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.2011 - Volumen 4, Número 1
 
     
Evaluación para la Inclusión Educativa
 
Ma. Antonia Casanova
 

1. DEMOCRACIA ES INCLUSIÓN

El modelo de educación inclusiva parece el único válido en una sociedad democrática, que en principio asume las diferencias y las valora, además de tomarlas en cuenta para que las personas que, en un grupo determinado, se singularizan más por sus características peculiares, dispongan de las mismas oportunidades de educación, formación y desarrollo que el resto.

En definitiva, en una sociedad democrática la educación o es inclusiva o no se puede llamar educación, ya que en este segundo caso no cumpliría con las funciones que tiene encomendadas por la sociedad para la formación de los futuros ciudadanos, que deberán participar activa, creativa y críticamente y en la creación del futuro de su nación o grupo de pertenencia. Además, esa educación debe abarcar a todos los niños y jóvenes en las edades de la escolarización obligatoria, pues es la única garantía de acceso social en igualdad de oportunidades: la escuela debe proveer de todo cuanto no les aporta su entorno, cuando esto ocurra así, compensando las dificultades y deficiencias que el contexto familiar o social les depare. Y cuando hablo de “todos”, son “todos”, cualesquiera que sean sus características y condiciones. Y también de “todas”, para especificarlo mejor, aunque no lo repita insistentemente para facilitar la lectura. Porque, como afirma Connell:

El concepto de “democracia” supone una toma de decisiones colectiva sobre cuestiones trascendentales, en las que todos los ciudadanos tienen, en principio, la misma voz. Para los Estados modernos son cuestiones trascendentales la guerra y la paz, las inversiones, la política de empleo, el desarrollo urbano y la protección del medio ambiente, la violencia sexual, la provisión del bienestar social, los contenidos de los medios de comunicación y el diseño de los sistemas educativos. (…) Ser participantes activos en esa toma de decisiones requiere una diversidad de conocimientos y destrezas (incluida la habilidad de adquirir más conocimientos). (…) Por esto, quienes apoyan el feminismo tienen razón al señalar que una sociedad en la que los hombres ejercen de forma habitual el control sobre las mujeres no es una democracia. (CONNELL, 1999: 66-67)

Partimos, pues, de que la educación, si lo es, es inclusiva. Creo, por ello, que ya podríamos ir dejando de ponerle adjetivos a la educación en este siglo XXI en su segunda década recién comenzada, para hablar solo de educación. En sociedades democráticas, la educación es para todos y todas, con sus diferencias que nos enriquecen y hacen de la sociedad un entorno interesante, creativo, intercultural, cooperativo, amigable y amistoso…; y con las circunstancias, más o menos difíciles, que en determinados momentos de la vida afectan a cualquier persona: entonces también debe estar presente ese grupo social para comprender, cuidar y apoyar. Y también esta respuesta inmediata debe aparecer en el entorno escolar. La escuela tiene un papel fundamental para el desarrollo de la persona, por lo que esa “cultura del cuidado” que nos propone Raul Weis (2007), debe impregnar la filosofía educativa en las instituciones, ya que supone que todos los involucrados en su desarrollo se hacen responsables de todos, es decir, que la totalidad de la comunidad educativa asume éticamente el cuidado de sus integrantes y se responsabiliza de cuanto ocurre en el día a día de los procesos que transcurren en la institución.

2. ¿CUÁL ES LA FUNCIÓN DE LA EDUCACIÓN INSTITUCIONAL?

Tradicionalmente, al margen de las muchas definiciones y propósitos que se planteen para la escuela, la finalidad básica de la educación es preparar para la vida a las nuevas generaciones de ciudadanos. Y como la vida cambia, la filosofía y su modo de aplicarla debe ir adaptándose a los modelos de sociedad y a los recursos y medios que esta provee a las instituciones escolares, de manera que desempeñe su función del mejor modo posible.

La responsabilidad y el compromiso que se asume desde la educación deriva, desde un enfoque profesional, en un planteamiento de su actuación que ofrezca respuestas válidas con objeto de que la persona -todas las personas- sea capaz y competente para abordar el futuro, de acuerdo con las posibilidades que tenemos, más o menos inciertas, de predecirlo. Pero esto siempre ha sido así: se ha preparado a los estudiantes para una sociedad que no se conocía, aunque en los momentos actuales quizá se sienta más el vértigo debido a la aceleración con que se producen los cambios en todos los órdenes del quehacer humano. No obstante, la cantidad de información y de conocimiento a los que ahora se puede acceder en un instante, la movilidad de las personas de un lugar a otro, la conexión virtual que se mantiene a nivel mundial…, obligan a plantearse con seriedad cómo implementar la educación para que resulte atractiva y motivadora al alumnado, por una parte, y para que sea realmente eficaz favoreciendo una formación funcional de cara a la incorporación laboral y social de la persona y al logro de una autoestima que le permita sentirse a gusto consigo misma.

Por estas razones, aunque la educación persiga un mismo objetivo básico, lo que es preciso revisar con rigor es el modo en que se está llevando a cabo desde el punto de vista institucional. El currículum educativo, entendido de forma amplia,  es decir, como conjunto de experiencias formativas que la escuela ofrece al alumno, y no como programa o plan de estudios que solo indica los “temas” que se deben “aprender” (¿o memorizar?), hay que repensarlo para que efectivamente cumpla su función educativa, no vaya a ser que, manteniendo rutinas de siglos pasados -no exagero nada-, aunque le hayamos cambiado de nombre sigamos haciendo lo mismo que se hacía hace cien años. Y, como afirma Stephen Covey: “Si seguimos haciendo lo que estamos haciendo, seguiremos consiguiendo lo que estamos consiguiendo”. Y, la verdad, creo que todavía queda mucho camino por recorrer en la escuela para llegar a las metas que nos gustaría alcanzar para toda la población, y que nadie está satisfecho plenamente con el modelo de escuela habitual en el que se educan, aún, muchos millones de niños a los que hay que preparar con más y mejores recursos para su futuro.

Si necesitamos con urgencia una educación inclusiva, o sea, para todos y de calidad, habrá que replantearse, también con urgencia, cómo se están abordando los diferentes elementos que componen ese currículum a través del cual la educación se convierte en hechos educativos dentro del aula. En definitiva, para que los procesos educativos que se producen entre maestro y alumno, tengan la calidad suficiente y lleguen a esa educación de calidad imprescindible en la sociedad actual. Las personas que no dispongan de esa educación, no van a formar parte de la sociedad democrática que vivimos, no van a poder participar en ella en igualdad de condiciones…, estarán privadas de sus derechos fundamentales como personas.

Cuando hago alusión a los elementos del currículum, me estoy refiriendo a pensar y replantear los propósitos que se deben alcanzar, las competencias básicas necesarias para la vida, los contenidos que hay que aprender y que resultan adecuados en este momento, las estrategias metodológicas que permitan atender a la diversidad de los alumnos en cada grupo y, por supuesto, a los procedimientos de evaluación, que tendrán que ser coherentes con el modelo didáctico propuesto mediante todos los demás elementos citados.

El currículum es el conjunto sistemático, coherente y planificado de todos sus elementos. Por ello, se hace preciso pensarlo como una globalidad en la que modificar uno de sus rasgos implica cambiar el resto, de manera que siga cumpliendo su función tal y como estaba prevista. Si un currículum no dispone de coherencia interna, nunca se sabrá si las personas a las que se dirige están comprendiendo y asimilando apropiadamente los discursos que reciben: no es posible hablar de metodologías activas, de carácter participativo, variadas…, para luego promocionar solamente a los alumnos que aprueban un examen escrito. ¿Cuál es el sentido de tanta actividad, tanta variedad y tanta atención a la diversidad, si no tiene ninguna consecuencia en el futuro escolar y social del alumno? Hay que actuar con un mínimo de compromiso y consecuencia en cualquiera de las actuaciones que, como profesionales de la educación, llevemos a cabo. Lo contrario deseduca y, en muchos casos, mejor sería no obligar a pasar por modelos institucionales rígidos y anacrónicos a jóvenes que aprenden más fuera de la escuela que dentro de ella.

¿Qué sentido tiene la acumulación y memorización de contenidos relacionados con conceptos y hechos -los más tradicionales, por otra parte-, cuando están cambiando permanentemente y cuando se puede acceder a ellos de forma inmediata? Pues yo creo que ninguno. Que la selección de contenidos curriculares constituye una tarea urgente también, para que la escuela enseñe los conceptos y conocimientos básicos, realmente importantes, y que todo lo que se aprende de memoria y se olvida en tres meses lo deje a un lado y acometa la enseñanza de técnicas, de procedimientos, de actitudes positivas…, en definitiva, que enseñe a aprender y garantice, de este modo, el aprendizaje a lo largo de la vida, que es lo que un ciudadano del siglo XXI necesita para avanzar continuamente en los años venideros.

Dejo estas dos reflexiones como ejemplos de la importancia que tiene la revisión sobre el diseño curricular y, por lo tanto, sobre cada uno de sus elementos. En el momento en que seamos conscientes del cambio que requiere una educación inclusiva para poder atender con calidad a todos los estudiantes, dotándolos de competencias para la sociedad actual, estoy convencida de que lo abordaremos, tanto desde la responsabilidad de las Administraciones como desde la de los docentes. En principio, yo me conformo con que el cambio radical necesario se dé en las aulas, es decir, con que lo hagan los maestros, pues es la forma directa y verdadera de que llegue a los alumnos. Los cambios sobre el papel tardan mucho en hacerse realidad, salvo que la comunidad educativa esté convencida de su necesidad y los asuma como propios.

3. EVALUAR, ¿PARA QUÉ?

En el texto que sigue me voy a centrar en la evaluación, como generadora de ese cambio necesario y como inhibidora, también, del mismo incluso cuando se hayan introducido innovaciones importantes en otros elementos curriculares. La evaluación tiene el poder tanto de promover avances definitivos en la educación, como de impedirlos. Al final, es la que dirige el sistema educativo. ¿O no? ¿Para qué estudian los alumnos? ¿Se lo hemos preguntado? Pues las respuestas, mayoritariamente, son: para aprobar. Es decir, que la evaluación positiva es la meta, el objetivo del sistema educativo desde el punto de vista de sus receptores. ¿Alguno contesta que para aprender? Pocos y según a qué materias se refieran. Es decir, que la meta de nuestros alumnos es aprender a aprobar. Eso es lo importante, lo demás… Y lo más grave es que también es el objetivo de muchas familias e, incluso, de muchos profesores. Si los alumnos aprueban, deber cumplido. Aunque al comienzo del siguiente año académico lleguen inéditos a las aulas, como si hubiera pasado un tornado. Todo lo que “sabían” lo han perdido en unos meses de verano. Los niños, socialmente, van a la escuela para aprobar. Por esa razón, muchas familias no aparecen por ella más que cuando sus hijos “reprueban” o “suspenden”. Mientras van aprobando, todo va bien, aunque no tengan idea del modelo de persona que están construyendo con su hijo, con la ideología que les están transmitiendo, con las costumbres de vida que les traspasan como válidas… Como aprueban, es que van bien.

Creo que eso tiene que cambiar, y el cambio debe darse en el conjunto de la sociedad y de sus valores. Los profesores dicen que evalúan como evalúan porque los padres lo exigen (piden el examen como prueba de lo que su hijo ha aprendido) y los padres valoran solo la calificación porque esa es la clave del buen funcionamiento de la escuela. Por algún lado hay que romper el círculo vicioso, para convertirlo en virtuoso. Y, desde mi punto de vista, debe romperse por la parte profesional, que es la que sabe cómo educar y cómo evaluar, para llevar a buen término su tarea. Desde la educación institucional hay que marcar las pautas para comenzar a trabajar bien en evaluación. Las familias quedan convencidas en cuanto ven los resultados. Lo afirmo categóricamente por experiencia personal.

Hay que comenzar haciéndose muchas preguntas importantes con respecto al modelo de evaluación que realizamos: ¿Toma en cuenta las posibilidades de cada alumno? ¿Toma en cuenta el contexto de la escuela? ¿Sirve para mejorar el aprendizaje? ¿Sirve para conocer a los estudiantes? ¿Resulta útil para mejorar la enseñanza que realiza el profesorado? ¿Apoya el desarrollo y el ajuste de los proyectos escolares?

En definitiva, mediante la evaluación, ¿se mejora la calidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje? ¿Se mejora la calidad global del sistema educativo? ¿Para qué queremos aplicar la evaluación en nuestros sistemas educativos “obligatorios”? ¿Lo sabemos? ¿Nos lo hemos preguntado alguna vez a lo largo de nuestra carrera docente?

Parece que, en demasiadas ocasiones, cuando evaluamos, lo que hacemos es:

    • Condicionar los procesos de aprendizaje
    • Limitar los modelos de enseñanza
    • Comprobar los resultados obtenidos
    • Clasificar a los alumnos y alumnas según sus aprendizajes (¿?)
    • Suspender o reprobar a los que no se ajustan al sistema establecido
    • Destacar a los que mejor... ¿memorizan?
    • Marginar de la sociedad a “los diferentes”

Con esta evaluación, aplicada en las aulas a la generalidad del alumnado, no se respeta ni favorece la diversidad, y, en consecuencia, no se implementa la educación inclusiva, sino que, aun en los casos en que se haya modificado la metodología y se estén tomando en cuenta algunas diferencias de los estudiantes, un examen puntual, único, igual para todos, lo que promueve es la homogeneidad, ya que en base a un mismo nivel preestablecido se va a juzgar la valía del conjunto de la población escolar. Una evaluación que parte de que todos los alumnos son iguales (es lo que se sobreentiende fácilmente cuando se evalúa del mismo modo a todos), nunca favorecerá la atención a la diversidad ni estimulará la educación inclusiva.

Resulta imprescindible, por tanto, implementar un modelo de evaluación que resulte válido y útil para:

    • Conocer al alumnado
    • Detectar sus fortalezas durante el proceso de aprendizaje
    • Detectar las dificultades que debe superar
    • Regular los procesos de enseñanza y aprendizaje, realizando los ajustes necesarios en la programación prevista
    • Ajustar la forma de enseñar al modo de aprender
    • Valorar los progresos en función de las posibilidades
    • Estimular al alumnado valorando sus logros
    • Innovar el currículum, en sus metodologías, actividades, recursos…
    • Mantener la actualización y el perfeccionamiento del profesorado en ejercicio
    • Adaptar el sistema a las capacidades del alumnado
    • Conseguir que “todos” se desarrollen y se incorporen dignamente a la sociedad
    • Atender a la diversidad del alumnado: por sus capacidades, sus intereses o motivaciones, sus ritmos de aprendizaje, sus estilos cognitivos, sus culturas, sus contextos sociales, sus circunstancias singulares más o menos permanentes…
    • Incorporar la equidad al sistema

En síntesis, hay que cambiar la evaluación para conseguir, mediante su aplicación correcta y educativa, mejorar la calidad del sistema e incorporar la equidad al mismo, logrando hacer llegar esa calidad a toda la población, que es la que tenemos en las etapas obligatorias de enseñanza. Al menos, hay que abarcar a esa población, si bien con las exigencias actuales es conveniente prolongar la educación hasta etapas superiores. Pero, ¿a qué menos se puede comprometer un gobierno que a garantizar el derecho a la educación en igualdad de oportunidades a todos sus niños y jóvenes en edades de formación inicial? Creo no equivocarme si afirmo que todos los países tienen firmados y reconocidos los derechos del niño y, entre ellos, su derecho a la educación. Pues démosles una educación válida, no un paso por la escuela que conforme las conciencias aunque no sirva para nada.

Y esta educación de calidad se consigue, en buena parte, abordando un modelo evaluativo que ofrezca respuestas coherentes con el perfil de ciudadano que se quiere conseguir. Aunque, en ocasiones, se intente cambiando otros elementos que no resultan tan contundentes ni decisivos como lo es el sistema de evaluación institucional. Vamos a considerar, un poco más despacio, el planteamiento evaluativo que considero conveniente para mejorar la formación de nuestros futuros ciudadanos.

4. EL MODELO DE EVALUACIÓN EN LOS PROCESOS DE APRENDIZAJE

Dado el fuerte peso que tiene la evaluación en la organización de los procesos de enseñanza y aprendizaje, resulta fundamental decidir qué se va a evaluar y cómo, pues de esos dos factores dependerá que la educación cumpla sus funciones o no, y de que tome en cuenta a todos los alumnos y alumnas o deje fuera del sistema y de la sociedad a los que no se ajustan a la rigidez establecida como norma. Ya está perfectamente asumido que en las sociedades actuales, la norma es la diversidad, ya no es la homogeneidad. Por eso hay que diseñar un modelo de evaluación que sea capaz de mejorar los procesos de aprendizaje del conjunto de la población y de valorar lo más importante de los mismos. Si acertamos en el qué y cómo evaluar, estaremos cambiando el modelo educativo y logrando una educación de calidad para todos.

Para resolver estas cuestiones, tenemos que pensar en lo que ya no es importante, en función de las características de nuestro tiempo: no es importante “saber todo”, porque es imposible; no es importante repetir memorísticamente los conocimientos, porque se olvidan y se ha perdido el tiempo de aprender a aprender; no es importante caer en rutinas repetitivas que no son aplicables a la vida de una persona, solo sirven para la escuela… Así habrá que seguir, decidiendo lo que vale y lo que no vale de lo que hacemos. Y habrá que seleccionar cuidadosamente qué es esencial para la vida futura de un ciudadano que participa en una sociedad democrática: la comunicación (oral, escrita, en varias lenguas…), el dominio de las tecnologías de la información, el trabajo cooperativo, el conocimiento de otras culturas y de otras personas, el dominio de su propio acervo cultural, la competencia emocional, la autonomía personal, las relaciones interpersonales positivas, la aceptación y valoración de las diferencias… Muchas cosas debe aprender a manejar un alumno en los diez años de su educación obligatoria (muchos ya no estarán en institución educativa alguna) para que nos permitamos perder el tiempo en la repetición innecesaria de conocimientos inútiles.

De acuerdo con lo que estamos comentando, hay que reconocer que estos dominios y estas competencias son difícilmente evaluables con un modelo tradicional de evaluación, basado en pruebas puntuales y escritas. Porque también son difíciles de aprender con el modelo tradicional de enseñanza: explicación, estudio, repetición, resolución de problemas escritos…, y todo o casi todo de forma individual. Para aprender y evaluar competencias relacionadas con lo expresado en el párrafo anterior, hay que conceptualizar la evaluación como un proceso de obtención sistemática de datos que ofrece información continua acerca del modo en que se produce la enseñanza y el aprendizaje, desde que comienza ese proceso, permite valorar lo conseguido y, en consecuencia, tomar medidas para ajustar y mejorar la calidad educativa del aprendizaje, de la enseñanza y, en definitiva, del conjunto del sistema educativo.

Se convierte así la evaluación en un proceso paralelo al de enseñar y aprender, que va ofreciendo datos acerca de cómo se produce y, por ello, facilita la adopción de medidas o cambios inmediatos para mejorar las disfunciones que se produzcan o reforzar todo lo que esté dando buenos resultados. Así mejoran los procesos, no evaluando después de dos o tres meses de enseñanza y aprendizaje (que se habrá producido o no, no se sabe) y que, a posteriori, tiene muy mala solución. Un alumno no aprende, pero el maestro sigue avanzando. El alumno cada día entiende menos lo que ocurre en el aula…, hasta que desconecta porque no puede seguir, o desaparece del sistema porque resulta inútil su presencia física, solamente, en el mismo.

Con la aplicación de un modelo de evaluación continua y de carácter formativo (es decir, que evalúa procesos y permite mejorarlos), es posible atender a cada alumno, con sus diferencias y características o circunstancias personales, ajustar la enseñanza a sus peculiaridades y lograr un aprendizaje secuencial, significativo…, con sentido para él mismo y para los demás. Si un alumno se siente valorado, se motiva para continuar aprendiendo. Porque aprende. Y también el maestro encuentra razones para el propio perfeccionamiento. Porque se ve gratificado con el éxito de su trabajo. Todos van hacia delante, se incorporan al trabajo o a otros estudios en condiciones óptimas, se realizan personalmente… Esa es la finalidad de la educación y, cuando se hace bien satisface a todos los implicados y ofrece un futuro social con esperanza de mejora permanente.

Los objetivos de la evaluación ya no se circunscriben a la comprobación de unos resultados pobres y reducidos, en cuanto a contenidos, y a decidir si un alumno promociona o titula o no. Este es un planteamiento muy simple para la complejidad que implica el proceso educativo de una persona. Habrá que obtener otras virtualidades de la evaluación, entendiendo que resulta imprescindible para:

Conocer la situación de partida, al comenzar un proceso de aprendizaje.

    • Diseñar el desarrollo de la enseñanza, para que se alcancen los aprendizajes previstos.
    • Ajustar progresivamente ese proceso, en función de los aprendizajes parciales que se vayan obteniendo:
        1. Detectando fortalezas en cada alumno
        2. Detectando áreas de mejora
    • Valorar lo conseguido al final del proceso realizado
    • Adoptar medidas de mejora

Evidentemente, los objetivos señalados no se logran ni se valoran con un examen escrito. Hay que aplicar técnicas e instrumentos diferenciados (observación, entrevista, encuesta, sociometría…, anecdotario, lista de control, escala de valoración, cuestionario, sociograma, diario, grabación, portafolios…) (Casanova, 1995) con posibilidades de obtener datos más cualitativos del aprendizaje que permitan conocer de forma profunda la evolución de la persona que se educa. Esto favorece y facilita la adecuación, en cada momento del trabajo docente, a la singularidad del alumno. Es posible haber elaborado un registro (lista de control) donde se vayan anotando los procesos de aprendizaje de la mayoría de los alumnos y alumnas y, sin embargo, disponer en paralelo de otro (escala de valoración), individualizado, para hacer el seguimiento de un alumno con necesidades educativas especiales o con alta capacidad intelectual, por ejemplo. Pueden combinarse. Los temas que se aborden serán los mismos dentro de un grupo heterogéneo de alumnado, pero las actividades pueden ser diferenciadas, en función de las necesidades y la situación de cada alumno. Se trabajará en grupos pequeños, en los que unos aprenden de otros, el maestro observa, orienta y anota lo más significativo, y va evolucionando y avanzando un modelo educativo que promueve la inclusión y la calidad, gracias a planteamientos evaluativos correctos, respetuosos de la diversidad.

5. ALGUNOS PROBLEMAS GENERADOS POR LA EVALUACIÓN

Para que la educación inclusiva sea tal y resulte positiva para el conjunto del alumnado, hay que superar algunos problemas que se plantean a partir de un modelo de evaluación tradicional y las consecuencias que del mismo se derivan. Voy a referirme, en concreto, a la promoción del alumno de un grado o curso a otro y a la repetición en la educación obligatoria.

Como ya comentaba antes, el sistema evaluativo habitual mediante exámenes iguales para todos, parte de supuestos falsos en relación con las capacidades, evolución madurativa y el desarrollo de cada persona, que en cualquier caso son diferentes. Y también resultan perniciosas las medidas “educativas” que se adoptan a partir de los resultados obtenidos a partir de esos primeros supuestos y del procedimiento aplicado. Voy a la práctica, con algunos casos concretos y reales, que, por desgracia (sobre todo para los niños) todavía se pueden comprobar en muchas escuelas y en muchas aulas.

Se establece que un niño no promociona de primero a segundo curso de educación primaria hasta que no sepa leer y escribir. Se escolariza en una escuela, teóricamente inclusiva, a un alumno con necesidades educativas especiales y con discapacidad intelectual. Las expectativas de aprendizaje para ese niño no se centran en que aprenda a leer y a escribir, porque se prevé que no lo va a conseguir (aunque no se cierren puertas de antemano). No es lo más importante para su educación. Ese niño debe aprender a relacionarse, a ser autónomo en múltiples tareas de la vida diaria, a comunicarse con sus amigos, a aprender muchos conocimientos que le son accesibles y que le sirven para su vida (actual y futura), a desarrollar las capacidades que posee para realizar múltiples tareas, a adquirir competencias para seguir aprendiendo y llevar a cabo funciones prácticas que le ayudarán a su vida familiar, social y laboral más adelante… Es decir, que su educación, al margen de la lectura y la escritura (que quizá adquiera más adelante), le resultará enormemente útil para realizarse como persona y como ciudadano que deberá asumir compromisos sociales. Pero cuando finaliza el primer curso de educación primaria, no sabe ni leer ni escribir. Y la escuela decide que el alumno no promociona al grado siguiente con sus amigos, sino que “repite” el primer grado. Además, a lo largo del ciclo escolar, ha recibido informes de reprobación cada dos o tres meses (lo que tenga establecido la administración de cada país), que le dicen que “no sirve”, que “no hace nada”… ¿Para qué se ha escolarizado a ese niño en una escuela inclusiva?, ¿para educarlo e incorporarlo a la sociedad o para expulsarlo definitivamente de la misma? Pareciera que, con este tipo de normas, lo que se pretende es marcar, aún más, las diferencias, considerándolas como totalmente negativas, que apoyar a la superación de las dificultades que puedan presentarse y lograr un ciudadano competente, aprovechando todas sus capacidades iniciales. Creo que es muy claro el razonamiento, pero no lo parece tanto cuando se encuentran estos niños en las aulas.

Añadimos alguna reflexión más en torno al mismo caso: ese niño puede pasar toda su educación primaria en primero, porque no aprende ni a leer ni a escribir. Todos los propósitos restantes que se debían plantear para su educación y que antes cité, quedan sin alcanzar, puesto que cada año el niño cambia de compañeros, lo cual no permite su socialización adecuada ni su desarrollo afectivo equilibrado. Y menos aún, cuando el niño de 11 años está intentando relacionarse con compañeros de 6. Ni siquiera le es posible jugar durante el recreo con ellos, pues sus intereses no coinciden en absoluto, simplemente por la desigualdad de edad y de gustos consecuentes. En fin, que con la mejor voluntad se puede hablar de escuela inclusiva y después, con las prácticas escolares, causar más perjuicio que beneficio a los alumnos.

Un segundo caso práctico y real (demasiado real) que es consecuencia del modelo de evaluación que comentamos. Un alumno finaliza el cuarto grado de su educación primaria y, de acuerdo con los resultados obtenidos en las pruebas que ha realizado, se decide que “repite”. Y la desgracia es que, efectivamente, repite. Es decir, vuelve a comenzar el cuarto grado exactamente igual que lo hizo el año anterior, como si a lo largo de ese año no hubiera aprendido nada, por una parte, y como si volviendo a hacer lo que ya hizo y no sirvió, fuera a servir ahora realizándolo de idéntico modo, por otra. ¿Qué maestro controló lo que iba aprendiendo el niño a lo largo del ciclo escolar? ¿Se observaron las dificultades de aprendizaje que manifestó al hacer las actividades que le propusieron? ¿Nadie se enteró de nada en un año entero?

Recuerdo la viñeta de Quino, de la serie de Mafalda, en la que la maestra pregunta a los alumnos: - El que no haya entendido algo, que levante la mano. Y Manolito, lógicamente, la levanta. - ¿Qué es lo que no has entendido, Manolito? Y responde Manolito: - Desde marzo hasta ahora, nada.

Esto que parece una broma, no lo es. Antes de llegar al final y a la decisión de que un alumno permanezca en un grado otro año más, hay que conocer a fondo el proceso que ha seguido para que así sea. Y, además, si se opta por esta permanencia, nunca debe ser para repetir. Un alumno no debe repetir nada a lo largo de su escolaridad obligatoria. Siempre tiene que avanzar mediante la propuesta de nuevas y atractivas actividades que le ayuden en sus aprendizajes siguientes. Puede no ir al ritmo de la mayoría del grupo, pero siempre deberá ir hacia delante. Nunca tendrá que repetir una actividad que no ha dado resultado positivo. Si permanece en un grado, desde el principio del año hay que saber lo que aprendió en el pasado, para partir de ese momento y que, cuando finalice de nuevo, haya alcanzado los propósitos previstos. De lo contrario, nunca avanza, se queda cada día más atrás, hasta que queda excluido del sistema. Y todo eso, gracias al modelo de evaluación aplicado. Como siempre.

Otro caso más. Un niño con capacidades sobresalientes o alta capacidad intelectual, escolarizado en quinto de educación primaria, realiza las tareas que encarga el maestro con más rapidez que sus compañeros. Cuando va terminando, se lo dice al maestro, quien le contesta que espere. Así un día y otro. El niño se levanta del asiento, habla con los otros, molesta, pregunta… El maestro diagnostica que tiene falta de atención e hiperactividad. No se le ocurre pensar que está aburrido, simplemente. Tampoco se le ocurre encargarle otras actividades que le interesen (método de proyectos) y con las que pueda profundizar en lo ya llevado a cabo, buscar otras informaciones en la biblioteca, es decir, dejarle que amplíe y que disfrute aprendiendo, o ayudando a los demás si se le responsabiliza de esa tarea en alguno de los grupos de clase. Ante esta situación, con el modelo de evaluación sumativa y puntual, nos encontramos ante dos posibles resultados: el niño puede superar el examen con alto grado de éxito, ya que sabe todo lo necesario para ello, aunque no haya desarrollado ningún hábito de trabajo o de estudio, ninguna técnica para aprender, ningún método…  En la segunda opción, el niño puede reprobar en todas las materias, porque se aburre y ha perdido el interés por lo que ocurre en el aula. No es raro el encontrar, después de una adecuada evaluación psicopedagógica, a un niño superdotado tras unos pésimos resultados escolares.

Todos estos alumnos aprenderían más con un modelo de evaluación continua, formativa y flexible, porque el maestro conocería en cada momento cuál era su evolución y cuáles sus necesidades para seguir avanzando. En cualquier caso, nunca serían expulsados del sistema, sino estimulados hacia metas superiores y hacia su incorporación al estudio, al trabajo y a la sociedad.

De situaciones semejantes es posible hablar y no terminar. En la educación primaria, por supuesto. Pero en la educación secundaria obligatoria son frecuentes, habituales y, cómo no, excesivas. El examen es el autor de la programación y el juez de todo lo que se hace. Y eso no puede ser si abogamos por la educación inclusiva en igualdad de oportunidades para todos. Ni el alumno tiene que estar sometido a la rigidez del examen, ni el maestro tampoco. Ya es hora de adoptar modelos evaluativos que resulten válidos para implementar sistemas educativos de calidad para todos.

6. EL INFORME DE EVALUACIÓN

En coherencia con lo expresado anteriormente, si abogamos por un modelo de evaluación que apoye el aprendizaje continuo de cada estudiante, cuando se ofrezca información acerca de su progreso, no bastará con decir que ha obtenido un 7 en Matemáticas, o un 8 en Historia. ¿Qué información da a la familia y al propio alumno ese número? Ninguna. Nadie sabe lo que ha aprendido, lo que le falta por aprender, las áreas en las que mejor se maneja o los puntos débiles en los que debe insistir para mejorar. Como es obvio, la información también debe ser cualitativa y descriptiva, igual que el modelo de evaluación.

Por lo tanto, además de cumplir con las normas que establezca la Administración correspondiente, un docente debe facilitar (y facilitarse) un informe que:

    • Facilite datos claros, concretos y amplios sobre los avances y dificultades del alumnado
    • Describa esta información y no la limite a una palabra (aprobado, notable) o a un número.
    • Valore todo tipo de aprendizajes: conocimientos, procedimientos, habilidades, destrezas, actitudes...

Esto permite valorar siempre lo conseguido por cada persona que se forma. Siempre habrá conseguido algo, habrá avanzado en algún aspecto. Además, favorece el refuerzo en lo que se considere preciso. Con una información completa, la familia puede colaborar con la escuela en la educación de sus hijos. Si se le da una información que no especifica nada en concreto, se le pone muy difícil la colaboración institucional.

7. ¿EVALUACIONES EXTERNAS VS. EDUCACIÓN INCLUSIVA?

Por último, quiero dejar una reflexión en estas líneas acerca de la situación que se está creando en los sistemas educativos sometidos, casi permanentemente en estos últimos años, a evaluaciones externas a la escuela, ya sean nacionales o internacionales.

Ciertamente, la evaluación externa de los centros docentes puede ser necesaria, y en diferentes países se está llevando a cabo, casi siempre a través de evaluaciones de aprendizajes, entendiendo que de este modo se conoce el funcionamiento del sistema correspondiente. En principio, esto habría que ponerlo en duda, ya que parece que los únicos responsables de los resultados del sistema son los alumnos, como si la Administración, la supervisión, los directivos, el profesorado, la organización del centro, la aplicación de unos u otros métodos o modelos evaluativos no incidieran para nada en ellos. Pero partiendo de que se realiza de la forma en que comento y que, en algunos casos, como en el PISA, se complementa con información obtenida de directivos y profesores en relación con otros muchos temas, lo que permite ofrecer evaluaciones más completas del funcionamiento global, debería favorecerse y formar a los profesionales de la educación para que se realizaran también evaluaciones internas, de manera que todos los resultados sobre el mismo centro pudieran ser triangulados, contrastados convenientemente, de manera que no se sometiera a la institución evaluada a aceptar unos resultados, una “fotografía” momentánea ante la que no le es posible ofrecer su propia versión.

Estas evaluaciones tienen de positivo el conocimiento global de los aprendizajes que alcanzan los estudiantes de un país, para considerar si son los adecuados o no y si hay que introducir modificaciones en el sistema, en orden a su mejora. Pero tienen de negativo, en primer lugar, que evalúan solo lo que se puede comprobar por escrito en un momento determinado (que no suele ser lo más importante de la educación) y, en segundo, que, al ser cada día más numerosas y tener tanta influencia mediática, están condicionando fuertemente el funcionamiento de los centros y de las aulas, es decir, el desarrollo de los procesos de enseñanza y de aprendizaje, lo que resulta muy negativo para la formación del alumnado, tal y como se tiene diseñada. En síntesis: se está dedicando un tiempo enorme a preparar a los alumnos para que superen determinado tipo de pruebas, una vez que se ha conocido el modelo aplicado periódicamente. Y ese adiestramiento para “aprobar” una prueba, roba un tiempo absolutamente necesario para seguir adquiriendo otras competencias mucho más provechosas para el futuro de la población. Las pruebas externas, de este modo, limitan el currículum, facilitan la comparación entre realidades “incomparables”, convierten el examen en objetivo del sistema y crean una gran tensión entre los propósitos “macro” (de la prueba externa) y los propósitos “micro” (de la evaluación en el aula).

Si se contemplan estas evaluaciones externas desde un modelo de educación inclusiva, se complica aún más la situación, ya que si se considera que un alumno, por sus circunstancias de cultura, de capacidad, de idioma…, no va a poder superar la prueba de modo satisfactorio, el día en que se aplica se le “aconseja” que no vaya al colegio. Y si va y la escuela no obtiene los resultados esperados, se convierte en el “culpable” de todos los males que vengan después. Ninguna de las dos opciones resulta válida, desde el punto de vista educativo. Si hay que evaluar, hay que evaluar todo el trabajo de la escuela y todos los aprendizajes de todos los alumnos. Evidentemente, a algunos habrá que evaluarlos de otro modo, no con un test estándar. Pero si la evaluación es tan importante como se dice, hay que hacer seguimiento, también, de cómo avanzan esos alumnos que, por distintas circunstancias, requieren apoyos específicos o siguen ritmos diversos a los de la mayoría del alumnado.

Este planteamiento hay que empezar a exigirlo y a considerarlo necesario, imprescindible, para mejorar la calidad del sistema inclusivo de toda la población mediante la aplicación de evaluaciones externas, contrastadas debidamente con las internas. Otro modo de evaluar resulta parcial y sesgado, en contra de muchos equipos de maestros (de muchas escuelas, en definitiva) que están trabajando responsablemente con “todos” los alumnos, y no se valora ese trabajo porque el “resultado” de una prueba no se corresponde con el equipo, incluso extranjero, que la elaboró.

Al igual que se fomenta un diseño universal de aprendizaje (DUA), habrá que trabajar un diseño universal de evaluación (DUE), de manera que la evaluación se flexibilice, tome en cuenta las muy distintas realidades que he comentado brevemente en este texto, y cumpla con su función de perfeccionamiento continuo de la enseñanza y el aprendizaje, ejes sobre los que gira la calidad de los sistemas educativos.

 

Referencias bibliográficas

Casanova, M. A. (1995). Manual de evaluación educativa. Madrid: La Muralla.

Connell, R. W. (1999). Escuelas y justicia social. Madrid: Morata.

Weis, R. (2007). Programa de formación ética: Desarrollo de una cultura del cuidado. Buenos Aires: Ediciones Novedades Educativas.

 

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