.

En una época de transición de modelos, con tanta confusión respecto de lo que es efectivamente valioso y con tanta dificultad para sostener los valores de una producción universitaria regionalmente autónoma en su dimensión científica y pedagógica,  en verdad que la función que este Coloquio puede cumplir es realmente importante para los profesores universitarios de América Latina.

Creo expresar a una buena parte de los universitarios –también a universitarios reflexivos de los países centrales–  cuando digo que el mayor bien derivaría sin duda de la remoción de aquellos obstáculos que distorsionan la tarea institucional y el desempeño de los profesores. Y que esos obstáculos vienen en mucha menor medida del carácter de los desempeños docentes y en mucha mayor medida de la descalificación del saber existente en las prácticas al servicio del aumento del control y la pérdida de autonomía.

Nunca es fácil comentar en muy breves momentos trabajos sobre temas cruciales que provocan nuestras posiciones institucionales y políticas. Menos fácil es cuando se trata de trabajos densos en lo teórico-metodológico y desafiantes en las propuestas como han sido los expuestos en este panel. Sobre todo cuando algunos de ellos están dando un “pie fuerte”  para un desarrollo genuinamente crítico.

Espero haber captado con claridad algunas de las preocupaciones de los integrantes de este panel. Por lo  menos deseo no haberlas distorsionado demasiado.

Muchas gracias.

 

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