2014 - Vol. 8, Núm. 2  
           
 

LA LEGITIMIDAD MERITOCRÁTICA DE LA DESIGUALDAD. RELEGACIÓN EDUCATIVA EN MEDIOS DESFAVORECIDOS DE PARAGUAY
 
 
           
 
Luis Ortiz
 
     

1. INTRODUCCIÓN

Las débiles diferencias de recursos y oportunidades entre alumnos del mismo origen social, habilita el espacio para la clasificación escolar por el desempeño pedagógico. Pero esas diferencias no constituyen la causa necesaria para que algunos continúen los estudios superiores, mientras otros dimiten. Por la enseñanza, empero, las diferencias se convertirán en desigualdades. Más allá de la calificación escolar a los jóvenes, los docentes instituyen una distinción moral en la sociedad, función que instaura la creencia de un lugar asignado naturalmente en el espacio social: los alumnos excelentes tienen la posibilidad de competir con los jóvenes de la sociedad legítima y los alumnos “medios” no tienen otra alternativa que permanecer en sus localidades.

La “flexibilidad” con la que los docentes implementan y evalúan los exámenes es un medio para que la expansión del acceso otorgue una apariencia democrática al sistema educativo. Este mecanismo permitió a un número creciente de alumnos aprobar los exámenes y con ello hacer posible la expansión de la tasa de bachillerato, de modo que los objetivos cuantitativos de la reforma educativa se cumplieran. Pero los actos de evaluación, durante los exámenes finales de la educación secundaria, dan un margen de maniobra a los docentes para incitar a algunos alumnos a culminar en tiempo y forma así como arrastrar a otros a repetir las pruebas.

Culminar el bachillerato con un puntaje medio no tiene el mismo sentido que culminar con excelencia. El éxito de algunos es avizorado desde el inicio de la escolarización, como una exigencia de la institución escolar. Independientemente de lo que los alumnos y sus familias consideren sobre la escuela, cualquiera fuera su objetivo de éxito previsto con anterioridad, la afinidad electiva entre los juicios docentes, el status parental de las familias, la disposición de los jóvenes y su capital moral, les convierte de simples egresados en “elegidos”. Éstos ponen lo mejor de sí para convencer y hacerse notar públicamente como excelentes. Su posición escolar es, por tanto, el producto de una experiencia social del pasado en función del porvenir posible y previsto.

2. LA MERITOCRACIA BAJO LA FORMA DE JERARQUÍAS ESCOLARES

La representación jerarquizada de la cultura legítima y del sistema educativo es el resultado del compromiso de los jóvenes, de los padres y de las autoridades escolares, compromiso cuya lógica se muestra oculta a los mismos agentes. Las jerarquías que hacen que la escuela privada sea preferida a la escuela pública, que la lengua “noble”, el español, fuera ponderado sobre el guaraní, que los estudiantes de dedicación exclusiva tengan mejor desempeño que los estudiantes trabajadores, en fin, el conjunto de hechos que la institución escolar promueve como valores legítimos, implica el débil poder simbólico que las familias socialmente desfavorecidas tienen para contestarlos.

Estas jerarquías, en localidades afectadas por la segregación, se basan en la insuficiencia económica y cultural de las familias, obligándolas por falta de información a aceptar la oferta local del sistema educativo, desprovisto también de los recursos, carente de las condiciones de aprendizaje y marcado por la inequidad pedagógica. Ya que los jóvenes excelentes proseguirán, en la mayoría de los casos, sus estudios superiores, las oportunidades de ingreso al mercado formal de trabajo serán menos numerosas dado los escasos puestos. En la mayoría de los casos, en cambio, los alumnos de calificación media, con bachillerato obtenido, interrumpirán la continuidad de sus estudios en la educación superior por temor a la selección y al rechazo, es decir, por la incertidumbre respecto de la ascensión social por la escuela {1}.

El temor a la selección es, entre los jóvenes de familias pobres e inexpertas en el proceso educativo, la condición indispensable para que la escuela permanezca como la institución más poderosa en el juicio de las virtudes. Además, el temor al rechazo, por repetición de las pruebas, produce en los ánimos de los jóvenes de origen desfavorecido, el sentimiento de no estar hecho para los estudios. Los jóvenes que intentan varias veces los exámenes o que los aprueban con calificaciones medias, culminan el bachillerato aunque se persuaden, con sus resultados, de una supuesta falta de talento, una incapacidad de llegar lejos. Las examinaciones, medios eficaces del juicio escolar, constituyen para los jóvenes dotados de bajo capital cultural, los exámenes de una ilusión (Bourdieu y Passeron, 1968).

La flexibilidad de la evaluación escolar está en correspondencia con la clasificación de los estudiantes según su conformidad con los criterios de clasificación, basados en la excelencia. Los alumnos excelentes de las clases desfavorecidas son, por tanto, los únicos a afrontar los exámenes sin temor y su excepcionalidad les vuelve meritorio. “La igualdad formal que organiza la práctica pedagógica sirve, de hecho, de máscara y de justificación a la indiferencia respecto de las desigualdades reales ante la enseñanza y ante la cultura enseñada o, más exactamente, exigida” (Bourdieu, 1966:336). El éxito excelente en los contextos segregados de Paraguay, lo hemos visto, no es solamente del orden del desempeño de los alumnos sino también de los efectos de los juicios de la escuela. Los alumnos no se vuelven virtuosos sino de la mano de la institución escolar. Los docentes y los padres, arbitrados en configuraciones sociales, producen los jóvenes excelentes y los jóvenes medios de manera tácitamente establecida.

Las desigualdades surgidas de estos veredictos y de la clasificación escolar, producen en los que fracasan, la resignación a permanecer en sus lugares de origen mientras que en los alumnos excelentes producen la negación de sus orígenes, como forma de liberarse de identidades negativas atribuidas desde el exterior. “Todo sucede como si el proceso de ascensión social debiera pagarse con una toma de distancia respecto de lo que funciona como un lugar de relegación espacial y social” (Beaud, 2002:102).

De la misma manera que la experiencia escolar del joven y de su familia construye el sentido del éxito (la conformidad como disposición), la experiencia del fracaso es la otra cara de la moneda del proceso educativo. Si por una parte, desde la reforma educativa las expectativas tienen un papel importante en el compromiso de las familias a “jugar el juego”, por la otra, las jerarquías de excelencia incomodan a muchas de ellas por el hecho de ver a sus hijos culminar el bachillerato y no continuar sus estudios. El fracaso así es la vivencia de una desilusión a pesar del compromiso.

“Terminar el colegio”, “obtener el bachillerato”, anteriormente objetivos importantes, no son en la actualidad sino la manifestación de simples títulos de una escala situada más arriba. Todo sucede como si la educación, llevada a poner en ventaja a las familias involucradas en la escolaridad de sus hijos, fuera la responsable de la segregación social. Las familias se hallan en la imposibilidad de contestar a la institución, que iguala formalmente a todos los jóvenes otorgándoles el título de bachillerato pero los diferencia concretamente por las disposiciones para competir en la vida post-colegial.

El sistema educativo paraguayo tiene dificultad en conjugar la universalidad de la política educativa con la no-discriminación, adaptando las prácticas pedagógicas a la diversidad del público escolar. Diferenciar sin caer en la desigualdad de tratamiento, reconocer la particularidad sin estigmatizar, constituyen algunos desafíos para una educación eficaz y equitativa. “Si la heterogeneidad de las clases aparece, en la media, preferible a la homogeneidad, nada indica que la heterogeneidad máxima es preferible en todas partes y siempre. Lo que vale “en la media” desde un punto de vista estadístico, no vale necesariamente para todas las situaciones (…): los profesores, considerando generalmente que sus clases son demasiado heterogéneas, incluso cuando éstas casi no lo son desde un punto de vista estadístico, son muy a menudo favorables a una menor heterogeneidad finalmente contraria a la equidad y a la eficacia” (Merle, 2002:95).

Para los jóvenes que no obtuvieron el bachillerato, confrontarse a un destino incierto va de la mano de la conciencia de la falta de diploma como un handicap vigente en la sociedad de la actualidad. Más allá de los alumnos que trabajan medio tiempo, el verdadero problema incumbe a los jóvenes que, difiriendo su entrada plena en el mundo de trabajo para dedicarse a los estudios, ven sus esfuerzos desvanecerse cuando se encuentran “incapaces” de continuar prolongados estudios superiores {2}.

La apertura del sistema educativo y la ideología asociada, a saber, la igualdad de oportunidades, son las tretas para empujar a las generaciones jóvenes a inflarse de esperanza y de recibir en cambio sólo una ilusión. La jerarquía escolar, reforzada durante los últimos años de la educación secundaria, se muestra entonces como la base de legitimación de las desigualdades sociales después del nivel colegial. La diferenciación escolar que, en el seno de la institución educativa, reagrupa a los jóvenes en excelentes y medios, se transpone en la etapa post-colegial en distinción social entre individuos “excepcionales” y “comunes” (ésta etiqueta concerniendo a los individuos de localidades segregadas). Las jerarquías escolares, en los medios sociales desfavorecidos, se metamorfosean en meritocracia.

3. A PESAR DE LA IGUALDAD DE OPORTUNIDADES

Durante los años de retorno de la democracia política en Paraguay, un ideal igualitarista se difundió progresivamente e hizo necesario el acceso masivo al sistema educativo así como la prolongación de la escolaridad. El número de efectivos escolarizados en la educación media y en la educación superior, al igual que el número de titulados, no cesaron de aumentar, aunque lentamente (Denis, 2005).

Para resolver la tensión entre individuos convertidos en iguales en derecho pero desiguales de hecho, la igualdad de oportunidades se impuso progresivamente como ideología legitimadora de la diferenciación social en la sociedad democrática. Como lo señala François Dubet,

“como mecanismo de definición de desigualdades justas, la igualdad de oportunidades reposa sobre una doble afirmación. Por una lado, al inicio de las pruebas escolares, todos los alumnos son considerados como iguales y todos tienen el derecho de esperar obtener los mejores resultados y de alcanzar las posiciones más elevadas. Este derecho al éxito es también una exigencia moral en una escuela pronta a condenar la ausencia de ambición escolar de los alumnos o de las familias. (…) Por otro lado, como toda escuela, la escuela de la igualdad de oportunidades clasifica, orienta y jerarquiza a los alumnos en función de sus desempeños. La competencia escolar vuelve por tanto a los alumnos necesariamente desiguales” (Dubet, 2004:27-28).

En Paraguay, el principio ideológico que sostuvo una “educación para todos” fue la igualdad de oportunidades, inscripto en las declaraciones de la reforma educativa. De hecho era necesario que la ideología del mérito sea aceptada como la posibilidad de obtener éxito en la vida y de salir de la pobreza por el esfuerzo. Interiorizada la creencia en la aptitud individual, la meritocracia pondría en práctica un nuevo sistema educativo y una nueva sociedad post-autoritaria. Pero el mérito individual disimula, bajo innumerables formas, un sistema de selección escolar fuertemente inequitativo que se pretende neutro. Es un modo de conformidad con las desigualdades sociales. La escuela no resolvió de hecho las pronunciadas asimetrías en el curso de veinticinco años. El acceso no es lo mismo que las condiciones de acceso: la igualdad formal ante la educación desemboca en desigualdades de desempeño educativo. La igualdad política supuestamente desarrollaría la igualdad de oportunidades de modo que la posición ocupada por los individuos en la división del trabajo dependería, no de factores heredados, sino del mérito, convirtiéndose en el mecanismo organizador de una sociedad equitativa.

Para las familias que quedaron largo tiempo excluidas de la educación, los primeros años de la década de 1990 estuvieron marcados por una euforia ante el sistema educativo y de su promesa de éxito social. Las expectativas de las clases desfavorecidas ante la escuela, que se hicieron más altas, fueron el efecto transitorio del inicio de la reforma educativa. La baja participación de esas clases en el sistema educativo, antes de la política pública en cuestión, constituyó la condición de posibilidad de inversión en la escolarización de sus hijos, lo que se vuelve, como lo refiere Alain Accardo, una “elección de lo necesario”.

“En el fondo, para ellos, el éxito social consiste no tanto a promoverse hacia posiciones superiores sino a evitar de volver a caer en una condición inferior por debajo del ‘umbral de pobreza’, (…) con relación a la cual ganar honestamente la vida, tener un buen lugar donde vivir, comer hasta hartarse, tener salud, constituyen inapreciables privilegios” (Accardo, 2006:242).

En el campo educativo, el acceso universal a la enseñanza se volvió un imperativo de la política pública, mientras que los resultados del proceso educativo (v.gr. la promoción social) quedaron librados al azar. La esperanza en la educación estuvo expandida especialmente en los grupos más desfavorecidos, por el hecho que éstos tienen solamente a la escuela como “garantía” de inversión a futuro. Sin embargo, las capacidades reales de valerse de ella se fueron mostrando insuficientes. He aquí el nudo gordiano que establece una diferencia entre los vencedores y los vencidos del sistema educativo. Por causa de la degradación de las condiciones de vida, especialmente en los medios sociales segregados, el malestar social es cada vez más patente, aunque la pobreza y la marginalidad no son imputadas a la escuela ni a sus agentes institucionales. Al contrario, las estrategias parentales de escolarización hacen visible la propensión a diferenciarse al interior de esos medios.

La relación reciente con la escuela, suscitada por la escolarización de los jóvenes gracias a la expansión del sistema educativo, inclina a los padres a representarse la institución educativa como medio de éxito por si acaso. Así ciertos padres alientan a sus hijos a buscar el éxito educativo, creyendo procurarse así herramientas para disputar con menos desventaja los escasos puestos en el mundo del trabajo. Pero lo que es más importante es la búsqueda de un “status parental”, que constituye una suerte de reconocimiento simbólico y un medio de respetabilidad pública en el marco de severos mecanismos de descalificación y discriminación social.

La prolongación de los estudios y la elevación media de las calificaciones conceden a la escuela y a los diplomas una influencia cada vez más fuerte sobre las familias y hacen aceptar el nuevo sistema educativo por todas las generaciones y por todas las categorías sociales (Tedesco, 2004:11). Ahora bien, este proceso oculta los desfasajes de éxito educativo entre las clases sociales y se vuelve un mecanismo de disimulación de desigualdades educativas y de discriminación cultural. La selección social se realiza en los niveles más elevados del plan de estudios, estableciendo un principio de jerarquización según el cual las clases sociales privilegiadas se distancian de las desfavorecidas y genera efectos de orientación escolar diferenciada de los jóvenes (Oeuvrard y Cacouault, 2003:29).

Así, la ideología del mérito es doblemente problemática en un espacio social como la sociedad paraguaya. Primero porque en principio todos son “meritorios” antes del inicio de la escolaridad y merecedores de una trayectoria noble; el origen social, así, no está llevado a intervenir en la construcción del mérito sino la sola competencia individual. Sin embargo, dadas las desigualdades extremas en el espacio social, desde un inicio la apertura del sistema educativo presenta un impase para los desprovistos de experiencia escolar, de modo que los mejor dotados de capital cultural no renunciarán a servirse de sus ventajas de partida. El segundo problema es el peso que, al final de cuentas, las desigualdades tienen en la distribución del mérito individual y ello con el aval de las autoridades escolares. Si los docentes detentan el monopolio de la evaluación, las configuraciones sociales los llevan a clasificar a los alumnos según criterios arbitrarios aunque legítimos en un momento dado de la historia de la institución educativa.

4. EL AJUSTE ENTRE LOS MÉRITOS Y LAS OPORTUNIDADES

Si la economía condiciona el acceso a los escasos puestos de trabajo y si el sistema educativo multiplica los títulos educativos –y por tanto expande las expectativas de éxito–, el riesgo de desempleo es elevado y, por lo mismo, el de dimisión escolar es alto. La legitimidad del sistema está siendo cuestionada y la política pública vedette del Estado post-autoritario está en camino de convertirse en una “gigante de pies de barro”.

Por este hecho, el sistema educativo tolera y justifica los arbitrajes tácitos, por lo común arbitrarios, por medio de los cuales la extensión de las plazas educativas en la educación media alcanza a todos los jóvenes que reúnen las condiciones mínimas y, al mismo tiempo, sólo un segmento juvenil se favorece socialmente. Los jóvenes “exitosos” ven su desempeño educativo valorizarse en los niveles más elevados del plan de estudio e incluso en el mercado de trabajo, donde además se creen meritorios. “Esta pregnancia del principio del mérito –dice Marie Duru– aparece coherente con el funcionamiento de sociedad donde los individuos son responsables de su trayectoria, en un contexto competitivo” (Duru-Bellat, 2006:7). Este fenómeno de translación de la estructura de oportunidades hacia arriba confirma la persistencia de las desigualdades en el espacio social por el desfasaje entre las oportunidades objetivas de los agentes y sus expectativas subjetivas.

Para las familias de clases medias y clases privilegiadas, que definen los límites legítimos del espacio social paraguayo, la probabilidad objetiva de hallar un lugar en el mundo del trabajo está asegurada por las condiciones educativas y culturales que ellas mismas delimitan. Sus capitales cultural y escolar son la medida del campo educativo, de modo que para una población con un bajo nivel educativo en educación superior, los diplomas de este nivel operan como títulos nobles de educación.

Mientras que los altos estudios sirven a los individuos de clases privilegiadas como garantía contra el desclasamiento, para las clases desfavorecidas, al contrario, los títulos de estudios superiores son la condición mínima de salida de una posición desclasada. Ahora bien “los hijos de estas clases sociales quienes, a falta de capital cultural, tienen menos oportunidades que los otros de testimoniar un éxito excepcional deben empero testimoniar un éxito excepcional para acceder a la educación superior” (Bourdieu, 1966:333-334). La escolarización de los jóvenes de clases desfavorecidas en la sociedad paraguaya choca con la escolarización de los jóvenes de clases medias que se hallan cada vez más arrinconados por la profundización de las desigualdades entre los grupos sociales pudientes y los pobres. Mientras que los miembros de las clases medias se orientan a mantener su posición en el espacio social o incluso ascender, los agentes advertidos de las clases desfavorecidas luchan con todos los medios disponibles para no descender. A veces chocan con la institución escolar con tal de defender los lugares conquistados.

El compartir ciertos espacios comunes entre las clases sociales, en este caso el mundo laboral, permite a las clases desfavorecidas darse cuenta del espejismo de la supuesta apertura del sistema educativo en el marco de una sociedad desigual. Por consiguiente estas clases advierten lo que está en el centro de las jerarquías escolares: el control disimulado por las clases dominantes del vínculo entre el campo económico y el campo educativo, marginando a la población supernumeraria de las clases desfavorecidas de los niveles educativos más altos. Las familias de clases desfavorecidas esperan todo de la escuela y creen tanto más en esta institución cuando no tienen los medios de escrutar su naturaleza real, que descalifica a los individuos descalificando los títulos otorgados.

“El incremento del número de titulados (que tiende a favorecer la exclusión de los no-titulados y la obsolescencia de los mecanismos más antiguos de promoción así como, secundariamente, la devaluación de cada título particular que es correlativa con la translación del sistema de títulos), la universalización del reconocimiento otorgado al título y la unificación, al menos bajo esta relación, del mercado de trabajo engendraron su contrapartida, la diversificación del mercado escolar y el desarrollo de un aparato escolar más directamente ajustado al sistema económico capaz de competir en su monopolio al sistema educativo del sector público. Las instituciones de enseñanza de débil autonomía (...) son elementos determinantes de la lucha entre las clases y las fracciones de clases que tienen interés en defender el valor del título (fracciones superiores de las clases populares, obreros calificados, contramaestres, etc., nuevas fracciones de las clases medias, técnicos, cuadros medios del comercio o de los servicios médico-sociales, etc.) y las fracciones dirigentes de la clase dominante que hallan en el control del valor del título y de los mecanismos del acceso al título uno de los instrumentos propios para controlar el valor de la fuerza de trabajo elaborada, a fijarla, contenerla o, en otros casos, devaluarla ‘descalificándola’” (Bourdieu y Bolstanki, 1975:95).

Dada la demanda elevada de puestos, la escuela y sus veredictos habilitan una oferta restringida de individuos, así dichos “excelentes”, llevada a controlar el flujo de entrada al mercado de trabajo. Ya que, como Raymond Boudon lo refiere, “los individuos munidos de cierto nivel de instrucción vienen a colmar las plazas cuyo número y la distribución son fijadas por la estructura social. En la mayoría de los casos, un individuo que se vuelca hacia el mercado del empleo viene a ocupar una plaza vacante. Es raro que una posición sea creada por el simple hecho que se presenta un individuo munido de competencias particulares. La estructura social puede por tanto ser considerada como condicionante de la inserción socioprofesional de los individuos” (Boudon, 1984:85).

En los medios sociales desfavorecidos, en general los jóvenes son trabajadores de medio tiempo, asalariados o trabajadores no remunerados. Contrariamente al supuesto de que los alumnos trabajadores están llevados a desenvolver una escolarización con más dificultades, a menudo cumplen una escolarización adecuada si son acompañados por sus familias, ya que aprenden así a administrar el tiempo, a organizarse y adquirir disciplina en el trabajo. Es por el trabajo que se hacen la idea de cierta promoción social.

Algunos jóvenes se empeñan en adquirir la condición social de los jóvenes de clases superiores, aún si eso les cueste el abandono de sus localidades, de sus amistades e incluso de sus familias. La sociedad legítima expande el acceso educativo y al mismo tiempo justifica las distancias entre los establecimientos eficientes e ineficientes (resultado de la distinción entre educación pública y privada), entre las familias fuertemente dotadas de capital cultural y las familias con capital cultural débil, éstas más bien preocupadas de su reproducción social. Las grandes distancias, otrora invocadas como resultados de un Estado autoritario, son en la actualidad expresión de las desigualdades sociales, disimuladas en méritos, que favorecen a los individuos que sacan provecho de sus ventajas económicas y culturales de origen.

Todo sucede como si la institución escolar se sirviera del mérito para situar en la jerarquía escolar a los jóvenes según la norma de excelencia, principio constitutivo de dicha jerarquía. De un lado los alumnos excelentes son los jóvenes “elegidos” del sistema educativo mientras que del otro, los alumnos medios -entre los cuales se hallan los alumnos calificados como aceptables-, se vuelven los jóvenes “excluidos”. Estos últimos, incluso si fueran meritorios, no conformaron las configuraciones adecuadas y además no contaron con la consideración de las autoridades escolares.

Parafraseando a Dubet, si el sistema educativo es cruel con los “excluidos”, es también porque no protege del desprecio de los “elegidos” y más ampliamente de los individuos dominantes en la sociedad legítima. “Convencida de constituir un grupo surgido de una larga y difícil competencia, segura de haber sido producida por un sistema justo ya que cada uno podía concursar, la élite escolar llevada a volverse élite social puede acumular las ventajas y los privilegios con una impecable buena consciencia” (Dubet, 2004:31).

El valor de los títulos no es contestado directamente aunque cierta incertidumbre se refleja en las decisiones de los padres de jóvenes de clases desfavorecidas de escolarizar a sus hijos en los niveles elevados del sistema educativo. Así, para un nivel de estudios dado, se dio de un lado una elevación del nivel general de los conocimientos al egreso de la escuela mientras que de otro lado se constata un mantenimiento e incluso un decrecimiento del valor del título a ese nivel. La pérdida de valor de los diplomas no se debe solamente a la extensión del acceso y a la prolongación de los estudios sino también por la restricción creciente del mercado de trabajo.

En los medios sociales desfavorecidos, los jóvenes para quienes los estudios superiores quedan en un segundo plano, “la ‘elección’ de la universidad, lejos de significar un ‘proyecto prolongado de estudios, constituye una solución de última oportunidad” (Convert, 2003:68).

Obligado por los objetivos de la reforma educativa de extender la escolarización hasta el colegio, el sistema educativo consintió el descenso de la calidad de la enseñanza así como la flexibilidad de los exámenes y, por lo tanto, permitió un relativo aumento de titulados demandantes de educación superior. Para los jóvenes de medios sociales desfavorecidos, en su mayoría bachilleres decepcionados, el nivel post-colegial se presenta como una opción poco probable. Es la razón por la cual la universidad de proximidad, de baja calidad, es una salida adecuada a un cálculo “por si acaso” para los que intentan, a pesar de todo, obtener ciertos réditos de la educación.

Cada estado sucesivo del campo educativo establece el umbral que separa los títulos preciados de los títulos desvalorizados y que distribuye a los individuos, en el espacio social, entre los exitosos y los excluidos. La evaluación y la calificación, dos poderosos instrumentos en manos de los docentes, jueces del mérito, son herramientas formales de selección social. Las autoridades escolares, mejor dotadas de capital cultural, instituyen jerarquías escolares arbitrarias que, a falta de calidad de la enseñanza, clasifican a los alumnos según criterios extraescolares para promover socialmente a un pequeño número de jóvenes y relegar a la mayoría. Este mecanismo cumple el objetivo de sostener cierto equilibrio entre las oportunidades objetivas en el mundo post-colegial y las expectativas subjetivas de las familias, quedando así en suspenso el objetivo de un sistema educativo constituido para desarrollar competencias y agentes competentes.

5. CONCLUSIÓN

Más allá de evaluar y calificar pedagógicamente, la institución educativa asigna un lugar en la sociedad. Esta función lleva a interiorizar la lógica de las jerarquías escolares, los alumnos excelentes contando con mayor posibilidad de competir por lugares en la educación superior y por puestos de trabajo, mientras que los alumnos medios permaneciendo en una condición social de relegación.

El carácter ambiguo de las evaluaciones permitió a una parte considerable de los concurrentes estudiantiles pasar las examinaciones sin dificultad y expandir la tasa de bachillerato, de modo que los objetivos cuantitativos de la reforma educativa se cumplieran. Cierto margen de maniobra de los docentes, empero, permite mecanismos de selección escolar que lleva a ciertos alumnos culminar los estudios en tiempo y forma mientras que a otros redundar en exámenes y diferir los plazos de conclusión.

El acervo de valores que la escuela promueve y con base en el cual se construyen las jerarquías de excelencia escolar, vulnera a las familias de clases desfavorecidas, cuyo bajo capital cultural les condiciona contestar la arbitrariedad de la cultura escolar basada en esos valores. Las jerarquías escolares en los medios sociales desfavorecidos obligan a las familias aceptar la oferta escolar local, desprovista de condiciones adecuadas de enseñanza. La mayoría de los jóvenes bachilleres interrumpirán los estudios de educación superior por temor a la selección y por la aprensión respecto del rigor de una institución que, con sus clasificaciones y jerarquías, descalifica y segrega socialmente, reforzando la incertidumbre de promoción social por medio de la educación.

La elasticidad de la evaluación escolar se halla en afinidad electiva con la clasificación de los jóvenes según su conformidad con los valores de la excelencia escolar. Los alumnos excelentes de las clases desfavorecidas son por tanto los únicos a afrontar los exámenes sin temor, su excepcionalidad volviéndolos “meritorios”. Las desigualdades surgidas de la evaluación producen, en los que fracasan, la resignación a permanecer en su condición social de origen, mientras que en los que tienen éxito a negar sus orígenes, rechazando las etiquetas descalificadoras atribuidas desde el exterior.

Las jerarquías escolares sumen en el desengaño a las familias de clases desfavorecidas por el hecho de ver a sus hijos culminar la educación media y no continuar sus estudios. El fracaso implica la vivencia de una desilusión a pesar del compromiso. Los valores fundamentales en estados anteriores del sistema educativo constituyen en la actualidad principios marginales de una escala más alta en las jerarquías escolares. La escuela, que iguala formalmente a todos los jóvenes otorgándoles el título de bachillerato, diferencia la trayectoria de los mismos según su conformidad con la legitimidad institucional.

La jerarquía escolar, que se implementa durante los últimos años del plan de estudios, hace parte de la base de legitimidad de las desigualdades sociales post-escolares. Las clasificaciones, con base en dicha jerarquía, distinguen a los jóvenes excelentes de los demás, instituyéndose en la etapa post-escolar como criterios de selección en el acceso a oportunidades sociales.

La meritocracia es un principio equívoco en la sociedad paraguaya porque, dadas las desigualdades de origen, el sistema educativo opera sobre las diferencias extra-educativas en función del capital cultural y porque la distribución del mérito se realiza conforme con los veredictos de las autoridades escolares y no del proceso educativo. La evaluación y la clasificación constituyen abiertamente mecanismos de selección social.

Ante el problema de la calidad de la enseñanza, las jerarquías arbitrarias clasifican a los alumnos según criterios extraescolares que recompensa a un número limitado de ellos y relega a la mayoría. El campo educativo así establece el umbral que separa los títulos preciados de los títulos desvalorizados y distribuye a los agentes conforme unos méritos supuestos, traduciéndose socialmente una clasificación entre exitosos y excluidos. Este sistema tiene como objetivo primordial garantizar el equilibrio entre las oportunidades objetivas y las esperanzas subjetivas, en una estructura social propensa a reproducirse en su modus operandi antes que a transformarse en sus bases de sustentación.

REFERENCIAS

Accardo,  A. (2006). Introduction à une sociologie critique. Lire Pierre Bourdieu. Marsella: Ed. Agone.

Beaud, S. (2002). 80% au bac et après ? Les enfants de la démocratisation scolaire. París: Editions de La Découverte.

Boudon, R. (1984). L´inégalité des chances. París : Hachette.

Bourdieu, P. (1966). Ll’école conservatrice. Les inégalités devant l’école et devant la culture. Revue française de Sociologie, 7(3), 325–347.

Bourdieu, P. y Boltanski, L. (1975). Le titre et le Poste. Rapport entre le système de production et le système de reproduction. Recherche en Sciences Sociales, 1(2), 95–107.

Bourdieu, P. y Passeron, J.C. (1968). L’examen d’une illusion. Revue française de Sociologie, 9(1), 227–253.

Convert, B. (2003). Des hiérarchies maintenues. Recherche en Sciences sociales, 149(1), 45-76.

Dubet, F. (2004). L’école des chances. Qu’est-ce qu’une école juste? París: Seuil-La République des idées

Duru-Bellat, M. (2006). L’inflation scolaire. Les désillusions de la méritocratie. París: Seuil-La République des idées.

Merle, P. (2002). La démocratisation de l’enseignement. París: Éditions de la Découverte.

Oeuvrard, F. y Cacouault, M. (2003). Sociologie de l’éducation. París: Éditions La Découverte.

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{1} Denominamos “estudios superiores” a los estudios universitarios, desde el primer año de licenciatura.

{2} Dada la economía paraguaya, los jóvenes de clases medias se inician en el mercado de trabajo a los 18 años mientras que los jóvenes de clases populares mucho más temprano. El costo de oportunidad de no entrar en el mercado de trabajo es más elevado para los jóvenes de familias desfavorecidas, razón por la cual la ilusión meritocrática de hallar un lugar en el mundo del trabajo que la escuela instaura, es doblemente hipócrita, siendo la responsable del malestar por causa de su fracaso.