2009 - Vol. 3 Num. 1  
           
 
Educación para la inclusión de alumnos sordos
 
           
 
Ana Belén Domínguez
 
     

Educación para la Inclusión

La Declaración de Salamanca (UNESCO, 1994), documento político que defiende los principios de una educación inclusiva, propone que todos los alumnos tienen el derecho a desarrollarse de acuerdo a sus potencialidades y a desarrollar las competencias que les permitan participar en sociedad. Para alcanzar este objetivo, el sistema escolar tiene la responsabilidad de ofrecer una educación de calidad a todos los alumnos.

Hacer efectivo el derecho a la educación exige garantizar que todos los niños, niñas y jóvenes tengan, en primer lugar, acceso a la educación, pero no a cualquier educación sino a una de calidad con igualdad de oportunidades. Son, justamente, esos tres elementos los que definen la inclusión educativa o educación inclusiva (Aincow, Booth y Dyson, 2006; Echeita y Duk, 2008). Según estos autores, avanzar hacia la inclusión supone, por tanto, reducir las barreras de distinta índole que impiden o dificultan el acceso, la participación y el aprendizaje de calidad, con especial atención en los alumnos más vulnerables o desfavorecidos, por ser éstos los que están más expuestos a situaciones de exclusión y los que más necesitan de la educación, de una buena educación.

No es el objetivo de este artículo analizar en profundidad el concepto de educación inclusiva (véase, p.e., número monográfico sobre educación inclusiva de la Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, 2008, www.rinace.net/vol6num2.htm, donde aparecen una serie de trabajos que aportan distintas perspectivas al conocimiento y discusión en torno a la inclusión educativa), sino trazar una visión general sobre una serie de cuestiones clave relacionadas con una aproximación inclusiva hacia la educación de los alumnos sordos, que sirva para establecer el contexto de interpretación e integración de los artículos que forman el monográfico de esta revista.

La inclusión educativa se ha analizado por algunos autores como una de las alternativas al llamado “dilema de la diferencia” (Dyson y Milward, 2000; Dyson, 2001; Norwich, 2008). La esencia de dicho dilema, como también lo ha reflejado Echeita (en prensa) gira alrededor de la tensión entre ofrecer a cada alumno la respuesta educativa que mejor se ajuste a sus necesidades educativas específicas y, por otro lado, tratar de hacer esto en el marco de sistemas educativos, centros, currículos y aulas “comunes” -inclusivas podríamos decir-, pues es a través de todos ellos donde mejor se pueden aprender los valores, las actitudes y las habilidades sociales que promueven el respeto a la diversidad y la no discriminación. Como muchos análisis vienen poniendo de manifiesto, dicho dilema genera múltiples conflictos y controversias que se van resolviendo episódicamente en el marco de los valores sociales dominantes en cada sociedad, de las políticas educativas que las administraciones sostienen al respecto y de la calidad de las “tecnologías educativas” (aplicación de las teorías en la práctica), con las que el profesorado debe hacer frente en sus aulas a las tensiones entre atender a la individualidad en el marco de un conjunto de alumnos diversos que aprenden.

La educación de los alumnos sordos, como la del resto de los que son considerados con necesidades educativas específicas, no escapa a dicho dilema -tal vez lo ejemplifica de una manera preclara- y, en todo caso, como lo vienen poniendo de manifiesto muchos autores (Freire, 2007; Giorcelli, 2004; Marschark et al., 2002; Powers, 1996, 2002), genera enormes controversias. Dos cuestiones aparecen inevitablemente siempre que se aborda la idea de inclusión en el caso de estos alumnos: la lengua y la identidad. Los autores que se oponen a la inclusión de los alumnos sordos en centros ordinarios argumentan la dificultad de desarrollar la lengua de signos o de señas y la identidad de los niños sordos dentro de los centros educativos con mayoría de alumnos oyentes (Corker, 1994; Stinson y Lang, 1994). Los problemas que señalan se sitúan en la falta de profesores que conozcan y dominen la lengua de signos y la utilicen de forma efectiva en los procesos de enseñanza-aprendizaje de estos alumnos; en las dificultades para interactuar con los alumnos oyentes y con los profesores al no compartir un código comunicativo; así como en las dificultades para seguir el ritmo de aprendizaje de sus compañeros oyentes de aula.

Sin embargo, el debate sobre la inclusión ha evolucionado y hoy sabemos que las cuestiones relacionadas con el lugar físico deben distinguirse de las que tienen que ver con el entorno social y emocional (Powers, 1996, 2002). Como se verá más adelante, lo importante no es el lugar físico en el que se encuentran niños sordos, sino la capacidad de los sistemas educativos (en su totalidad) para encontrar soluciones adaptadas a las características de los alumnos sordos, que permitan su desarrollo lingüístico, emocional, social y académico (Antia et al., 2002; Giorcelli, 2004; Powers, 2002). Estas cuestiones son importantes cuando planificamos la educación de los alumnos sordos y son aún más importantes si consideramos y aceptamos su “doble y compleja” pertenencia o vinculación: con el colectivo de personas sordas y con la sociedad mayoritariamente oyente. Por ello, la sociedad (comenzando con la familia y siguiendo con la escuela y servicios sociales posteriores), debe ofrecerles oportunidades para desarrollar habilidades y competencias que les permitan crecer como personas seguras, capaces de relacionarse y de actuar de forma lo más autónoma y satisfactoria posible en ambos contextos sociales.

Los alumnos sordos desde la diversidad lingüística y cultural

Los debates existentes en torno a la educación de los alumnos sordos y la gran variedad de modelos educativos existentes parten, entre otras razones, de la diversidad de alumnos sordos y de la concepción que se tiene de las personas sordas. En los últimos años, las investigaciones realizadas desde la lingüística, la psicolingüística, la sociología y la psicopedagogía han provocado un cambio profundo en esa concepción, que nos está llevando de una perspectiva clínica-terapéutica de la sordera, basada en los déficits, hacia una concepción sociológica, basada en las capacidades; con la consecuente introducción de nuevos planteamientos pedagógicos, que suponen, entre otras cosas, la incorporación de la lengua de signos en la educación del niño sordo y la del adulto sordo en un nuevo rol dentro del ámbito escolar (Domínguez y Alonso, 2004). Este cambio de concepción, además, corre paralelo al giro que se está produciendo en torno a la “discapacidad” en el ámbito escolar, gracias al cual ésta se está dejando de ver como “algo individual”, donde las características de determinados alumnos son la causa principal de sus dificultades; para ser vista como una “construcción social”, fruto de la interacción entre los alumnos y sus contextos (escolar y sociofamiliar), de tal manera que es el contexto con sus actitudes y sus prácticas concretas el que, en buena medida, crea las dificultades y los obstáculos que impiden o disminuyen las posibilidades de aprendizaje de determinados alumnos: son las llamadas barreras para el aprendizaje y la participación que señalan los expertos (véase Alonso y Echeita, 2006; Booth y Ainscow, 2000). En la concepción de este artículo y en la elaboración del mismo estuvo presente este cambio de concepción.

La polémica que atraviesa la historia de la educación de los niños sordos ha estado muy polarizada entre dos concepciones, la audiológica y la sociocultural, con las implicaciones que cada una de ellas supone para el desarrollo lingüístico, cognitivo y social de las personas sordas y, por consiguiente, para su inclusión o exclusión en la comunidad en la que les ha tocado vivir (véase Acosta, 2006; Diez-Estébanez y Valmaseda, 1999, para una revisión de ambas concepciones). Brevemente, indicar que la perspectiva audiológica nos llevaría a analizar los distintos grados de pérdida auditiva, la localización del déficit, las ayudas técnicas que pueden compensar o paliar las pérdidas auditivas (audífonos, implantes cocleares, etc.); mientras que desde la perspectiva sociocultural las personas sordas se definen no por lo que les falta (la audición), ni por lo que no son (oyentes), sino por lo que son, personas con capacidad que además comparten con otros semejantes una lengua, una historia y una cultura propia, que les confiere una “identidad” que debe ser aceptada y reconocida en una sociedad que abogue por la “igualdad en la diversidad” (Minguet, 2001; Moreno, 2000).

La respuesta educativa a los alumnos sordos no debería realizarse únicamente desde una u otra perspectiva, dado que la realidad de estos alumnos, como la de cualquier alumno, es multidimensional y, por ello, debe ser propuesta desde distintos planos o dimensiones. Por lo que podría ser más adecuado adoptar un concepto multidimensional (Domínguez y Alonso, 2004), según el cual los alumnos sordos tienen una pérdida auditiva de la que se derivan una serie de consecuencias o dificultades en distintas áreas, como es el lenguaje oral y el lenguaje escrito; pero además disponen de unas capacidades que les permiten adquirir tempranamente una lengua, la lengua de signos, y lograr un desarrollo armónico, siempre que el contexto lo posibilite. En este sentido, se entiende la discapacidad desde un plano social y no sólo individual como resultado de la interacción de cada persona con su contexto.

Esta perspectiva reconoce que hay muchos niños, jóvenes y adultos sordos que, por distintas razones y circunstancias, se identifican a sí mismos como depositarios de una identidad positiva y para quienes la respuesta social que demandan (educativa, laboral, asistencial...) debe construirse desde el respeto y el reconocimiento de esta realidad, lo cual implica, ineludiblemente, resituar a la Lengua de Signos en el lugar que le corresponde y reconocer su papel preponderante en el mantenimiento de dicha identidad. Nada de esto pasa, en ningún momento, por olvidar ni “minimizar” las limitaciones derivadas de su déficit auditivo ni por dejar de aprovechar de los avances tecnológicos y científicos que han permitido acceder a toda una serie de dispositivos (véase artículo de Velasco y Pérez en esta revista) que han aumentando enormemente la capacidad de comunicación de las personas sordas (teléfonos móviles, videoconferencias, decodificadores de televisión que permiten el subtitulados, etc.), así como, a las indudables mejoras que se han producido en la rehabilitación de la capacidad funcional auditiva gracias a los audífonos digitales o los implantes cocleares. Los buenos resultados que muchos niños sordos que han recibido un implante están logrando en el ámbito de la audición y las producciones orales y escritas (véase artículo de Alegría y Domínguez en esta revista) son claros y ponen de manifiesto que esta vía de intervención, en muchos casos, es adecuada.

De esta forma, las personas sodas, lejos de tener incapacidad para aprender una lengua, se definen a sí mismos como bilingües y biculturales, entendiendo ambas características como capacidades y derechos (Rodríguez, 2006), en el sentido de que pueden y deben aprender dos lenguas, la lengua de signos y la lengua oral que se utilice en su comunidad, y pueden y deben sentirse miembros activos y de pleno derecho en la comunidad de oyentes y en la comunidad sorda.

Modelos educativos ante la diversidad del alumnado sordo

La educación de los alumnos sordos ha girado (y sigue girando) entorno al debate sobre cuál es el modelo educativo más adecuado, tanto en lo que se refiere a la modalidad comunicativa (debate acerca de la utilización o no de la lengua de signos) como al contexto educativo (centro ordinario vs centro especial).

La modalidad comunicativa más adecuada dependerá, entre otros factores (concepción educativa, recursos disponibles, necesidades educativas particulares que cada alumno…), de si consideramos a las personas sordas básicamente como deficitarias para adquirir la lengua mayoritaria de la comunidad oyente o, por el contrario, como competentes en el manejo de una lengua minoritaria: la lengua de signos. En función de ello, podríamos decir que existen dos tendencias bien diferenciadas: monolingüe y bilingüe (véase Valmaseda y Gómez, 1999 para una descripción detallada). Este es un debate históricamente presente en la educación de las personas sordas y que, tradicionalmente ha sido conocido como la controversia “oralismo-manualismo”. Si bien es cierto que el fondo del debate educativo está presente desde hace dos siglos, no es menos cierto que los elementos y el contexto actual del debate (entre otros, el desarrollo tecnológico –implantes cocleares-, los conocimientos que actualmente poseemos acerca de la lengua de signos, las actitudes sociales mayoritarias hacia las diferencias, la experiencia acumulada, etc.), hacen que su configuración actual sea completamente diferente al de hace, incluso, unos pocos años.

Los enfoques monolingües recogen aquellas posiciones que consideran que lo más adecuado es enseñar a los niños sordos la lengua mayoritaria del entorno oyente (lengua hablada y escrita), tanto para establecer interacciones con los otros como para utilizarlo como instrumento de aprendizaje y de acceso a los contenidos escolares. La enseñanza de la lengua oral se puede realizar a través de diferentes métodos o estrategias, estrictamente audio-orales o bien con el empleo de complementos que permitan la visualización de ciertas estructuras de la lengua oral, ya sean éstas de tipo morfosintáctico -bimodal- o fonológico –palabra complementada (véase artículo de Velasco y Pérez en esta revista).

Mientras que los enfoques bilingües, plantean que, en el caso de los alumnos con graves pérdidas de audición, es imprescindible el empleo de la lengua de signos con fines comunicativos y educativos (además del aprendizaje de la lengua mayoritaria en su modalidad oral y/o escrita). Estos planteamientos tienen aplicaciones y desarrollos muy diferentes según el contexto en donde se desarrollen, pero todos coinciden en que es a través del trabajo con estas dos lenguas como los alumnos sordos van a conseguir una educación más “inclusiva”. Salvando determinadas diferencias comparten una serie de elementos comunes (en el último punto de este artículo se analizan con más detalle), entre los que destacan cuatro: el primero tiene que ver con el uso de la lengua de signos como herramienta de interacción comunicativa, desde las primeras edades y como lengua de enseñanza, posteriormente. El segundo aspecto hace referencia a la incorporación de un área curricular específica para la lengua de signos. El tercer aspecto que se abordará, se centra, principalmente, en el análisis de los contextos educativos en los que están teniendo lugar estas experiencias bilingües, para llamar la atención sobre cómo todos estos contextos necesitan modificar e incluir nuevos esquemas de trabajo para poder abordar el reto de trabajar con dos lenguas. El cuarto y último elemento, tiene más bien un carácter instrumental y transversal a los anteriores y, hace referencia a la necesidad de incorporar adultos sordos competentes en lengua de signos a las escuelas (Alonso y Rodríguez, 2004; Rodríguez, 2006).

El otro gran debate, con su consiguiente controversia, gira alrededor de la localización o del contexto educativo más efectivo para desarrollar esa educación inclusiva de calidad a la que el alumnado sordo tiene derecho (Foster et al., 2003; Giorcelli, 2004; Hung y Paul, 2006; Marschark et al., 2002; ONU, 2006; Powers, 1996, 2002). Algunos autores (Cawthorn, 2001; Marschark et al., 2002; Stinton y Antia, 1999) argumentan que la inclusión puede ponerse en práctica mejor cuando los alumnos sordos acuden a clases ordinarias o regulares con alumnos oyentes, y se les implica en todos los aspectos de la vida escolar. Alternativamente, otros autores (Foster et al., 2003) proponen que la inclusión sólo puede llevarse a cabo cuando la educación de los alumnos sordos se produce dentro de programas especializados y separados de los alumnos oyentes, ya que así se puede responder mejor a las necesidades de comunicación y lenguaje, socialización e identidad cultural que presentan; así, por ejemplo, señalan que el modelo de educación bilingüe sueco en escuelas especiales sería inclusivo si permitiese que los alumnos sordos participaran en el curriculum nacional durante los años de escolarización obligatoria (Hyde, 2004). Esta controversia aparece incluso en la Declaración de Salamanca (UNESCO, 1994) cuando señala en su punto 21:

21. Las políticas educativas deberán tener en cuenta las diferencias individuales y las distintas situaciones. Debe tenerse en cuenta la importancia de la lengua de signos como medio de comunicación para los sordos, por ejemplo, y se deberá garantizar que todos los sordos tengan acceso a la enseñanza en la lengua de signos de su país. Por las necesidades específicas de comunicación de los sordos y los sordo/ciegos, sería más conveniente que se les impartiera una educación en escuelas especiales o en clases y unidades especiales dentro de las escuelas ordinarias” (Ob. Cit.Pág. 62).

Estas posiciones representan los puntos extremos de un continuo que va desde la completa integración (esto es, reuniendo alumnos sordos y oyentes en clases regulares) hasta la total separación en clases o centros específicos, con un amplio rango de variantes entre ellos. Como vengo señalando, es evidente que cada uno de estos contextos educativos presentan ventajas y limitaciones (por eso hablamos de dilemas). En la actualidad lo que observamos es la necesidad y la emergencia de nuevas alternativas que buscan armonizar los elementos ventajosos de ambos contextos (y minimizar los contrarios), bajo la perspectiva de concebir que la inclusión no es solamente un lugar sino, en esencia, una actitud y un valor de profundo respeto por las diferencias y de compromiso con la tarea de no hacer de ellas obstáculos sino oportunidades (Ainscow, 2008; Echeita, 2006; Powers, 1996).

La experiencia educativa acumulada en los últimos años nos enseña, pues, que los contextos educativos “específico” y “regular” que han venido existiendo no ofrecen una educación de calidad a un buen número de alumnos sordos. La cuestión no está en discutir si es más indicado que estos alumnos se escolaricen en centros de integración o en centros especiales, sino, más bien, sobre cuáles son las características que debe tener un determinado centro, sea éste ordinario o específico, para responder adecuadamente al reto educativo que plantean estos alumnos, extrayendo las ventajas de cada uno de los contextos.

Una educación de calidad para los alumnos sordos debe propiciar el acceso a los aprendizajes escolares en igualdad de condiciones a los compañeros oyentes. Eso significa ofrecer el curriculum ordinario (con las adaptaciones que sean precisas), posibilitar que de verdad el alumno sordo comprenda y participe de las situaciones de aula (para lo cual muchas veces será preciso emplear la lengua de signos), propiciar situaciones que posibiliten el aprendizaje de la lengua oral y escrita de su entorno (con los consiguientes recursos tanto personales como materiales que necesiten) y ofrecer situaciones, que favorezcan el establecimiento de relaciones de amistad con otros compañeros sordos y oyentes, y que promuevan el desarrollo armónico de su personalidad ayudando a los alumnos a crecer en un entorno bi-cultural. Ello pasa por establecer un difícil, pero necesario, equilibrio entre lo que debe ser común y compartido con el conjunto de alumnos que aprenden y lo que debe ser singular y específico en la enseñanza del alumnado sordo.

No existe, por tanto, un único modo ni un único contexto para organizar una respuesta educativa ajustada a las necesidades de los alumnos con graves pérdidas de audición. Sin embargo, exige una cuidadosa planificación, en función de las características del área geográfica de que se trate, del número de alumnos con graves pérdidas en la misma, de los recursos disponibles... Y también, en función de la capacidad de los diferentes agentes educativos implicados (administración educativa, profesionales, padres y organizaciones de sordos adultos) para buscar "nuevas" soluciones.

En la actualidad ya hay escuelas que están intentando hacer realidad estas ideas (en España, Alonso y Rodríguez, 2004; González y Molins, 1998; Piruetas, 2002). En lo fundamental se trata de escolarizar juntos niños sordos y oyentes, con la participación en el aula de dos profesores simultáneamente (considerados ambos tutores del grupo), uno de los cuales es competente en lengua de signos. Otra de las señas de identidad de estos “contextos educativos mixtos” o de “escolarización combinada” consiste en agrupar en el centro y en las aulas un número amplio de alumnado sordo, a diferencia de algunas experiencias de integración en contextos ordinarios en las que sólo se integra a uno o dos alumnos, como máximo, por aula. Todo ello sin renunciar a la utilización de las ayudas técnicas ni a los apoyos específicos que los alumnos puedan necesitar. Estas experiencias de escolarización combinada nos enseñan que debemos y podemos “pensar con otros esquemas”, que no será fácil hacerlo, pero que no es imposible (véase artículo de Alonso et al., en esta revista).

En el siguiente apartado se indican una serie de elementos que pueden servir de plataforma teórica y práctica para desarrollar proyectos educativos con una orientación cada vez más inclusiva. No se trata de presentar “recetas” para una enseñanza más inclusiva pero si son algunos de los principales “ingredientes” (Ainscow, 2008) que se necesitan en la preparación de los proyectos educativos que aspiren a moverse hacia el horizonte de una educación de calidad para todos y con todos (Echeita, 2006).

En esta tarea, es importante no perder de vista la realidad “sistémica” de los centros escolares, como consecuencia de lo cual los cambios que en ellos queramos introducir -por ejemplo, los relativos a hacer posible una enseñanza de calidad para el alumnado sordo-, requieren de modificaciones que deben atravesar los distintos planos o subsistemas en los que todo centro se configura: la “cultura escolar” o señas de identidad, metas y valores que orientan la acción educativa y los principios básicos de organización necesarios para avanzar hacia aquéllas; las “políticas escolares” o procesos de elaboración, desarrollo y evaluación de los proyectos curriculares, programaciones o planes específicos; y, “las prácticas” de las aulas (véase Alonso y Echeita, 2006; Domínguez y Alonso, 2004).

En el camino hacia una educación más inclusiva: indicadores de inclusión para alumnos Sordos

Un evidente denominador común de todos los centros con una orientación inclusiva y que, por ello, aspiran a ofrecer una mejor educación a todos sus alumnos, es que dedican gran atención y esfuerzo a la tarea de revisar críticamente su cultura escolar, sus planes de acción y sus prácticas cotidianas buscando aquellas “barreras” que, por las razones que sea, limitan las posibilidades que algunos alumnos experimentan para poder aprender y participar en igualdad de condiciones que sus compañeros (Alonso y Echeita, 2006). En este sentido es muy útil contar con trabajos que tienen como objetivo ayudar a las comunidades escolares en esta tarea de indagación y análisis crítico de su realidad, como es el caso del Index for Inclusión (Booth y Ainscow, 2002) o de Inclusiva (Duk y Narvate, 2007). No es el objetivo de este artículo analizar con detalle este Index, pero si remitir a los lectores al trabajo de Alonso y Echeita (2006) en el que pueden encontrar una primera adaptación del mismo acotada a la realidad de los centros que prioritariamente escolarizan alumnos sordos.

Otra propuesta es la realizada por Powers (2002) y Powers et al., (1999). Este autor sugiere una serie de indicadores que caracterizan los programas educativos que buscan la inclusión de los alumnos sordos. Estos indicadores pueden ser aplicados a cualquier contexto educativo y no están vinculados a ninguna modalidad comunicativa, pero reconocen la diversidad lingüística y cultural de las personas sordas.

Tomando como referencia estas propuestas, podríamos señalar algunos de los indicadores o requerimientos de los centros que escolarizan alumnos sordos y que pueden ayudar en la práctica a construir alternativas más inclusivas en la educación de estos alumnos:

  • Promover actitudes positivas hacia la diversidad, en este caso concreto, hacia la sordera.

Las diferencias individuales han de ser conocidas y tenidas en cuenta a la hora de planificar, desarrollar y evaluar una propuesta curricular que se adapte a las mismas y que permita al alumno aprender, pero ello debe hacerse compatible con desarrollar en los alumnos y en los profesores una actitud positiva hacia la diversidad, siendo éste uno de los objetivos básicos que se persigue con la educación inclusiva (Echeita, 2006). Es importante ver qué valoración se hace de la diversidad, ya que ésta puede convertirse en diferencia (en un sentido negativo, carencial) o en “un problema” para la enseñanza. Respecto a los alumnos sordos se trata de percibirlos no sólo como no oyentes, sino como miembros de una “comunidad y una cultura Sorda” con una lengua propia (Díaz-Estébanez el al., 1996; Minguet, 2001). Lo cual llevará, desde un punto de vista educativo, a la creación de contextos educativos que tomen en cuenta la particularidad de su forma de acceder al conocimiento, sin perder de vista el objetivo de promover su participación en la sociedad y en la cultura común.

  • Desarrollar sistemas de comunicación compartidos y efectivos para establecer interacciones con su entorno social y para acceder a los contenidos curriculares.

El enfoque multidimensional planteado en este artículo, considera la pérdida auditiva de los alumnos sordos y las consecuencias que tiene en la adquisición de la lengua oral (y escrita), pero además tiene presente la capacidad que poseen estos alumnos para adquirir de forma natural otra lengua: la lengua de signos. Por ello, en la intervención educativa deberían existir puntos de vista complementarios que sirvan de base para la consecución de nuevos objetivos, como es lograr que estos alumnos sean competentes en dos lenguas: la lengua de signos y la lengua oral. Anular una de estas dos lenguas nos lleva a dar una respuesta educativa sesgada de la complejidad del alumno. En este sentido, deberíamos desarrollar enfoques educativos que permitan a los niños sordos el aprendizaje (de y con) ambas lenguas, lo que facilitaría el poder prestar los apoyos que requieren en cada momento de su desarrollo. Para ello, sería importante tener presentes los siguientes elementos:

  • Uso de la lengua de signos como herramienta de interacción comunicativa y como lengua de enseñanza.

La necesidad de usar la lengua de signos como lengua vehicular en la educación de los alumnos sordos está reflejada en varios documentos internacionales, la Declaración de Salamanca (UNESCO, 1994), mencionada anteriormente, las Normas Uniformes sobre Igualdad de Oportunidades para las Personas con Discapacidad (UNESCO, 1994) o la reciente Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU, 2006), cuyo estatus le confiere el rango de una norma de obligado cumplimiento por los países que la ratifiquen. Se trata, en definitiva, de un movimiento que va más allá del deseo o la experiencia individual de algunas escuelas o países.

La lengua de signos es un instrumento para interactuar, comunicar, pensar y aprender accesible para los niños sordos desde edades muy tempranas. En los programas educativos se deberían establecer los objetivos en los que se reconozca la importancia de la lengua de signos en igualdad de condiciones con la lengua oral y se fijen los principios para llevarlo a la práctica. Del mismo modo, se debe decidir en qué áreas curriculares la lengua de enseñanza sea la lengua de signos, con el fin de asegurar que los contenidos de las mismas sean asimilados significativamente y compartidos por todos.

Para propiciar la adquisición y la enseñanza de la lengua de signos (y como modelos educativos de “identidad”) se necesitan modelos comunicativos competentes. Es preciso contar con docentes que tengan un buen dominio de la lengua ya que solo así tendrá recursos para ajustar, parafrasear, simplificar o reformular adecuadamente en función de las necesidades de comprensión de su interlocutor. Dado que el niño imita las producciones de los adultos, un input incorrecto o incompleto provocará una expresión asimismo incorrecta e incompleta. Por este motivo, es importante incorporar adultos sordos competentes en lengua de signos a las escuelas. En España, como seguramente ocurre en otros muchos países, se cuenta con muy pocas personas sordas signantes que sean maestros, razón por la cual se ha buscado la alternativa de crear una nueva figura profesional denominada “asesor sordo”, que no precisa del grado de magisterio y cuyas competencias están establecidas en un convenio de colaboración suscrito inicialmente por la Confederación Nacional de Sordos y el Ministerio de Educación y Ciencia en 1994. El asesor sordo tiene la función de favorecer el aprendizaje de la LSEpor parte de los niños sordos, desarrollando tanto un trabajo de enseñanza en contacto directo con los alumnos, como a través de la formación a sus familias y profesorado (véase artículo de Alonso et al., en esta revista). Por esta razón la lengua de signos se suele convertir en un área curricular impartida por estos “profesores”. Este es un esquema transitorio que otros países podrían también adoptar en tanto se elimina o minimizan las barreras que todavía limitan injustamente la presencia de estudiantes sordos en los estudios universitarios.

  • Incorporación de un área curricular de la lengua de signos

Cualquier lengua necesita de una enseñanza intencional y sistemática, a través de la cual poder reforzar, ampliar y expandir el conocimiento y el uso “espontáneo” que de la misma tienen sus usuarios. Este principio es el que hace que en los curricula de todas las Etapas Educativas, desde Infantil hasta Bachillerato, la lengua sea un contenido central o nuclear en la formación de los alumnos. Lógicamente, este mismo principio se debería hacer extensivo a la lengua de signos, cuando especialmente se la considera la lengua de interacción comunicativa y de enseñanza en la educación de los sordos. Por otra parte, para muchos sordos, será la escuela el primer lugar de encuentro con este sistema comunicativo, razón por la cual es más necesario un procedimiento sistemático e intencional de enseñanza de esa lengua si se quiere realmente que la misma pueda cumplir las funciones de toda lengua. Cada centro o contexto educativo en donde estén escolarizados los alumnos sordos, tendrá que desarrollar su propuesta curricular de manera que contemple unos objetivos, unos contenidos, una secuencia y una serie de recomendaciones metodológicas y de recursos que definan el proceso de enseñanza y aprendizaje de esta materia curricular. En los últimos años se han desarrollado algunas propuestas curriculares (CNSE, 2007; Millar-Nomeland y Gillespie, 1993).
Con el área de lengua de signos, a través de los sucesivos cursos, ciclos y etapas educativas, se pretende alcanzar las siguientes finalidades (CNSE, 2003):

-     Contribuir al desarrollo de la competencia comunicativa general de los alumnos sordos, posibilitando que puedan comunicarse de la manera más completa y eficaz posible con otros usuarios competentes en lengua de signos.
-     Dotar a los alumnos de un instrumento de representación del mundo y del conocimiento, y de un medio eficaz de planificación y toma de decisiones a lo largo de toda la vida.
-     Contribuir, junto con las restantes áreas del currículo, al desarrollo de las capacidades intelectuales, motoras, de equilibrio personal, inserción social y relaciones interpersonales, evitando los desfases o desajustes evolutivos que puedan producirse como consecuencia de la falta de competencia lingüística.
-     Ayudar a los alumnos a valorarse como personas sordas en una sociedad mayoritariamente oyente, en la que deben sentirse realmente incluidos, siendo conscientes de sus propias posibilidades y limitaciones y apreciando la diferencia como un rasgo positivo.
-     Favorecer la valoración de la lengua de signos como instrumento de expresión de la cultura de las personas sordas, en sus diversas manifestaciones.
-     Promover una visión positiva de la diversidad lingüística y de manera particular de las relaciones entre la lengua de signos y el español, contribuyendo a desarrollar una actitud constructiva hacia el bilingüismo, no sólo como una necesidad, sino como un valor de la Comunidad Sorda.

  • Aprendizaje de la lengua oral y escrita de su entorno oyente.

Es muy importante la enseñanza explícita, sistemática, formalizada y lo más temprana posible de la lengua oral, tanto en su modalidad hablada como escrita. Los ámbitos de intervención en la enseñanza de la lengua oral y escrita a los alumnos sordos son los mismos, sea cual sea la opción educativa en la que se plantee esta intervención, esto es, en una opción monolingüe, donde el objetivo es la enseñanza de la lengua oral y escrita y su utilización como instrumentos de interacción y de aprendizaje de los contenidos curriculares; o en una opción bilingüe, que incorpora la lengua de signos además de la lengua oral y escrita en la educación de estos alumnos.

En ambas opciones las dimensiones de la intervención en lengua oral serán: estimulación auditiva, con el empleo de ayudas técnicas (audífonos o implante coclear); lectura labiofacial; y, producción y comprensión oral, considerando cada uno de sus componentes, es decir, es necesario enseñar al niño sordo los elementos fonético-fonológicos, morfosintácticos, léxico-semánticos y pragmáticos del lenguaje, tanto en la producción como en la comprensión de los mensajes hablados. Por su parte, dimensiones de la intervención en lengua escrita serán: mostrar qué representa el lenguaje escrito y explicitar cuáles son sus funciones; provocar la apropiación del código alfabético; y ayudar a comprender y producir textos escritos (Domínguez y Alonso, 2004).

Un asunto de interés en relación a la enseñanza-aprendizaje del lenguaje oral y escrito tiene que ver con el empleo de sistemas aumentativos o complementarios de comunicación, como estrategias de intervención dentro de los modelos educativos monolingües o bilingües. Entendemos por sistemas aumentativos de comunicación el conjunto de recursos dirigidos a facilitar la comprensión y la expresión del lenguaje de las personas que tienen dificultades en él. En el caso de los alumnos sordos, su principal característica es que aportan más información visual, en forma de signos o complementos manuales , lo que permite que los mensajes orales sean más accesibles al niño, facilitando así la comprensión de los mismos. Los más difundidos y utilizados con los alumnos sordos son la comunicación bimodal y la palabra complementada (véase, en esta revista, artículo de Velasco y Pérez para una descripción de los mismos; y Alegría y Domínguez para una revisión de investigaciones en torno a las posibilidades que ofrecen estos sistemas en desarrollo lingüístico y en el aprendizaje de la lengua escrita de los niños sordos).

  • Aprovechar los recursos tecnológicos.

Se deben emplear todas las ayudas técnicas que favorezcan el aprovechamiento de la audición residual (audífonos, implante coclear, equipos de FM…) y, por tanto, el desarrollo de la lengua oral y escrita (véase artículo de Alegría y Domínguez en esta revista, para una revisión de investigaciones que muestran los efectos de los implantes cocleares en desarrollo lingüístico y en el aprendizaje de la lengua escrita de los niños sordos). Así como otras ayudas que faciliten la accesibilidad de los alumnos sordos en todos los lugares del centro y para todas las actividades que en él se realicen (introducción de ayudas visuales para acompañar los cambios en el horario escolar y en las actividades; material audiovisual subtitulado, recordatorios escritos de normas y rutinas, etc.; véase artículo de Velasco y Pérez en esta revista).

  • Acceso al curriculum ordinario con las adecuaciones o adaptaciones que sean precisas.

En el marco de la escolaridad obligatoria, el sistema educativo establece una serie de objetivos de experiencias y de aprendizajes que deben garantizarse para todos los alumnos sin excepción, en la medida en que se consideren esenciales para su adecuado desarrollo y socialización en la sociedad. Ahora bien, la presencia en el sistema escolar de alumnos “diversos”, ha supuesto la necesidad de que los profesores tengan que enfrentarse a una gran variabilidad de diferencias individuales y de formas de aprender, que se traducen en distintos ritmos de aprendizaje, diferentes predisposiciones para aprender, desiguales intereses y apoyo familiar. Este hecho implica la búsqueda de estrategias organizativas y didácticas diversas que permitan dar respuesta a puntos de partida distintos ante los contenidos en los alumnos, a diferentes motivaciones e intereses, a diversidad de capacidades de aprendizaje y estilos cognitivos, a diferencias biológicas, fisiológicas o socio-afectivas, etc. Retos a los que no es fácil dar solución.

Para que la escuela pueda ofrecer una respuesta a esta diversidad (y en este caso concreto a los alumnos sordos) es necesario que se produzcan una serie de cambios de tipo cualitativo que afecten a todos los componentes que constituyen la escuela. Estos cambios deben reflejarse no sólo en los aspectos relativos a la organización del centro, su funcionamiento y al desarrollo profesional de los docentes, sino que también deben abarcar los aspectos relativos al curriculum. En este sentido, las transformaciones más importantes se han de dar en el ámbito curricular, es decir, hay que saber qué es lo que hay que enseñar a los alumnos sordos, por qué se les enseña de una determinada manera y no de otra, qué tipo de adaptaciones se deben realizar en la propuesta común y cómo se observa el progreso de estos alumnos. Lógicamente, responder y tomar decisiones a nivel curricular va a dar lugar a cambios en la dinámica y en el clima del aula y del centro.

Según esta idea, las medidas de flexibilización del curriculum ordinario que se adopten para responder a los alumnos sordos de un determinado centro y aula, han de hacer referencia a los objetivos, a la selección, secuenciación y organización de los contenidos, a la dinámica establecida en el aula y fuera de ella a la hora de realizar las tareas o actividades, a los medios y materiales didácticos necesarios, así como a la evaluación de estos alumnos. El diseño, desarrollo y evaluación de estas medidas de flexibilización curricular debe ser un proceso colaborativo, que demanda la participación de todos los profesionales del centro implicados en educación de los alumnos sordos (y de la familia).

  • Crear un entorno social y afectivo que favorezca el desarrollo armónico y ofrezca oportunidades para la interacción tanto con iguales como con adultos.

El aprendizaje de conocimientos requiere de la interacción con los demás. Por tanto, los alumnos sordos no sólo necesitan un sistema de comunicación con el que comunicar y aprender sino también interlocutores que compartan ese lenguaje y con los que establecer auténticas interacciones comunicativas y realizar la construcción de conocimientos. Para estos alumnos la oportunidad que les ofrece la escuela de establecer interacciones con interlocutores con adecuadas habilidades comunicativas juegan un papel de vital importancia para su desarrollo. Y esta intervención educativa sobre los aspectos sociales y emocionales de los alumnos sordos es importante independientemente de la modalidad o del contexto educativo en el que éstos se encuentren escolarizados (Valmaseda, 2004). Esta autora plantea de qué manera la escuela puede promover mayor competencia social, mayor bienestar emocional y personal en los niños sordos (véase también su artículo en esta revista).

  • Ofreciendo a los alumnos una imagen “en positivo”.

 Una imagen en la que ser sordo no sea necesariamente sinónimo de limitación. Se trata más bien de devolver a los alumnos una imagen potenciadora basada, sobre todo, en aquello en que son competentes, propiciando situaciones educativas en las que los propios alumnos y las personas sordas en general sean vistas como exitosas y competentes (AAVV, 2007).

  • Proporcionando oportunidades para la interacción con iguales y adultos oyentes y sordos.

 Como señalaba anteriormente, los modelos de escolarización combinada bilingües en los que se educa a alumnos sordos y oyentes en centros ordinarios pueden ser los más adecuados para proporcionar estas interacciones. En ellos, es preciso garantizar las necesidades comunicativas de todos los alumnos; realizar agrupamientos lo más amplios posibles en cuanto a número de alumnos sordos en un mismo aula, para que tengan mayores y más variadas posibilidades de interacción comunicativa con sus iguales sordos; y garantizar la presencia de profesores (asesores) sordos y propuestas que faciliten la participación de personas adultas sordas y representantes de sus asociaciones para que compartan su experiencia vital con los alumnos sordos escolarizados, de forma que unos y otros encuentren modelos positivos de identificación.

También es importante prestar una atención específica al potenciamiento de auténticas amistades infantiles (y no sólo de interacciones sociales basadas en el juego y en la acción). Las amistades infantiles cumplen importantes funciones en el desarrollo afectivo y social de los niños ya que permiten compensar, al menos en parte la existencia de posibles problemas en otras relaciones, dan seguridad, facilitan el control emocional, contribuyen al desarrollo de la identidad personal, desarrollan la toma de perspectiva social y facilitan el desarrollo moral.

  • Proporcionando un sentimiento de pertenencia.

Es el primer paso hacia sociedades acogedoras que busquen luchar seriamente contra la exclusión. Para ello, es imprescindible redoblar las estrategias de participación o colaboración con los demás en la elaboración de unos objetivos comunes, comprometiéndose en la realización de los mismos o compartiendo métodos (Echeita, 2006). Participación en varias dimensiones: de la escuela, como institución social, con otras entidades sociales formales y no formales; de los miembros de la comunidad educativa (dirección, profesorado y familias) en las decisiones que afectan a su centro para asumir las propuestas de innovación como filosofía propia; y, de los alumnos en el centro, en el aula y en el curriculum escolar.

  • Poniendo en marcha estrategias metodológicas que favorezcan la cooperación, la autonomía y la asunción de responsabilidades.

La organización del aprendizaje por grupos cooperativos en el aula, genera relaciones positivas entre los alumnos, eleva el nivel de logros académicos, favorece una mayor adaptación psicológica, autoestima y capacidad social, e incide positivamente en el bienestar psicológico de los alumnos (véase más adelante).

  • Acceso a la cultura de la Comunidad Sorda.

Los alumnos sordos deberían de tener acceso a la cultura sorda dentro del centro educativo, por razones de identidad y de autoestima. Y, de igual modo, los alumnos oyentes del centro educativo deberían de conocer y valorar esta cultura. Para ello, en los programas educativos se debería de:

-     Incluir contenidos relativos a la historia de la Comunidad Sorda, historia de las personas sordas y su lengua.
-     Incluir contenidos orientados a que el alumno interiorice las normas y valores que le son propias en su cultura.
-     Definir objetivos que expresen la capacidad de los alumnos sordos para conocer, respetar y valorar las realidades culturales (la sorda y la oyente).
-     Reflejar la identidad cultural y las aspiraciones de la Comunidad Sorda, introduciendo a los alumnos en las características más relevantes del contexto social y cultural de este colectivo, con el fin de favorecer su calidad de vida y especialmente su autodeterminación. El acercamiento a la escuela de colectivos de sordos y la presencia de algunas de sus manifestaciones culturales (a través del teatro, la poesía…) contribuirán también a crear en los alumnos una imagen de competencia de las personas sordas a la vez que les proporcionará oportunidades para conocer a personas sordas que difieren en sus intereses, habilidades, etc., contribuyendo, de este modo, a crear en los alumnos una visión múltiple y variada de las personas sordas.

Cambios necesarios para una aspiración controvertida.

Además, o junto a, los indicadores que acabamos de proponer sería necesario y deseable que se produjeran otra serie de cambios estructurales en los centros educativos (que no son específicos para los alumnos sordos) para promover la inclusión. Entre ellos podemos destacar:

  • Establecer redes de colaboración, apoyo y ayuda.

Las tareas propias de una educación inclusiva pueden, por su naturaleza, desbordar a cualquier profesor que se encuentre solo, e incluso pueden dar lugar a reacciones contrarias, de rechazo al cambio y de persistencia en los parámetros y prácticas habituales y seguras. Sin embargo, estas mismas tareas y cuestiones abordadas en compañía, con el apoyo de otros compañeros, pueden mejorar notablemente (Parrilla, 2004). El respaldo y la capacidad que genera la cooperación y el apoyo cumple una función básica, la de aportar seguridad emocional y bienestar a los docentes, ya que les ayuda a crear sentimientos de pertenencia, de identificación y, muy importante, de competencia o de capacidad para resolver problemas. Por lo que, un indicador de inclusión en los centros escolares es el establecimiento de amplias y sólidas redes de colaboración, apoyo y ayuda a múltiples niveles y abiertas a la participación de todos (profesores, alumnos, familias y comunidad).

Para que el proceso hacia el establecimiento de una colaboración entre profesores sea factible, Echeita (2006) recuerda que es necesario disociar con toda claridad la ayuda de la evaluación y la colaboración del control; así como que las relaciones de ayuda sean recíprocas y no sólo vayan en una dirección, esto es, con relación a la ayuda tan importante es prestarla como recibirla. A este respecto, resulta de gran utilidad la experiencia de los grupos de apoyo entre profesores (Gallego, 2002; Parrilla, 2004). Se trata de una modalidad de apoyo interno a la escuela gestionada y articulada desde su interior, donde un grupo de profesores participan en el análisis y búsqueda de soluciones a los problemas que compañeros suyos, individual y voluntariamente, les plantean.

Otra forma de colaboración entre el profesorado es la docencia compartida, un tipo de organización en la que dos docentes trabajan conjuntamente con el mismo grupo-clase. Habitualmente se habla del profesor de aula (responsable de la materia) y el profesor de apoyo. Sin embargo, en el caso de centros educativos que escolarizan a alumnos sordos existen experiencias bilingües de educación combinada en las que se ha desarrollado otro esquema, en el que “dos tutores” trabajan juntos en un aula (uno oyente y el otro sordo) para atender las necesidades de comunicación que pueden presentar estos alumnos (p.e., en España, Alonso et al., en esta revista; Piruetas, 2002). En estas experiencias se señala la idea de que compartir el aula y conseguir que ambos profesionales participen en igualdad como planificadores y ejecutores de la programación prevista, supone organizar meticulosamente esta coordinación a través de reuniones semanales de distinto tipo, que tienen que hacerse un hueco en la siempre escasa disponibilidad de tiempo del profesorado. Esta coordinación tiene que tener su primer exponente en la imagen y percepción que los alumnos y las familias deben de tener de “sus profesores”, en el sentido de que ha de quedar claro que, ciertamente, ambos son los  tutores.

Aunque las relaciones colaborativas entre profesores son fundamentales, no son suficientes y deben establecerse también relaciones entre éstos y los alumnos; entre los alumnos entre sí; y, de unos y otros con las familias y con la comunidad en la que se insertan (Echeita, 2006). La colaboración entre los alumnos es un recurso de primer orden para facilitar el aprendizaje, el desarrollo de habilidades y conductas prosociales y el mantenimiento de un clima de respeto y valoración de las diferencias. Para conseguir que los alumnos aprendan en grupo, no basta con agrupar a los alumnos, ni trabajar en grupo es sinónimo de cooperar. En el trabajo cooperativo, a diferencia el simple trabajo de grupo, no es posible que un alumno aprenda, o saque una buena nota, si el equipo en su conjunto no aprende o comparte también la misma calificación. El alumno depende del equipo y éste del alumno (Duran y Miquel, 2004). En este sentido, son muy útiles los métodos de aprendizaje cooperativo (véase Monereo y Duran, 2002; Pujolas, 2008), estos métodos no sólo reconocen las diferencias existentes entre el alumnado, sino que parten de ellas y las utilizan, la diversidad se ve como un recurso pedagógico más que como un problema. Una forma de ilustrar estos métodos es la tutoría entre iguales, donde un alumno (alumno tutor) aprende enseñando a un compañero (alumno autorizado), que aprende a su vez gracias a la ayuda personalizada y permanente que recibe. Las parejas de alumnos pueden constituirse entre compañeros del mismo curso o bien entre alumnos de diferentes edades.

Para concluir este apartado, no está de más señalar que todas estas redes de colaboración se refuerzan si se encuentra en los investigadores un apoyo en la innovación que supone poner en marcha este proceso, apoyo que no siempre está disponible, porque pocas veces la investigación conecta con las preocupaciones de los prácticos en la forma y bajo las circunstancias en las que ellos se las formulan (Ainscow et al., 2003; Ainscow et al., 2006).

  • Formación del profesorado.

La formación del profesorado constituye otro de los indicadores fundamentales para la construcción de escuelas inclusivas. La formación de los profesores debería plantearse como un proceso de aprendizaje que acompañe al profesor en los distintos momentos de su carrera profesional y que le ayude a plantearse nuevos retos y metas a partir del análisis y reflexión personal (Beattie, 2000); lo cual debería de conducir a una estrecha colaboración entre la universidad y la escuela, donde los resultados de la investigación se incorporen en la práctica y donde se investiguen cuestiones de la práctica educativa que sean un reto para los profesores. De forma más concreta, en la formación de maestros de alumnos sordos se deberían de introducir discursos que faciliten la comprensión, comunicación y relación entre estos profesionales y los alumnos sordos, ofreciendo no sólo una visión clínico-terapéutica sino también una perspectiva social y cultural sobre quiénes cómo son los alumnos sordos.

En algunas propuestas de formación inicial de maestros de alumnos sordos (Gascón-Ramos, 2006) se plantea que un número significativo de créditos de su formación sea impartido por profesionales sordos que cuestionasen su visión sobre las personas sordas y sobre la capacidad de la lengua de signos para transmitir complejas ideas abstractas y para entrar en contacto de primera mano con la pedagogía sorda, que será fundamental para conectar con sus alumnos una vez en las aulas. Además, también se propone como parte fundamental de esta formación universitaria la estancia en espacios de la comunidad sorda que ofrezcan la posibilidad de aprender formalmente la lengua de signos. Finalmente, en esta propuesta y en relación a la formación permanente del profesorado se plantea la necesidad de buscar espacios para la reflexión que permitan a los profesores profundizar sobre sus experiencias de enseñanza con niños sordos.

  • Implicación de la familia.

A lo largo de los apartados anteriores ya se ha sugerido la necesidad y conveniencia de la participación de la familia en muchos de los indicadores propuestos. Por lo que habría que buscar conjuntamente vías eficaces de colaboración familia-escuela. Muchos padres están dispuestos a colaborar con los profesores ayudando a sus hijos en algunas de las tareas que deben hacer en casa, controlando periódicamente su progreso, ayudando en la preparación de materiales didácticos para clase, participando en comisiones escolares, participando en talleres y actividades complementarias para los alumnos, etc. (Echeita, 2006). Para que esta colaboración sea efectiva es necesario desarrollar propuestas para la formación e información permanente a las familias, acerca de las necesidades educativas de sus hijos. Ejemplos de estas propuestas son algunos de las guías para padres elaborados en España por la CNSE (2001, 2005) (Fundación CNSE para la Supresión de las Barreras de Comunicación -http://www.fundacioncnse.org-), u otras similares (Phonak, 2004).

Terminar diciendo, como ya señalamos en otro trabajo (Domínguez y Alonso, 2004), que para que todos estos indicadores puedan ser aplicados y los dilemas que generan puedan ser resueltos (al menos provisionalmente) es necesario que exista una “disposición” por parte de la comunidad educativa, pero sobre todo del claustro de profesores, para analizar o someter a revisión sus propios procesos de toma de decisiones así como los valores y principios desde los que se abordan. Sin esta actitud compartida de indagación crítica, en la que es importante asumir que todos los miembros de la comunidad educativa deben sentirse protagonistas y participar para resolver sus discrepancias desde el diálogo igualitario (Flecha, 1994), poco puede conseguirse. También es básico entender que se trata de un “proceso”, que llevará tiempo y que, en buena lid, nunca termina pues de lo que se trata es de ser capaz de mantener ciclos más o menos continuos de mejora. Tan perjudicial puede resultar el “inmovilismo” de quienes piensan que todo lo hacen bien y que no son necesarios los cambios, como el de los que tratan de conseguir “todo y ya”. La ausencia de las habilidades, las actitudes y los conocimientos que sustentan la elaboración de un plan de mejora específico, se configura como otra gran barrera sobre la que es necesario incidir antes de querer introducir cambios concretos en la vida de las aulas o del centro relativos a prioridades sentidas por la comunidad educativa (Ainscow et al., 1994).

Los trabajos sobre cambio y mejora escolar (AA.VV. 2002; Murillo y Román, 2008) llevan tiempo poniendo de manifiesto que un elemento central a estas iniciativas es la capacidad de “sostener el cambio”, tarea para la cual es necesario, entre otras muchas cosas, ser capaz de mantener una política de registro y evaluación de las innovaciones en marcha (véase artículo de Alonso et al., en esta revista).

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