LA FORMACIÓN EN COMPETENCIAS PARA LA GESTIÓN Y LA POLÍTICA EDUCATIVA: UN DESAFÍO PARA LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN AMÉRICA LATINA{1}

PRESENTACIÓN

La formación para la gestión y la política educativa constituye uno de los grandes problemas que enfrenta la educación superior en los países de América Latina. Los cambios producidos en los sistemas educativos demandan transformaciones en los métodos y los contenidos de la formación.

El objetivo de este trabajo es avanzar en la discusión sobre cómo formar para la gestión y la política educativa de cara al siglo XXI en el contexto latinoamericano. Para ello se parte de un supuesto fuerte que es que uno de los obstáculos centrales para cierta falta de actualización de la oferta formativa no es de tipo cuantitativo sino más bien de tipo cualitativo. En este sentido, se plantea la necesidad de incorporar la formación en ciertas competencias transversales que serían básicas para el desempeño en los diferentes niveles de la gestión y la política educativa.

Este texto se estructura en tres partes. En la primera se fundamenta la necesidad de un nuevo tipo de formación para la gestión y la política educativa desde la presentación de los nuevos desafíos que éstas deben enfrentar en América Latina. La segunda ofrece una propuesta de formación que toma como eje al concepto de competencia profesional y desarrolla el estado del debate sobre esta noción. En la tercera parte se proponen seis claves para la formación de las competencias en el marco de la propuesta mencionada.

1. NUEVAS DEMANDAS PARA LA GESTIÓN Y LAS POLÍTICAS EDUCATIVAS EN AMÉRICA LATINA EN EL SIGLO XXI{2}

La mayor parte de los países de América latina han comenzado profundos e integrales procesos de transformación de sus sistemas educativos que tienen algunos aspectos en común. Uno de ellos se refiere al contexto. En todos los casos, ocurren en escenarios rápidamente cambiantes, afectados por la emergencia de la sociedad de la información y del conocimiento, la articulación a la economía mundial y la reapertura de la oportunidad de desarrollo democrático. Precisamente una de las razones que induce esos procesos de transformación es la toma de conciencia de las características de ese cambio de escenario y de la potencialidad de la educación como factor de crecimiento económico, oportunidad de construcción de mayor equidad social y consolidación de la democracia (CEPAL-UNESCO, 1992).

La década de 1980 se caracterizó porque prácticamente ningún país de la región había logrado compatibilizar avances en la atención a esos tres desafíos. Algunos autores se refieren a ella como una “década perdida”, que en realidad comenzó en numerosos países ya hacia mediados de la década de 1970 (Fajnzylber, 1989). Parte de la “pérdida” estuvo asociada a la desinversión educativa, a la falta de reflexión respecto del papel que podía jugar la educación y a las características que ésta debía asumir como variable para mejorar la calidad de vida de la población.

Durante las décadas de 1970 y 1980, diversos países de la región ―por ejemplo, Colombia, Chile y Argentina― incentivaron cambios en dirección a descentralizar el gobierno de la educación (Brunner y Puryear, 1994 y 1995). Las estrategias implementadas tuvieron al menos dos características peculiares: un sesgo fiscalista (Carnoy y de Moura Castro, 1997) y  una falta de preparación para el logro de un buen funcionamiento del modelo de gobierno de la educación emergente.

La promoción de la descentralización durante esas dos décadas  estuvo fuertemente sesgada por la expectativa de eficiencia, entendida además como una oportunidad irremplazable para reducir el volumen total de las asignaciones presupuestarias para el sector educación como una variable de ajuste fiscal (Braslavsky, 1999a; Di Gropello, 1997).Pero, además, el supuesto era que aquello habría de lograrse por el solo hecho de acercar las decisiones a la base y sin necesidad de generar otras condiciones (De Mattos, 1989). En esa etapa del desarrollo educativo latinoamericano no se prestó atención a cuestiones tales como el cambio curricular, la evaluación, la modernización o la creación de sistemas de información y, sobre todo, a la formación de nuevos perfiles profesionales para una nueva forma de ejercicio de la política educativa, en la cual el poder estaría ―de hecho―  mucho más distribuido. Como la descentralización de la educación no se promovió con el propósito de reconocer y ampliar las oportunidades de ejercicio del poder de la ciudadanía en relación con las cuestiones educativas ni de mejorar la calidad de los aprendizajes de la población, estas cuestiones no revistieron interés.

En la década de 1990 se puso de manifiesto que la estrategia de descentralización aislada de procesos sistémicos de transformación educativa no permitiría alcanzar los objetivos de crecimiento económico y consolidación democrática (Tedesco, 1995). En ese contexto, nada garantizaba que las decisiones que se tomaran en forma descentralizada contribuyeran a aumentar la eficacia ni, menos aún, a mejorar la calidad de los aprendizajes de los alumnos, crecientemente asumida como una necesidad. Por otra parte a lo largo de esta década se fue tomando conciencia del avance de las desigualdades y  el consecuente  incremento de la marginación y de la pobreza (Undurraga y Araya, 2001). También se hicieron más evidentes los riesgos que implicaban para la equidad social las estrategias de descentralización aisladas de procesos sistémicos de transformación educativa (Tedesco, 1998). Ante aquella realidad, países como México ―donde la reforma avanzó más tardíamente― buscaron una estrategia diferente, evitando  incluso optar entre “descentralizar” o continuar con el modelo tradicional centralizado de gobierno de la educación. (Aguilar Hernández y Schmelkes del Valle, 2001).

En efecto, pareciera que ya en la década de 1990 se comenzó a asumir la necesidad de promover políticas multidimensionales de cambio educativo que sostuvieran el valor de la descentralización educativa, pero  rearticulándola a tradiciones significativas y diferentes del fundamentalismo neoliberal omnipresente en las reformas orientadas sólo hacia el ajuste fiscal. En este sentido, se advertía la necesidad de políticas que vincularan la descentralización a la voluntad de atender a la diversidad de situaciones reales y al acercamiento de las decisiones a las personas. Los equipos ministeriales a cargo de las reformas de los noventa se preocuparon por intentar generar condiciones para que la creciente y cada vez más compleja variedad de tomadores de decisiones pudiera actuar más acertadamente. Al menos a nivel de las propuestas, se incorporó la necesidad de combinar descentralización con empoderamiento (empowerment), entendido como la capacidad de ejercer poder a todos los niveles (Byham, 1992).

Entre las políticas y estrategias diseñadas para promover ese empoderamiento, numerosos países de la región elaboraron planes y programas de estudio actualizados para la educación básica, pusieron en marcha dinámicas de formación y capacitación docente ―más o menos exitosas―, montaron sistemas de información y de evaluación e incentivaron la construcción de proyectos locales e institucionales (Braslavsky, 1999b; Gajardo, 1999; Corrales, 1999; Carnoy, Cosse y otros, 2001).

Un modelo descentralizado de la educación que persiga, al mismo tiempo, mayor eficiencia, mejor calidad y creciente equidad educativa, en países donde además está culminando o continúa avanzando una etapa fuertemente expansiva de los sistemas educativos (Caillods, 2001; Filmus, 1999), impone numerosos nuevos desafíos. Estos últimos reclaman a su vez una reconceptualización del perfil, los roles y las funciones del personal profesional dedicado al gobierno de la educación (IIPE-Buenos Aires, 1999). A su vez, esa reconceptualización debe iniciarse con la identificación de los problemas de los perfiles existentes y de la formación que los produce (Braslavsky y Acosta, 2001).

Entre los principales problemas, es posible mencionar que  los especialistas en gestión y en políticas educativas tienen dificultades para construir el sentido de los fines de la gestión y de las políticas educativas. Esta situación contribuye a la emergencia o consolidación de situaciones de anomia y de cumplimiento rutinizado de actividades. Todo esto colabora para que las propuestas de reforma educativa sean patrimonio de un conjunto estrecho de personas y que no se puedan  enriquecer desde su interacción con posiciones críticas procedentes de sectores tales como el sindicalismo, el empresariado o la opinión pública, ni desde un fluido proceso de convocatoria e intervención de maestras, maestros, profesores, padres y estudiantes (Braslavsky, 1993).

El segundo problema es, en cierto sentido, la contracara del primero. Consiste en las dificultades que tienen los especialistas en gestión y en política educativa para articular la creciente demanda de intervención de un amplio y heterogéneo conjunto de actores en los procesos de gestión educativa. Retomando algunos elementos ya presentados  se puede subrayar que actualmente la centralidad de la educación en la agenda latinoamericana, por una parte, y la complejidad y el desafío de la reinvención de los dispositivos de regulación y de provisión de educación, por la otra, implican que un conjunto de actores no especializados en la gestión ni en políticas educativas intervengan en los procesos de toma de decisiones. Entre los actores no especializados cabe mencionar a los maestros y profesores, a los especialistas en ciencias de la educación, en didáctica y en otros campos educativos. Los actores especializados son, por ejemplo, los directores, supervisores, técnicos medios de los municipios, provincias o estados, departamentos y ministerios nacionales.

El tercer problema que se presenta es la existencia de  múltiples niveles de especificación de la gestión y de las políticas educativas, todos igualmente relevantes: el nivel de las instituciones educativas, los procesos a escala municipal o distrital, los procesos a nivel departamental, estadual o provincial, y los procesos nacionales. A esos cuatro niveles hay que agregarles un quinto nivel transnacional, asociado a las demandas de la globalización y a las oportunidades de la introducción de las nuevas tecnologías que inducen a la comparación y al intercambio permanente con espacios externos al nacional. Estos niveles de especificación de la gestión y de las políticas educativas tienden, a su vez, a definirse cada vez menos como niveles jerárquicos o con especializaciones funcionales rígidas y cada vez más como conjuntos de círculos concéntricos interconectados con especificidades propias de cada territorio que, o bien no son reconocidos como tales o bien no son sinérgicamente articulados.

Por otra parte, existe un cuarto problema que consiste en la incapacidad para diseñar dispositivos que contrarresten la debilidad institucional derivada de las políticas educativas propias de las décadas de ajuste fiscal sobre el sector. Para hacerlo se requeriría  una formación y un entrenamiento que facilitaran  la anticipación de alternativas diversas, cada una de ellas con sus posibles consecuencias positivas y negativas para los fines buscados.

Es posible mencionar un quinto problema que deriva del aislamiento de la gestión y de las políticas educativas respecto de la formación para la gestión que se realiza en las instituciones de nivel universitario. Como, por otra parte,  la propia gestión  produce información y conocimiento, dicho aislamiento entorpece la posibilidad de construir un verdadero sistema científico-tecnológico que permita la innovación permanente, el análisis autocrítico, la comprensión de las dificultades de los gestores por parte de los formadores y, en definitiva, el mejoramiento de la capacidad colectiva de gestión de la educación.

El sexto y último problema consiste en la dificultad de asumir la gestión y las políticas educativas en contextos específicos transitados por desafíos tales como el afianzamiento de la gobernabilidad democrática, la aceptación de la diversidad como un dato y una oportunidad, la lucha contra el crecimiento de la pobreza y de las desigualdades y la demanda de transparencia, eficacia y eficiencia.

Frente a estos problemas, los diversos y nuevos actores que intervienen en los diferentes niveles del sistema deben, al mismo tiempo, anticipar y diseñar escenarios, tomar decisiones, ponerlas en práctica y evaluarlas. Asimismo, deben interactuar en forma democrática con otros actores y niveles, concertar acuerdos, trabajar en equipo y comunicarse entre sí. (Martinic, 2000). Además, los gestores educativos deben  llevar adelante estas acciones en el marco del  desafío político que representan los problemas económicos y sociales cada vez más graves en la región.

A partir de lo anterior,  es posible afirmar que existe una tensión creativa entre dos exigencias convergentes que se plantean a la formación para la gestión y política educativa: la de formación de los ciudadanos y la de formación de los especialistas. En efecto, todos los actores requieren capacidades que les permitan intervenir en la gestión y en las políticas educativas, contribuyendo a la creación de un sentido compartido e interviniendo en uno o más niveles de gestión. Pero, por otra parte y al mismo tiempo, los “especialistas” en gestión y en políticas educativas deben poder conducir los procesos de gestión y de políticas educativas convocando y sosteniendo la participación de los demás, así como procesos específicos de concertación de fines y medios y de obtención, organización y administración de estos últimos a través de intervenciones eficaces y eficientes.

Dicho en otros términos, existe una necesidad de formación que puede denominarse “básica” para la gestión y las políticas educativas que debe alcanzar a todos los actores que intervienen en educación. Esa formación básica consiste en el desarrollo de ciertas competencias que, por otra parte, es conveniente que desarrollen todos los ciudadanos: la detección de necesidades, la concertación de alianzas, la negociación de conflictos, la anticipación de problemas, el planteo de alternativas a partir de un sólido conocimiento de las existentes y de los debates que existen en torno a ellas, la discusión de las alternativas entre los actores involucrados, su puesta en práctica y seguimiento y, por último, la rendición de cuentas públicas respecto de los resultados (IIPE UNESCO Buenos Aires, 1999). Pero los profesionales de la educación y, en especial, quienes ocupen roles en la política y gestión educativa, deben desarrollar esas mismas competencias a un nivel altamente especializado. Por eso, para el caso de éstos últimos Tedesco (2000) plantea la necesidad de articular sus  conocimientos profesionales (conceptuales y  prácticos) con conocimientos políticos. Pero, por otra parte, es necesario tener en cuenta que la capacidad de construir “sentido” no depende sólo de los conocimientos que se posean, ya que  implica también la movilización de  recursos emocionales y de actitudes vinculados con la sensibilidad y la implicación frente al hecho educativo.
En este contexto, se hace imprescindible volver a pensar la formación de los que participan en la gestión y la política educativa. Innovar, experimentar y reflexionar para desarrollar nuevas estrategias y también nuevos materiales de trabajo, que complementen los textos clásicos, los informes de investigación, las estadísticas o las leyes ya integrados a la formación, son puntos centrales. Su uso crítico y su renovación permanente irán dando pistas para su mejoramiento y mejor integración al campo de la formación.

La clave utilizada para trabajar por  la innovación, experimentación y reflexión en la formación para la gestión y política educativa es el concepto de competencias, tal como se ha desarrollado en contexto del proyecto de Actualización para la Gestión y las Políticas Educativas del IIPE/UNESCO Buenos Aires entre 1999 y 2002. Este concepto ha sido utilizado ―en principio― sin más connotaciones que las que le otorga el sentido común: quién posee competencias puede resolver problemas y  puede actuar con pericia en su campo. Un médico que cura es competente, un maestro que enseña también, pero en el campo de las políticas y la gestión educativa las cosas no están tan claras todavía. Es por ello que allí  el concepto de competencias ha demostrado tener mayores complejidades.

Como hemos señalado,  actuar en la Gestión Educativa implica la movilización de diferentes tipos de recursos. En este artículo, consignaremos cinco saberes que consideramos claves para la gestión de los sistemas educativos descentralizados y que, por esto, deberían articularse en los programas de formación. Ellos son: (1) saber analizar las situaciones para la toma de decisiones, (2) saber manejar conflictos, (3) saber comunicar, (4) saber liderar para la creación de sentido y (5) saber conducir un equipo de trabajo y trabajar como parte de ese equipo, ya que la competencia individual es cada vez más la resultante de una competencia colectiva. Promover la formación de estos saberes como parte del abanico de recursos de la práctica de gestión facilita el camino entre la teoría y la acción.

2. HACIA UNA DEFINICIÓN DE LAS COMPETENCIAS PROFESIONALES PARA RESPONDER A LAS NUEVAS DEMANDAS DE LA GESTIÓN Y DE LAS POLÍTICAS EDUCATIVAS EN AMÉRICA LATINA

Los resultados de un diagnóstico sobre la situación de la formación universitaria para la gestión y la política educativa en varios países de América Latina, que se llevó a cabo en el IIPE-Buenos Aires, indican la existencia de dos polos en la orientación de dicha formación (Braslavsky y Acosta, 2001). En uno de ellos, se encuentra  la oferta tradicional centrada en la teoría y el saber técnico-conceptual. Allí, parecen existir fuertes dificultades para articular conocimiento y acción. Esta oferta es la más extendida y caracteriza a la mayoría de las universidades de la región. En el otro polo existe una oferta inspirada en los modelos de formación para la administración de empresas. Esta oferta es más nueva y está menos expandida, pero tiene fuerte presencia en la formación para el nivel de la gestión escolar, en particular en los nuevos posgrados para directores y supervisores.
Entre un polo y el otro, se identifican algunos programas que avanzan en la articulación de dimensiones cognitivas y actitudinales en la formación y que incorporan otros contenidos, orientaciones bibliográficas y perspectivas metodológicas. Sin embargo, el conjunto de la oferta universitaria presenta dificultades para innovar en propuestas de enseñanza que dejen de centrarse en “la tiza y el pizarrón” y que favorezcan el desarrollo integral de los recursos necesarios para la práctica de la gestión educativa en el nuevo contexto latinoamericano y, probablemente, mundial.
El desafío consiste en construir una formación que articule la dimensión del saber con la dimensión de la acción, cuyos ejes de referencia sean el sistema educativo y sus instituciones,  su historia, sus problemas y sus características particulares y que contribuya a que todos los que toman decisiones posean una considerable “densidad conceptual” (Tedesco, 2001), con especificidad profesional y contextual. En suma, significa pensar una formación a partir de un discurso de y desde la escuela. Una propuesta de este tipo debe atender a un conjunto de dilemas,. A continuación, se presentan tres de ellos y para cada uno se propone una hipótesis de resolución  asociada a los nuevos desafíos que debe enfrentar la formación.

2.1. El dilema entre la formación para el análisis, la construcción de sentido y la intervención

Uno de los problemas centrales de la formación para la gestión y la política educativa es la desarticulación entre la teoría, la prospección y la práctica. En cierto sentido, la incorporación del concepto de competencia permite superar esa desarticulación, integrando  la teoría y  la capacidad de construcción de sentido en la acción (Perrenoud, 1998).

La formación para la gestión y la política educativa presenta una tensión que no siempre juega a favor de integrar el sentido con los métodos. En realidad, éste problema atraviesa todo el campo de la Pedagogía. Ya Durkheim, en La Educación Moral, planteaba un problema similar al definir a la Pedagogía como una teoría práctica, porque se trata de un conjunto de teorías cuyo fin inmediato no es expresar lo real, como es el caso de las teorías científicas, sino guiar las conductas: “no es la práctica (...), sin embargo puede iluminarla” (Durkheim, 2002:38).

Esta formación debe ser metódica y sólida desde el punto de vista de los saberes teóricos, pero debe estar puesta al servicio de una práctica, la práctica de gobierno de los sistemas educativos y sus instituciones. Para ello, es necesario que la formación incluya otras dimensiones del sujeto, que suelen desarrollarse específicamente en ámbitos del desempeño laboral.

Durante los últimos años, la noción de competencias tuvo numerosas acepciones. Algunos autores señalan que el uso diverso que se hace del concepto ha dado lugar a gran cantidad de confusiones y proponen, frente a la ambigüedad del término, buscar una definición operativa (Dolz y Ollagnier, 2000; Barnett, 2001).En este caso,  resulta útil recuperar el concepto tal como se lo utiliza actualmente en el mundo laboral y en los sistemas de formación profesional. La re estructuración del modo de producción capitalista a mediados de los ´60, en el marco de la tercera Revolución Industrial, produjo un nuevo paradigma tecno–económico basado en la microelectrónica. El paradigma de la organización pasó del modelo fordista al modelo posfordista (modelo de la red de flujos interconectados) orientado por el concepto de calidad total. Este modelo de gestión supondría una relación más igualitaria, ya que el menor disfuncionamiento de una de las partes amenazaría la producción en su conjunto. En consecuencia, los niveles de calidad y de calificación de los trabajadores que se desempeñan en un mismo proceso productivo serían semejantes. Esto demandaría que todos los trabajadores desarrollaran  capacidades de concertación, reflexión, previsión y comunicación.

Si bien el hecho de que este modelo exista realmente se encuentra en discusión  y que, por otro lado, sus consecuencia perversas o paradojales hayan sido presentadas por numerosos y solventes críticos de la actual etapa de desarrollo capitalista (Gorz, 1991; Sennet, 2000), no se puede negar que ―desde el punto de vista de las utopías deseables― estas características resultan atractivas. Dicho en otros términos, lo que algunos economistas contemporáneos dicen que está ocurriendo, tal vez no sea así  o al menos no para todos.  Pero desde  el deseo de una sociedad democrática y participativa, sería bueno que ocurriese. En consecuencia, parece más que  acertado formar a todos los profesionales en las competencias que serán requeridas en función de esos cambios.

Por eso, en la actualidad, la lógica subyacente a las competencias es la de "saber actuar" o el conjunto de “saberes hacer”, que consiste en la selección, movilización y combinación de recursos personales, conocimientos, habilidades, cualidades y redes de recursos para llevar a cabo una actividad (Le Boterf, 2000a). Este “saber actuar”  presenta diferentes dimensiones: saber actuar con pertinencia, saber movilizar saberes y conocimientos en un contexto profesional, saber integrar o combinar saberes múltiples y heterogéneos, saber transferir, saber aprender,  aprender a aprender y saber comprometerse. Entonces, de acuerdo con Le Boterf (ob. cit.), actuar con competencia remite a un saber actuar de manera pertinente en un contexto particular, eligiendo y movilizando un equipamiento doble de recursos: recursos personales (conocimientos, saber hacer, cualidades, cultura, recursos emocionales) y recursos de redes (banco de datos, redes documentales, redes de experiencia especializada, entre otras). Actuar con competencia es, por lo tanto, el resultado de un conocimiento combinatorio del sujeto, es decir, es el resultado de la selección, movilización y combinación de recursos que realiza un sujeto frente a una situación determinada. Se trata de un proceso de actuación que se apoya en esquemas operativos transferibles a familias de situaciones comunes. La competencia reside en el encadenamiento. Es una disposición antes que una operación.

Considerar a las competencias como “recursos para saber actuar” enriquece el concepto y lo aleja de visiones instrumentales de la enseñanza y el aprendizaje. Como se ha dicho, los recursos van desde los conocimientos hasta las habilidades personales e interpersonales y  son definidos por el contexto de acción. Por otro lado,  como las competencias son un tejido interconectado de manera muy sólida  toda distinción entre unas y otras es, en cierta medida, arbitraria, así como también toda estrategia para la formación en “una” de ellas implica incidir inevitablemente en la formación de las otras.

2.2. El dilema entre la universalidad y la especificidad

Los primeros innovadores de la formación para la gestión y la política educativa recurrieron a las prácticas y ejemplos desarrollados en el campo de la formación para la gestión empresaria. En consecuencia, propusieron a estudiantes o profesionales del mundo de la educación una serie de experiencias formativas que incluían análisis y ejercicios desarrollados a partir de casos empresariales. Esta práctica generó fuerte admiración en algunos y consistente rechazo en otros.

El supuesto de aquellos intentos innovadores era que las competencias son independientes del contexto. Más aún, en algunos casos se sugería que cuanto más alejados estén los ejemplos y las reflexiones del ámbito concreto y específico de trabajo profesional de cada quién, mejor es. La experiencia y las reflexiones más sólidas existentes en este campo parecen demostrar lo contrario. Aunque Parecería que la resistencia es mayor y el impacto es menor si la formación en competencias se realiza de manera descontextualizada, los recursos para actuar con competencia emergen de un determinado contexto de actuación, en nuestro caso del de la gestión y política educativa.

Es posible afirmar, entonces, que estos saberes son los mismos para todos los niveles de la gestión pero se expresan de manera diferente de acuerdo al nivel de la gestión y en función del contexto. El saber tendría, entonces, un carácter general, pero lo que cambia es un recurso determinado de ese saber que es influenciado por su contexto (por ejemplo, el nivel de la gestión).

En otros términos, la competencia siempre remite a una construcción influida por el contexto, es decir, se actúa con una finalidad en un contexto determinado. Las competencias se refieren al conjunto de recursos personales que el gestor debe combinar y movilizar para manejar eficazmente las “situaciones profesionales claves”. Le Boterf (2000b), entiende a la situación profesional como una actividad que hace al “tipo de oficio” de un sujeto, que debe analizarse a partir de criterios de realización y resultados esperados o productos. Esta información permite precisar el conjunto de recursos personales y externos que necesita un sujeto para “saber actuar”. Las situaciones profesionales pueden servir como tipologías orientadoras para el desarrollo de saberes en cada uno de los niveles de la gestión educativa.

Por tratarse de una acción apoyada en el contexto, las competencias no serían tan fáciles de transferir. En principio, parecería que para producir una transferencia habría que apoyarse en capacidades cognitivas como la reflexividad, el reconocimiento de los patrones comunes de los problemas o situaciones particulares, tener en haber un gran repertorio de situaciones variables y tener la voluntad y la capacidad de convertir las situaciones en oportunidades para la transmisión de las competencias.

En consecuencia, parecería que la manera de superar el dilema entre la formación para un nivel y la formación para todos los niveles de la gestión y de la política educativa sería producir un saber conceptual común y recoger situaciones profesionales específicas que puedan servir como guías para el desarrollo de saberes vinculados con la acción. Así, la formación debería promover en los sujetos la combinación de recursos pertinentes en función de un tipo de situación profesional y la capacidad de transferencia de esos recursos a situaciones similares.

2.3. El dilema entre la disponibilidad de recursos generales y de recursos específicos

Los saberes identificados para la gestión educativa pueden definirse a partir de dos elementos: el nivel de la gestión (situaciones profesionales tipo) y el contexto cultural. Es decir,  para cada competencia existen algunos recursos generales vinculados con el conocimiento teórico de ese saber y, a su vez,  recursos específicos determinados por la situación profesional y el contexto cultural. A modo de ejemplo, se presenta el Cuadro 1, en el que se toman una serie de competencias, concebidas como saberes, y se definen algunos de los recursos que las componen.

Cuadro 1. Saberes y recursos generales y específicos. Ejemplificación


              Recursos

Saberes

 

Generales
Específicos

Situación profesional (ej.)

Contexto cultural (ejemplo)

Análisis situacional para la toma de decisiones

Metodología de investigación
Principios de política educativa
Estructura de los sistemas educativos

Planificación
Evaluación de programas

Modos de hacer política (clientelismo, personalismo)

Manejo de conflictos

Concepto de Negociación
Negociación por intereses
Construcción de alternativas

Conflictos entre niveles de la gestión
Negociaciones con organismos internacionales
Conflictos con equipos de trabajo

Tipos de conflicto a partir de cosmovisiones particulares (por ejemplo en comunidades indígenas)

Comunicación

Principios generales de la comunicación (E-R)
Dimensión comunicativa de la gestión de políticas educativas y procesos de transformación educativa

Presentaciones orales y escritas
Organización de reuniones

Pautas culturales (gestos, modos, tonos)

Liderazgo

Construcción del sentido
Conducción
Creación de equipos
Seguimiento
Delegación

Conducción de procesos de cambio curricular

Liderazgo personalista (influencia de tradiciones personalistas en países de la región)

Trabajo en equipo

Propósito común
Comunicación
División de roles

Recomendar acciones
Dirigir acciones

Cultura organizacional (burocrática por ejemplo)

La formación para “saber actuar” requiere un desarrollo integral de los recursos de cada competencia. El formador decidirá cuál de ellos enfatizará más, pero está claro que es necesario promover la formación tanto de los recursos generales como de los recursos específicos.
En suma, podría decirse que la manera de superar este dilema es mantener una presencia curricular equilibrada de ambos tipos de recursos, con la mirada puesta en la búsqueda de la especificidad del recurso general en las situaciones de desempeño profesional y en el contexto cultural.

3. CLAVES PARA LA ENSEÑANZA DE COMPETENCIAS PROFESIONALES PARA LA GESTIÓN Y LA POLÍTICA EDUCATIVA

Es posible sugerir seis principios generales para la formación sistemática de competencias para la gestión y la política educativa: (a) el desarrollo del modelo Acción-Reflexión-Acción, (b) el uso de estrategias didácticas transversales, (c) el uso de estrategias didácticas específicas a cada competencia, (d) la conexión con los procesos de trabajo de los “aprendices”, (e) el desarrollo de la reflexividad y (f) la promoción de comunidades de práctica.{3}

3.1. El modelo Acción-Reflexión-Acción

La enseñanza de competencias se piensa a partir del modelo Acción–Reflexión–Acción, ya que el aprendizaje de las competencias ocurre por aproximaciones progresivas, donde el sujeto avanza en un círculo que parte de la experiencia o de lo conceptual y  debe siempre pasar por la reflexión y la experiencia de esa reflexión. El proceso anterior se fundamenta al observar la mayor facilidad de los adultos ante el aprendizaje, cuando usan su experiencia y cuando establecen claramente relaciones entre esa experiencia y las situaciones nuevas que el sujeto debe enfrentar (Undurraga en Braslavsky y Acosta, 2001.).

El modelo Acción-Reflexión-Acción se inspira en el esquema pedagógico elaborado por Kolb (1977) para abordar los cuatro momentos del proceso de construcción de la competencia: la experiencia concreta (al enfrentar a los participantes con situaciones problemáticas), la observación reflexiva (al analizar diversos puntos de vista, sus propias experiencias y las de otros), lo conceptual (para adquirir perspectiva ante la experiencia, obtener lo invariable, los principios rectores, las teorías de acción, las hipótesis) y la puesta en práctica de los conceptos y  las teorías de acción y su traducción e interpretación en función de nuevos contextos de intervención.

3.2. El uso de estrategias didácticas transversales: los casos y las simulaciones

El aprendizaje de los adultos es mayor cuando se usan procesos cognitivos divergentes y cuando procesan el material de aprendizaje por medio de distintos canales (Undurraga en Braslavsky y Acosta, 2001). Entre ellos, se destacan el estudio de casos y las simulaciones,  ya que favorecen los procesos de puesta en contexto y transferencia.

El estudio de casos tiene por finalidad la consideración de un problema determinado por medio del debate de una circunstancia previamente relevada y escrita (Gore, 1998) Esta estrategia didáctica permite el abordaje directo de los problemas que aparecen en las situaciones profesionales a trabajar y cumple diversas funciones, pero para ello los casos a trabajar deben  reunir ciertas características.

En cuanto a las funciones, los casos son útiles como disparadores y  promotores de la reflexión desde la acción. Por ejemplo, un estudio de caso para el tercer saber enunciado como clave en el Cuadro 1 (ver pág. 35) ―la Comunicación― es posible partir de un relato sobre la comunicación de una reforma educativa. Sobre aquella base es posible construir, luego, los problemas básicos de los procesos de comunicación. Para el Análisis de Políticas Educativas, es posible partir  de la inmersión en un caso concreto de política educativa (presentación por parte de los responsables y visita al campo)  para analizarla y reflexionar sobre ella.

Pero, como se ha dicho, los casos deben presentar ciertas características para cumplir con las funciones mencionadas. Por un lado, es necesario realizar una adecuada selección de los casos a utilizar ―según su grado de cercanía a la práctica cotidiana de los alumnos― y una conveniente planificación de la secuencia de presentación de los mismos.  Por ejemplo, resulta conveniente comenzar con un caso del ámbito educativo que no esté directamente apegado a la práctica laboral cotidiana de los participantes, ya que de ser muy cercano el caso no permitirá la toma de distancia necesaria para la reflexión cognitiva que requiere la construcción de una competencia. Si, por el contrario, el caso es muy lejano al contexto laboral del sujeto se corre el riesgo de que carezca  de interés para el análisis, la reflexión y la transferencia.  En suma, el primer caso debe producir cierta sensación de familiaridad pero no una identificación directa con la práctica diaria. A medida que se avanza en el proceso, y sobre todo hacia el final, es recomendable utilizar casos más próximos a la práctica cotidiana de los participantes a fin de favorecer los procesos de transferencia una vez terminada la reflexión.

Por otra parte, los casos no deben ser extensos ni muy complejos, en tanto  se trata de actividades de corta duración y su objetivo no es la comprensión de una situación en sí misma sino utilizarla para la construcción de recursos. El grado de validez de esta recomendación varía de acuerdo a la competencia que se quiera promover. En el caso del Análisis de Políticas Educativas es fundamental una comprensión cabal del caso ―la política que se estudia― para la construcción de la competencia en cuestión.

En cuanto a la segunda estrategia didáctica transversal consignada, la simulación, es posible afirmar que se trata de un método de enseñanza frecuente en la capacitación profesional. Al hacer referencia a la simulación, lo hacemos en el sentido que le confiere Gore (1998), es decir, como una analogía y una reproducción de la realidad usada en un ámbito educativo. Por ejemplo, para el saber de la Comunicación puede hacerse  una presentación oral de un nuevo plan de estudio simulando estar ante autoridades del gobierno. En el caso del Manejo de Conflictos, es posible simular una negociación con organismos internacionales o entre diferentes niveles de la gestión educativa de un país (central y provincial), para promover la “negociación por intereses”.

Además, las simulaciones se usan para observar los propios procesos de desempeño y aprendizaje. Ejemplo de ello son las técnicas de retroalimentación circular (donde cada grupo evalúa el rendimiento de sus pares a partir de listas de cotejo) y las dinámicas de trabajo en equipo formados por participantes con distintas trayectorias profesionales que promuevan, desde diferentes perspectivas, la reflexión y el análisis de las situaciones presentadas.

Las simulaciones se convierten, de ese modo, en espacios de aprendizaje si permiten observar el propio ambiente y “observarse” a sí mismos. Para enseñar y aprender herramientas vinculadas con el Liderazgo, por ejemplo, es posible comparar casos concretos de diversos niveles de la gestión educativa  y, para la Comunicación, se pueden introducir las filmaciones en la simulación. En este sentido, las simulaciones también se convierten en espacios de elaboración compartida del conocimiento (Gore, 1998).

Entre las características de las simulaciones se destacan tres: la simulación como espacio para la exploración de la práctica cotidiana, la simulación como espacio para la construcción colectiva de conocimiento y la simulación como espacio de promoción de sentidos. Las dos primeras características se desarrollaron más arriba como parte de las funciones de la simulación. En cuanto a la tercera, las simulaciones no sólo deben contribuir a superar situaciones problemáticas sino también deben servir para volver a pensar el significado de las situaciones profesionales, su contexto y, fundamentalmente, el sentido dado a la acción. No sólo es necesario aprender a presentar de manera clara una propuesta de plan de estudios,  a resolver conflictos o a conducir equipos de trabajo y liderar procesos de cambio. Es necesario, asimismo, aprender a usar estas herramientas para orientar la gestión de los sistemas y las instituciones educativas hacia dos fines: los macropolíticos, ―el logro de la equidad y la eficiencia en el uso de los recursos― y los micropolíticos ―promoción de más y mejores aprendizajes en todos los alumnos.

Resta agregar que  el papel del formador es central en el uso de esta propuesta ya que, en última instancia, es él quien orienta y guía la interpretación hacia la construcción de determinados sentidos. Por esta razón, algunos autores advierten sobre el potencial carácter manipulador y, por lo tanto, inhibitorio de aprendizajes que una simulación puede tener como estrategia de enseñanza.

3.3. El uso de estrategias didácticas específicas a cada competencia

Como se ha señalado, los adultos en situación de aprendizaje deben usar diversos canales de exploración y puesta en práctica para promover el desarrollo de las dimensiones cognitivas y emocionales. Pero, además, cada una de las competencias mencionadas como claves presentan características específicas que demandan estrategias didácticas particulares.

Por ejemplo, para la competencia de Liderazgo, es necesario usar recursos apoyados sobre cualidades personales difíciles de transmitir y aprender en el aula. Por esto, para su enseñanza se propone la utilización de casos de líderes educativos que permitan la identificación de las características que los han transformado  en  tales. Además, para evitar quedarse en el plano del estudio de caso,  resulta aconsejable observar a otros líderes en sus contextos de actuación, estudiar su auto-percepción y la  percepción que de ellos como líderes tienen otras personas.

En este sentido, continuando con el caso del Liderazgo, es posible partir de comentarios biográficos acerca de un educador (como, por ejemplo, Paulo Freire) para analizar sus características como líder desde diferentes dimensiones: su contexto socio político, su propuesta inclusiva, sus fallas como administrador, entre otras. Esta reconstrucción teórica de los atributos del liderazgo puede ser comparada con la experiencia práctica de los gestores en ejercicio (rectores, secretarios municipales, directores), obtenida a través de entrevistas que indaguen acerca de su concepción y práctica de liderazgo. Comparar el discurso literario sobre el liderazgo con el discurso de los gestores permite acercarse de manera más concreta al liderazgo.

Por otra parte, para la enseñanza de la Comunicación o del Manejo de Conflictos existen herramientas universalmente probadas,   como la simulación, que ya se describió en el punto anterior.

El conjunto de estos recursos y su enseñanza se asocia al desarrollo del discernimiento ético, competencia que se vincula con la promoción de valores. Es complejo pensar una estrategia para la formación de valores. Por ello,  es conveniente tomar la noción de competencia en “recursos para un saber actuar”, como se propuso en el segundo apartado de éste artículo. Desde esa perspectiva, la enseñanza del discernimiento ético para la gestión y la política educativa podría concebirse  ligada a la generación de una conciencia sobre la decisión a tomar, la acción a seguir y la previsión de las consecuencias de esa decisión.

3.4. La articulación con los procesos de trabajo de los participantes

La conexión  entre las competencias que se intentan enseñar y los procesos de desempeño profesional  es de suma importancia. Si la estrategia de enseñanza se encuentra desvinculada del contexto de trabajo existen menos oportunidades para la transferencia al propio proceso de aprendizaje. Para fomentar esa articulación se pueden promover instancias de intercambio directo de los alumnos con los responsables de la gestión educativa. Consideramos que esto es vital para que los participantes comprendan la complejidad del proceso de toma de decisiones.

Otra opción para esto consiste en  proponer fases de trabajo a distancia en las que los participantes deben volver a sus lugares de trabajo, seleccionar un problema o situación profesional particular y utilizar algunos de los recursos de análisis o de intervención que se proponen en el módulo. Esta experiencia se comparte luego con el resto de los colegas con el fin de efectuar un seguimiento en la adquisición de la competencia.

A su vez, se pueden promover instancias de formación complementaria que se incluyan en situaciones de trabajo. Por ejemplo, la participación en un proyecto transversal, la redacción de un libro o artículo profesional, la realización de una nueva misión específica, la alternancia de responsabilidades en lugares de trabajo o la realización de pasantías y residencias.

En este punto, resulta interesante destacar que  ―en algunos países― los egresados de programas de maestría y doctorado no se insertan en la gestión del sistema. Al respecto, cabe preguntarse si la formación en  competencias profesionales no debería formar parte de los programas de desarrollo de personal del Estado. Esto podría llevarse adelante por medio de la creación de vínculos con las universidades a través de mecanismos como, por ejemplo, las pasantías. Por su parte, las universidades deberían focalizarse ―en la formación de grado― en la enseñanza de recursos teóricos y, en especial, de recursos metacognitivos asociados con “aprender a aprender”, aprender a reflexionar sobre las teorías que guían las acciones y aprender a transferir aprendizajes de situaciones particulares a situaciones generales.

3.5. El desarrollo de la reflexividad

A fin de fortalecer la capacidad de transferencia, es necesario incluir el desarrollo de la reflexividad, es decir, la reflexión sobre la acción y sobre la propia reflexión (Schon, 1992). La manera de actuar se apoya siempre sobre teorías que guían la acción y es necesario trabajar sobre esas teorías a fin de producir cambios en las maneras de actuar.

El desarrollo de la reflexividad es uno de los desafíos más arduos de la tarea de formación vinculada a prácticas laborales. Resulta muy difícil trabajar sobre este nivel del conocimiento porque los sujetos no son concientes de las teorías que guían sus acciones en tanto aquello implica una práctica de autorreflexión muy poco frecuente en los espacios de formación.

Una de las formas más usuales para el desarrollo de la reflexividad es la reflexión sobre la acción. En este sentido,  es necesario tomar en cuenta  las situaciones profesionales de los participantes como material de trabajo. Un segundo paso hacia la reflexividad se vincula con la reflexión en la acción. Así, en el caso de la formación en Liderazgo, se puede proponer entrevistar o ir a observar las prácticas de gestión de “líderes” concretos. En el caso de Comunicación y Manejo de Conflictos, es posible incluir una fase a distancia donde los participantes deben volver a sus ámbitos de trabajo, detectar y trabajar sobre un problema que hayan visto en el taller.

Un tercer momento, el más complejo, tiene que ver con la reflexión sobre la reflexión de la acción. En este punto es donde, de acuerdo a Schon (1992.), se logra el cambio de las teorías de acción: “Utilizar el aula para desafiar concepciones erróneas habitualmente vigentes.” H. Gardner pone de manifiesto la persistencia de determinadas “concepciones erróneas”,  aún en individuos que han completado su educación formal.  Sin embargo ―insiste Gardner (1991)―, las concepciones erróneas propias de una mente no escolarizada están fuertemente enraizadas en la memoria a largo plazo. Si un docente pretende que el paso del estudiante por el aula vaya más allá de la asimilación temporaria de información en la memoria a corto plazo, el punto de partida debe ser la revisión y eventual reemplazo de las “concepciones erróneas” (Gore y Vazquez Mazzini, 2002:33).
Revisar las teorías que guían la acción y trabajar sobre ellas es fundamental para promover cambios pero, sobretodo, para construir momentos de reflexión que le permitan al participante hacer transferencias a situaciones de su práctica cotidiana y, a partir de ellas, avanzar en su modificación.

3.6. La promoción de “comunidades de práctica”

Otro punto importante para la formación es  la inclusión de prácticas docentes que tiendan al desarrollo de lo que E. Wenger llama “comunidades de práctica”. Esta organización del trabajo pedagógico fortalece el desarrollo del trabajo en equipo, recurso necesario para el desempeño profesional. La creación de situaciones de aula que se acerquen a esta noción permite construir relaciones en las que se puede ver el modo peculiar en que los participantes “negocian” el emprendimiento conjunto, construyen el criterio de trabajo y desarrollan su repertorio de símbolos y herramientas.

Cabe señalar que la creación de “comunidades de práctica” dentro de las instituciones educativas puede resultar ardua. Estamos acostumbrados a utilizar las aulas como espacios de aprendizaje individual, a regirnos por extensos programas de estudios y a centrar el foco en la transmisión de información. Sin embargo, enseñar a trabajar en equipo proponiendo una experiencia concreta de este tipo puede resultar más conducente que hablar sobre el trabajo en equipo. Si tomamos la decisión de intentar este empleo diferente del aula, es preciso tener en cuenta al menos tres cuestiones.

En primer lugar, se debe considerar que el desarrollo de comunidades de práctica lleva tiempo y, por tanto, es incompatible con la pretensión de desarrollar planes de estudios extensos y abarcativos. En segundo término, hay que tener presente que las reglas de juego de una “comunidad de práctica” pueden no ser compatibles con las de la institución escolar en la que se inserta y, por esto, es posible tender ―involuntariamente―  a resignar aquéllas en función de éstas. Por último, resta agregar que preservar a la “comunidad de práctica” de la lógica institucional ―es decir, permitir que se desarrolle según su propia lógica― no implica mantenerla aislada. Al contrario, la comunidad se enriquece cuando, sin “alienarse”, puede encontrar en la institución misma o en otras prácticas de la institución nuevas perspectivas y nuevos recursos (Gore y Vazquez Mazzini, 2002:32).
A partir del recorrido realizado es posible afirmar que es indudable que la construcción compartida de sentidos para la educación no surgirá de módulos de capacitación para equipos técnicos. Es necesario incluir desde la formación instancias que favorezcan otras formas de interacción que permitan “aprender a trabajar juntos”. Este sería el sentido del desarrollo de “comunidades de práctica” para promover el trabajo en equipo.

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{1} Este artículo es una versión sintética de Braslavsky, C. y Acosta, F. (2004). Competencias para la gestión y la política educativa. Conceptos clave y orientaciones para su enseñanza. Buenos Aires: IIPE-UNESCO.

{2} Este apartado retoma numerosos elementos de Braslavsky, C. (2001).

{3} Este concepto se desarrolla de manera exhaustiva en el Módulo de Trabajo en Equipo en Braslavsky, C. y Acosta, F. (2004). Competencias para la gestión y la política educativa. Conceptos clave y orientaciones para su enseñanza. Buenos Aires: IIPE UNESCO. Se sugiere su lectura para profundizar sobre él.