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2010 - Vol. 4 Num. 2  
           
  Editorial: Claves de la formación de profesores para escuelas inclusivas  
           
  Cynthia Duk y F. Javier Murillo  
     
 

El desarrollo de escuelas inclusivas eficaces, que acepten la diversidad y aseguren la participación y el aprendizaje de todos los estudiantes, requiere de un nuevo perfil docente. Las escuelas inclusivas demandan diferentes tipos de competencias, así como distintos niveles de involucramiento y colaboración entre diversos actores educativos. No obstante, el profesor de aula sigue siendo la pieza clave y principal responsable del proceso educativo de todos sus alumnos.

Dados los nuevos desafíos que tienen que asumir tanto los docentes de las escuelas comunes -que deben responder a una mayor diversidad de necesidades del alumnado- como los de educación especial -cuyo escenario de trabajo y rol cambian considerablemente-, su formación inicial y continua es de máxima importancia para avanzar en el desarrollo de prácticas y culturas escolares más inclusivas.

Formar profesores con competencias para trabajar en contextos y con estudiantes cada vez más complejos y heterogéneos, es el gran reto que enfrentan las instituciones formadoras del profesorado en los países latinoamericanos. Repensar los perfiles profesionales y los modelos formativos de cara a las transformaciones que exige una pedagogía basada en los principios de inclusión y atención a la diversidad, en el contexto de los aprendizajes que demanda el siglo XXI, es una necesidad urgente si se aspira alcanzar la meta de educación de calidad para todos, sin exclusiones ni discriminaciones de ningún tipo.

En la actualidad, se observa un creciente convencimiento de que la educación inclusiva es la vía más expedita para reducir las inequidades de nuestros sistemas escolares, incrementar las oportunidades de los grupos más vulnerables, promover el ejercicio de la plena ciudadanía y lograr una mayor integración y cohesión social. Así, la inclusión ha comenzado a considerarse como una dimensión de calidad o elemento indicativo del buen desempeño de las escuelas.

A pesar del reconocimiento del valor de la inclusión, los esfuerzos desplegados en América Latina en materia de renovación y actualización de los programas de formación docente han sido, hasta ahora, insuficientes en su contribución para avanzar hacia escuelas más inclusivas y eficaces, y no muestran expresiones claras de vinculación con los compromisos internacionales. En otras palabras, los programas de formación que se imparten están lejos de satisfacer los requerimientos actuales del sistema escolar. En efecto, las instituciones de educación superior han tendido a mantener el statu quo y, en general, los tímidos cambios que se observan se han producido más como reacción a presiones externas que a consecuencia de iniciativas propias de innovación y desarrollo en el campo de la inclusión educativa.

Numerosos estudios son concluyentes en señalar los sentimientos de inseguridad e incompetencia que experimentan los profesores ante la dificultad de llevar a cabo la enseñanza en contextos heterogéneos y suelen atribuírselos a la falta de apoyo y a la poca preparación y conocimientos recibidos para tratar las diferentes condiciones sociales, culturales y niveles de aprendizaje con que los estudiantes enfrentan la enseñanza.

Desde el enfoque de la inclusión, se reconoce que la problemática de la diversidad, en el sentido amplio del término, y las necesidades educativas especiales, en particular, son inherentes a todo proceso educativo y, por tanto, su respuesta no debiera considerarse como una tarea exclusiva de algunos docentes. Por el contrario, debe concebirse como una función de todos los profesores e incorporarse en las mallas curriculares de los planes de estudio de todas las áreas y especialidades de la formación docente.

En este sentido, la atención a la diversidad debe constituirse en un eje transversal de la formación pedagógica, bajo el entendido de que todo profesor, al margen de su especialidad, necesita desarrollar a lo largo del trayecto formativo ciertas competencias básicas que le permitan: i) Identificar las competencias iniciales, estilos y ritmos de aprendizaje de los estudiantes y detectar oportunamente las dificultades que estos pueden presentar para proporcionarles el apoyo necesario; ii) diversificar el currículo, la evaluación y la enseñanza mediante el uso de un amplio repertorio de estrategias y recursos educativos para dar respuesta a las necesidades de aprendizaje de todos los estudiantes; iii) crear un clima propicio para el aprendizaje y la convivencia basado en el respeto y valoración de las diferencias, que favorezca la comprensión y apoyo mutuo entre los estudiantes y docentes; y iv) gestionar acciones de colaboración entre los distintos actores de la comunidad escolar y con otros especialistas y servicios externos en beneficio del aprendizaje de todos.

Por su parte, la formación de los profesionales de la educación especial también requiere ser replanteada, avanzando hacia una concepción amplia de educación inclusiva. Como se desprende de lo anterior, ésta debe vincularse fuertemente con los planteamientos curriculares y con las prácticas pedagógicas comunes, superando los enfoques clínicos centrados en el déficit. Las competencias profesionales que necesitan los docentes están relacionadas, principalmente, con: la evaluación y seguimiento de las necesidades educativas especiales, la organización de sistemas, recursos y modalidades de apoyo en sus múltiples formas, y el diseño y desarrollo de adaptaciones curriculares.

Entre otras, estas competencias son esenciales para ejercer funciones de apoyo y asesoramiento tendientes a facilitar el acceso y progreso en el aprendizaje de los estudiantes con necesidades especiales a lo largo de la trayectoria escolar.

En este marco, ya no tiene sentido la rígida división que ha caracterizado la formación docente en las universidades entre los programas de educación “general” y los de educación especial. Es preciso superar esta tendencia y organizar planes de estudio integrados y articulados entre las distintas carreras de pedagogía, con modalidades flexibles que permitan diversos itinerarios de profesionalización.

Dentro de las alternativas de organización curricular, se debería establecer un tronco común con aquellas asignaturas encargadas del desarrollo de competencias genéricas vinculadas tanto al saber pedagógico como a las prácticas docentes, y que fuesen un eje transversal para la formación en cualquier área de la carrera de educación. La combinación de modalidades de formación común y formación específica en el proceso de profesionalización tiene varias ventajas, entre ellas, facilita la apropiación del enfoque y prácticas inclusivas por parte de los estudiantes de carreras de educación. A la vez, ofrece mayores oportunidades de intercambio estudiantil y de trabajo colaborativo desde el inicio de la formación, habilidad indispensable para los procesos de inclusión.

Insistimos en la idea de que el logro de una educación inclusiva requiere de transformaciones profundas en la formación inicial y continua del profesorado. Pero no queda ahí el papel de las universidades, es necesario que se conviertan en aliados activos del movimiento de Educación Inclusiva y contribuyan de manera más eficaz a la generación y difusión de conocimiento sobre esta materia.

La escuela inclusiva es un imperativo ético y es, a su vez, una estrategia efectiva para hacer realidad el derecho de todos a una mejor educación. Y justamente, el derecho a la educación es el tema que aborda, en profundidad y desde distintas perspectivas, la sección monográfica del presente número de nuestra revista, el cual contó con la colaboración, en calidad de editora invitada, de Rosa Blanco especialista de OREALC/UNESCO/Santiago y reconocida en la Región por sus relevantes aportes al conocimiento y al desarrollo de políticas de inclusión de los grupos más vulnerables de América Latina y el Caribe.

 

 
     
 
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